El mar de los caníbales
El cielo de la noche estaba lleno de estrellas como un extraordinario manto de mago, azul oscuro casi negro. La mar estaba en calma y el viento soplaba desde el norte llenando nuestras velas, aunque estas eran pocas ya que el capitán había mandado arriar una parte para recortar la velocidad y así tener tiempo de tomar decisiones en caso de una emergencia. Un marino iba en la proa, en un saliente exterior, lanzando la sonda para advertir si el fondo marino ascendía e impedir que el barco encallase, en caso de encontrarnos con una isla sumergida o un banco de arena. También había varios hombres escrutando la noche hacia delante. De pronto uno de ellos comenzó a lanzar voces señalando hacia el frente, donde una extraña forma blanca se distinguía en la oscuridad. Todos pusimos nuestros ojos en lo que flotaba varios cables delante de nuestra proa. Los que sabían temían que fuera la superficie de un banco de arena, pero a las preguntas del capitán el que llevaba la sonda dijo que no había nada debajo del barco a menos de veinticinco brazas. El capitán ordenó arriar las velas y tirar el ancla para ponernos de nuevo al pairo y a la vez cambiar la derrota y evitar chocar con aquella cosa a la que nos acercábamos. Pero para nuestra sorpresa, el animal, que eso era, un gigantesco animal, se movió fuera del curso y lanzó un chorro de algo parecido al vapor a las alturas, como si resoplara.
Entonces pudimos verla a gusto. Tenía una peculiar arruga blanca en la frente, y una joroba piramidal, también blanca. El resto de su cuerpo estaba tan manchado, lleno de lunares y jaspeado y envuelto en la misma tonalidad clara, que en un final, podía llamársele blanco. Tenía ojos pequeños para su tamaño, más largo que nuestro barco, y una boca baja, con la quijada de abajo mucho más pequeña que la de arriba, donde tenía algo en forma de S, donde debía tener los agujeros de la nariz.
Yo estaba maravillado, pero un gallego que había pescado en los mares del norte, dijo que parecía ser una ballena o cachalote, aunque nunca había visto antes una que fuera blanca. Los marinos de Escandinavia que pululaban en los mares gélidos, las pescaban por su carne, sus huesos y su aceite, que era usado en las lámparas. Eran animales peligrosos, porque podían embestir un bote grande o un barco pequeño y volcarlo, mandando a sus tripulantes al fondo del mar.
Y en ese momento, como si lo hubiera oído, el gigante marino regresó a gran velocidad, lo cual nos fue anunciado por uno de los vigías, parando el corazón de todos, pues ya nos vimos con una vía de agua irreparable, y abocados a lanzarnos al mar. Yo temí más porque pensé que la ballena seguramente comía cristianos y me puse a rezar a todos los santos y vírgenes que pude recordar. Mas el animal, como si quisiera asustarnos, cuando llegaba casi al casco del buque, se zambulló con gran estruendo de agua al golpear la superficie con su cola, que parecía la de una sirena, levantando una ola bastante grande que chocó con el costado del navío. Aun en la oscuridad fue fácil verlo cuando, como un gran fantasma, pasó por debajo del casco, casi rozándolo o eso me pareció a mí desde la borda, que tenía agarrada con extrema fuerza, clavando las uñas en la madera, esperando el choque que no se produjo.
Corrimos entonces al otro lado, estribor, el derecho mirando hacia la proa, para ver emerger al gigantesco ser, pero sólo pudimos ver su borrosa figura desaparecer poco a poco mientras bajaba a mayor profundidad, probablemente contento con el susto mayúsculo que nos había dado.
Así comenzó mi primer, aunque no el último, encuentro con una ballena. Muy pronto volvería a ver la ballena blanca, y en lugares alejados oí historias y leyendas sobre ella o ellas. Aparentemente nosotros tuvimos mucha suerte, porque las ballenas blancas pertenecen a una raza, llamada cachalotes por los vascos, más agresiva que cualquier otra y suelen atacar los barcos antes que estos les hagan daño. Hay hasta quien cree que están endemoniadas y que ellas son el Leviatán de la Biblia.
Esa fue otra noche en que dormí como un tronco, como en letargo. Aunque sentía todos los músculos duros, sobre todo en el cuello y la nuca, los hombros y las piernas.
En la mañana, tras el desayuno, que fue un pedazo de cecina, queso, pan y vino, todo ello embarcado en Santo Domingo, logré ver con mejores ojos lo sucedido, porque aunque no recordaba sueño alguno, tenía la impresión de haber visto algo recientemente que no me gustó mucho, pero no sabía lo que era. El mismo marino de la noche anterior que había visto cazar ballenas en el Mar del Norte, contaba que no eran peces porque amamantaban a sus hijos con tetas que tenían las hembras, como si fueran mujeres u otra hembra de animal terrestre. Eso me pareció otra mentira, pero el Maestro me dijo que era cierto y que las ballenas parían a sus hijos como las mujeres, sólo que sus crías eran más grandes que cualquiera de nosotros. También me dijo que muchas ballenas no tienen dientes y que parece que comen animalillos y algas que flotan en la mar.
Demasiadas impresiones, me parecieron a mí. Yo estaba acostumbrado a los ciclones, a los piratas que merodeaban frente a La Habana, a lanzarme al mar donde acudían tiburones y las morenas te podían cortar un brazo o una manta matarte de un puyazo de su aguijón, pero eso eran peligros menores, o yo así los veía entonces. Pero que un grupo de hombres se metieran en un bote para hundirle una especie de lanza larga a un animal gigantesco, me pareció cosa de locos. Y en un mar tan frío, según el gallego, que si caías en él te congelabas antes de decir amén. Y para colmo, según el cuentero, esa mar estaba llena de hielos flotantes, algunos de ellos verdaderas montañas que solían virarse y mandar olas inmensas o simplemente caer sobre los navegantes que se acercaran demasiado a ellos.
Oyendo todas esas historias estaba cuando de nuevo alguien avistó a la ballena, que se encontraba a menos de media legua de distancia y se acercaba nadando a gran velocidad, zambulléndose y volviendo a salir, siempre enfilando hacia nosotros. Esta vez el capitán reaccionó mandando al contramaestre a que le disparara al animal, lo cual preocupo mucho al marino gallego, quien dijo que esos animales eran malos enemigos y que en el norte nadie se atrevía a matar una ballena blanca.
No obstante el capitán siguió en sus trece y cuando el animal se acercó a algunos cables dio la orden de disparar un falcón contra él, pero en ese mismo momento la ballena, como si entendiera el castellano, se sumergió de pronto, lo cual no impidió que el contramaestre disparara el falcón, pasando su proyectil por entre la espuma levantada por el monstruo marino al impulsarse para hundirse. Yo esperé durante un rato que volviera a salir, porque se supone que, como los cristianos, no puede estar mucho rato bajo el agua, pues tiene que salir a respirar, pero como es tan poderosa, puede nadar bajo el agua un largo trecho y hundirse a mucha profundidad. Lo casi seguro es que el disparo no la alcanzó, y que fue ella por su cuenta quien decidió dejarnos en paz.
Seguimos pues de esa tesitura, pensando yo que había más aventuras en el mar de las que podía encontrar en tierra, sin saber cuántas me esperaban en la selva, que no es más que un mar de árboles, con su propios animales fabulosos, y hasta con la posibilidad de hundirse uno en los tremedales y tembladeras, ya de fango ya de arenas movedizas.
Seguía el patache aprovechando el viento del nordeste que nos impulsaba hacia las costas de Sudamérica, y me felicitaba de que no hubiese más percances, cuando hacia el atardecer, de pronto, el vigía nos previno, bastante calmadamente, que una nave se acercaba desde levante, es decir, como si viniera del Atlántico hacia el Mar del Norte, como se llama al Caribe por estar al norte del istmo de Panamá, mientras el Mar del Sur era el que ahora conocemos como Pacífico.
Sacó Fray Uberto su catalejo, algo más largo y refinado que el del vigía y lo enfocó en la dirección donde se veía una especie de nubecilla que se destacaba contra el horizonte, a varias leguas de nosotros, observando detenidamente la nave desconocida. El vigía gritó que era una nave inglesa u holandesa, pero el maestro, haciendo una seña al capitán, le dijo que era un barco moro, que probablemente venía del norte de África a piratear en estos territorios imperiales de España, que siempre estaba en guerra con los turcos y sus servidores los moros de Argel y Túnez. Y los moriscos que, nacidos en la península ibérica, habían sido expulsados de sus casas y sus tierras por Don Fernando de Aragón, por consejo de sus asesores, pues los descendientes de musulmanes no se convertían de corazón y servían de espías y ayudas a los corsarios berberiscos, los hermanos Barbarroja en primer lugar.
Comenzamos pues los preparativos para repeler el ataque del barco que se acercaba, que el Maestro dijo ser un jabeque, versión musulmana del dromón de factura bizantina, a vela y remos; pero en realidad la tripulación podía estar formada por chipriotas, albaneses, griegos, egipcios y hasta renegados cristianos o ingleses que trabajan para los beyes de África del Norte, de Argel y Trípoli. Los jabeques llevan hasta veinte cañones en cubierta y son muy rápidos, usando los remos sólo para determinadas maniobras o cuando el viento no sopla, pues es muy marinero con las velas, tanto como un patache.
Por otro lado, según el Maestro, podían llevar lanzadores de fuego griego, un arma cuyo secreto se había perdido para la Cristiandad con la caída del Imperio Bizantino a manos de los turcos, de la misma manera que se perdió el contacto con el camino de la Seda que antes servía de comunicación entre la China y Venecia, a través del Imperio Bizantino. Lo cual hizo que los portugueses redescubrieran el camino por debajo de África y que Colón navegara hacia Occidente para llegar a Kitai y Cipango, China y Japón, y se encontrara que América estaba en el medio del camino.
Debe ser lo que suponía el Maestro Eco, que tenía una tripulación mixta con mercenarios europeos en ella, pues sólo así se atrevería una nave musulmana a cruzar el azaroso océano de los Atlantes y dejar de ver las costas de Europa o África. Aunque hay noticias de que, en ocasiones, los piratas berberiscos han incursionado hasta Inglaterra, Irlanda e Islandia y algunas crónicas dicen que hasta Groenlandia. Pero de eso hace mucho, porque los cristianos, sean católicos o protestantes, controlan hoy las aguas costeras del oeste europeo. Pero si la tripulación está encabezada por un blanco, cristiano renegado, al servicio del Bey de Argel, su conocimiento de las riquezas descubiertas por España al otro lado del océano puede haber despertado la codicia de los asaltantes, y ya que no pueden robar la Flota de Indias, vienen a la fuente para sorprender naves solitarias como la nuestra.
Y que el cargamento de tabaco que llevábamos, además de la venta de todos nosotros como esclavos en los mercados berberiscos, hubiera sido un buen botín, pues el tabaco ya se conocía en Constantinopla, la capital del Imperio Turco y allá lo fumaban, en narguilés de marfil y plata, los altos funcionarios de la Sublime Puerta y hasta las favoritas del Sultán. El narguilé es una pipa de agua, que usa un tabaco tratado especialmente, lavado muchas veces y curado en miel.
Así que nuestra carga, directamente de unos de los lugares de donde el tabaco era oriundo, hubiera contentado mucho a los piratas, porque lo hubiesen vendido en la propia Turquía a un precio muy alto.
Comenzaban ellos a aproximarse, disparando un cañonazo de advertencia que cayó justo delante de la proa y nos aprestábamos a vender caras nuestras vidas y libertad. Las portañuelas de nuestro barco se abrieron y salieron por ellas las bocas de nuestros cañones de a ocho, cuatro por banda, de hierro colado, más los falconetes y pedreros y pasavolantes, que estaban sobre cubierta, cumpliendo así con la ordenanza:
“Instrucción náutica para el buen uso y regimiento de las naos”
Todas las piezas abiertas que se sirven con cámaras (piezas de retrocarga o que se cargan por la culata) han de estar sobre cubierta, porque si están debajo, el humo que queda dentro ocupa la vista a los que sirven. Por manera que estas y los versos se han de poner sobre las toldas de proa a popa, y las cerradas que son de culata, que echan humo por la boca…. Terná sus portañuelas dos palmos en cuadra con sus bisagrones para cerrallas y abrillas cuando convenga, y en los lados de cada una dos argollones de hierro fuerte, y cerca del muñón un gancho, y dél á las argollas á la culata de cada una, sus retenidas tan largas cuanto es menester para recular la pieza, advirtiendo que una sea más corta que otra, para que reculando la pieza, y teniendo la boca dentro, por la retenida dé media vuelta , y quede perlongada de popa á proa, para que el lombardero pueda tornalla a cargar, sin que por la portañuela le puedan hacer daño : y advierta también que, cargada la pieza o piezas, se haga puntería donde convenga, sin que ningún cañonazo se tire en duda si acertará o no, y las que tuviere señaladas y apuntadas para tirar á los árboles, jarcia y velas los tirará con pelotas de cadena, y si para el cortado y echar la nao enemiga al fondo, con pelota rasa; y si para las obras muertas y altos, con pelotas de puyas; y si para dañar y estropear la gente que esté sobre la jareta y tolda, tirará con linternas de pedernal, cabezas de clavos y estoperoles…
Llevábamos para los falconetes cincuenta pelotas de hierro para cada uno, así como sus quintales de pólvora. Los pedreros y pasavolantes, montados sobre la borda en horquillas que les permiten girar hacia cualquier punto, llevaban igual número de bolas, a las que muchos les dicen balas, para cada uno. De igual forma estaban provistas las dos lombardas o bombardas de proa, mientras las culebrinas de bronce, que pesan menos, eran mostradas por las portañuelas, como queda dicho, que no teníamos piezas mayores para que no desestabilizaran a nuestra pequeña y rápida embarcación de dos palos.
Yo estaba sin ánimo, que sabía bien que a los blancos los monjes mercedarios los pondrían en una lista para ser rescatados, como era costumbre entre mahometanos y cristianos en el Mediterráneo, pero a mí me dejarían de esclavo en Argel o Trípoli hasta el fin de mis días, si no era que me convertían en amante de un potentado o en eunuco.
Pero Dios no lo quiso así, y me protegió, pues de pronto, como surgiendo del fondo de los mares, vimos una sombra clara que a la luz del atardecer, cuando debían encenderse los fanales, salió como una exhalación del agua, para caer de nuevo, entre el barco morisco y nuestro patache, asombrando tanto a unos como a otros.
La ballena blanca nadó, echando vapor, hacia el costado del jabeque islámico, topándolo con su cabezota. Los del barco enemigo no estaban más atónitos que nosotros, pero el Maestro Eco, de inmediato, hizo reaccionar al capitán, diciéndole que aprovecháramos la oportunidad para huir y en medio de la oscuridad levar velas teñidas de negro, que teníamos en la bodega, de manera que con los fanales apagados pudiéramos confundirnos con las sombras de la noche que ya comenzaba a caer y desaparecer, virando hacia el oeste, como quien va hacia Panamá, para, luego de perder a nuestro perseguidor, volver a enrumbar hacia el Orinoco y buscar la protección, con el favor de Dios, sea de la Provincia de la nueva Andalucía o de los buques de Su Majestad que cuidaban las costas de la Nueva Granada y que moraban en Cartagena de Indias.
Así hicimos, mientras el Maestro sacaba de nuestros bultos un cañoncete similar a un falconete, pero de un metal muy parecido a los de las espadas mejores, que él me explicó que estaba constituido por acero de las bolas compradas en la India y que hacer este cañón había costado bastante, pero no tanto, porque había sido fundido en Persia, más cerca de la India y transportado por mar hasta Egipto, desde donde se lo enviaron por medio de un contrabandista italiano hasta Barcelona. El simple hecho de ser de acero lo volvía muy resistente y ya había sido probado en el desierto, defendiendo a los coptos cristianos de las incursiones de ciertas tribus llamadas bereberes, entre los cuales había hecho una gran masacre.
La fundición de un cañón como este en Europa costaría muchos ducados y desataría una carrera para averiguar la fórmula de la mezcla. Pero por suerte, los herreros que sabían hacer acero para espadas y dagas no se dedicaban a construir cañones. Este cañón tenía mayor alcance que algunos grandes de hierro y de bronce, porque podía cargarse con mucha más pólvora sin miedo a que estallase y sus bolas iban mucho más lejos, llegando a grande distancia. Probablemente el jabeque no tuviera ninguno que pudiera igualársele. Si volvíamos a encontrarnos con él u otro peligro parecido ya vería yo lo que podía hacer este falconete fundido con acero indio.
En tanto los marinos del patache habían izado velas oscuras, muy difíciles de ver en la noche, y con los fanales apagados y la prohibición de encender cualquier velón, hacha o linterna de aceite, avanzábamos en la oscuridad, guiándonos por las estrellas y sondeando constantemente, pues la costa de Venezuela, que es donde se encuentra la provincia de Nueva Andalucía, está defendida por islas e islotes, que muchos llaman Antillas menores, por contraparte con las Antillas mayores, que son San Juan, La Española, Jamaica y Cuba, todas con sus isletas, gobernadas por la Real Audiencia de Santo Domingo.
Oteábamos la noche detrás nuestro esperando ver las luces de posición del pirata berberisco y su pendón verde con una media luna, el símbolo de los secuaces de Mahoma. Todo el mundo estaba despierto esta vez, comentando en susurros lo afortunada que había sido la intervención providencial de la monstruosa ballena blanca, hasta que el capitán ordenó silencio, pues en el mar los ruidos se oyen muy lejos y no quería que el corsario norteafricano nos descubriera por la cháchara, que así dijo.
El Maestro comentó que probablemente el monstruo se había molestado con los moros porque quería ser él, o ella, quien nos echara al fondo del mar. Yo pensaba en lo profundo que debía ser el mar en estas alturas, lejos de la costa, pero alguien me dijo que no tanto, aunque lo suficiente para ahogarnos igual que si hubiese mil leguas hasta el fondo. No obstante, las islas y cayos, algunos de ellos de menos de una cuadra de tamaño, podían surgir de momento y por ello avanzábamos con poco trapo, es decir, menos velas, por cierto las negras, pues ninguna de las blancas quedó colgada, que no quería el capitán ser avistado por el blancor de las velas en la oscuridad de la noche.
La mañana siguiente vimos a lo lejos, hacia proa, una sombra sobre el horizonte: La isla Margarita, dijeron algunos duchos en esta derrota, que el capitán y algunos marinos, entre ellos el piloto, se conocían de memoria. Esa isla es la mayor fuente de perlas de esta parte del Imperio, de tal manera que para defenderla de los ataques de los ladrones del mar, se erigió en la villa de Pampatar una fortaleza llamada Castillo de San Carlos de Borromeo, construida completamente con piedra de coral.
Suspiramos pues, todos, al acercarnos a la costa de esta isla, que tiene la singularidad de ser doble, es decir, que son dos penínsulas unidas por un istmo llano.
Mientras buscábamos el refugio de los cañones de San Carlos, nuestro vigía nos advirtió de una nubecilla en el horizonte, que no era tal, sino la vela de un navío bajo que corría con viento a favor para cortarnos el camino hacia la villa de Pampatar y sus entrañables cañones. Estábamos lejos todavía como para que los cañones nos protegieran y de nuevo hubimos de preparar toda la parafernalia guerrera. Nuestras ballestas y una balista, que es un arma antigua y cuyo nombre significa ballesta, ballista en latín clásico derivado del griego coiné balléin, arrojar.
Claro que entonces no sabía nada de esto, que era muy ignorante. Esa balista es una ballesta grande montada sobre un trípode y puede lanzar tanto jabalinas como piedras redondas. La nuestra lanzaba seis dardos de cada vez. Un arma vieja, que ya no se usa por causa de los cañones, pero nosotros teníamos que recurrir a todos los medios para vender cara nuestra vida.
También se aprestaron los arcabuces, no muy nuevos ni confiables que digamos. No obstante, el Maestro, que tenía cargado su largo y reluciente cañón de acero indio, lo puso sobre un trípode de falconete, lo cebó y mantuvo cerca un brasero para encender la mecha que salía por el oído de la cazoleta, mecha que a su vez prendería el cebo que estaba en el fogón del arma.
Sostenía el arma como si fuese un arcabuz, aunque su grosor y tamaño fueran mayores. Su color gris azulado denunciaba que no era de latón o bronce, pero yo lo vi de paredes tan delgadas que me eché atrás esperando ver volar por los aires tanto al cañón como al bombardero. Sin embargo, mientras el barco con el pendón de la media luna se acercaba desde el horizonte, vi al Maestro Eco tomar puntería y arrimar un tizón al oído del arma. Había pasado más de dos horas desde que el vigía advirtiera que se acercaba una nao y luego reconociera que era el bajel musulmán.
Se oían ya los gritos de triunfo de los moros, gritando ¡Alahakbar! (Dios lo quiere) y ¡Maktub! (está escrito), lo cual nos erizaba el pelo y los vellos del cuerpo pensando en lo que nos harían. Yo sobre todo temía el pecado nefando condenado por la Santa Madre Iglesia, al que sabía que sometían los pederastas islámicos a los jóvenes cristianos. Así que me desentendí del Maestro y agarrando con fuerza mi ballesta, puse un virote en ella y me dispuse a pasar de lado a lado al primer perro musulmán que se pusiera a tiro. Nosotros también comenzamos a gritar baladronadas y llamados a Santiago: ¡Santiago! ¡Santiago! Y ¡Cierra España! Que yo no sabía que significaban, pues al único Santiago que conocía era a Santiago de Cuba y no entendía cómo podía ayudarnos tan lejos de la isla o si los moros le temerían, si es que sabían de su existencia.
Luego supe que al que llamaban era a Santiago Apóstol, hermano terrenal de Jesús y protector de España y que ese era el grito con que entraban en batalla los castellanos contra los moros durante la Reconquista y que tanto Santiago de Compostela, en Galicia, como Santiago de Chile, Santiago de Cuba o Santiago de Los Caballeros en la Hispaniola, se llamaban así en su honor.
Estábamos todos histéricos y gritando sobre las aguas, más de miedo que de valor, al menos yo, que tenía un extraño hedor en las calzas, aunque dudo que nadie lo advirtiese pues otros olían tan mal como yo. Entonces sonó un trueno cuando todavía no estábamos a tiro uno de otro. Todos callamos creyendo que había comenzado la batalla, y esperando la respuesta del contrario, pero en realidad nuestros artilleros estaban tan sorprendidos como los demás. Entonces oímos de nuevo la algarabía de la otra tripulación y vimos caer una de sus velas sobre cubierta, arrastrando el cordaje y enredando a otras, lo cual de inmediato se tradujo en la pérdida de velocidad cuando casi estaban a punto de alcanzar el punto dónde sus cañones nos barrerían de la faz de la tierra… o del mar.
Una nueva explosión hizo que todos miráramos a Uberto Eco, quien sostenía el tubo de su cañón, que humeaba por la boca. En la nave enemiga un agujero en la proa, casi en la línea de flotación, hizo que el jabeque comenzara a cargar agua cada vez que cortaba las olas, mientras perdía velocidad a ojos vistas, no sin antes dispararnos con su cañones de proa, que eran cuatro, pero sólo una bola de piedra acertó en nuestra cubierta abriendo un agujero en ella y en cayendo atravesó el sollado hasta llegar a la sentina donde se apagó, con un siseo, en el agua que allí se encharcaba.
Poco a poco nos fuimos alejando del barco corsario, con su pendón de media luna en campo verde, que tantos miedos alentó en mí. Todos se arremolinaron alrededor del Maestro de Alessandria, que ya guardaba su cañón de acero, una verdadera maravilla que llegaba un tercio más lejos que las armas de cualquier embarcación menor, y quizás tanto o más que los grandes cañones de a cuarenta usados en los galeones de alto bordo.
Preguntaban todos por aquel prodigio y querían tocarlo a pesar de estar caliente con sus dos disparos, que el Maestro de Bologna lo envolvía en paños y lienzos untados de aceite de oliva, para enfriarlo y protegerlo de la sal marina, que según él, podía dañarlo. Miré al hombre con más respeto que nunca, pues los hombres sabios que había conocido, bachilleres y otros que se daban humos de doctos, no habían hecho nada práctico de valor delante de mí, sólo hablar de sus maestros en Salamanca u otra Universidad de la península. Pero fabricar un cañón mejor que los armeros profesionales, eso era impresionante.
El capitán rompió el grupo mandando a los marinos a sus puestos para fondear la nave frente a los cañones de San Carlos, baterías navales de costa, que iban a despanzurrar al pirata berberisco si se atrevía a acercarse. Aproveché, a pesar de mis deseos de estar cerca de fraile, para ir a lavarme el trasero y ponerme otras calzas, que las puestas olían peor que la sentina, donde estaba el agua marina estancada y la de lluvia que nos caía encima.
Cuando subí a cubierta, ya llegábamos a la costa, frente al poblado de Pampatar, en medio del cual se alzaban los bastiones en construcción del Castillo de San Carlos Borromeo, con una batería de grandes cañones mirando al mar, que daba gusto verlos. Largos, gruesos, brillosos, abrían sus fauces como rugiendo y amenazando. ¡Que vinieran ahora los piratas!
Esa isla Margarita, aprendí, era la misma en que unos años antes se había atrincherado el loco Lope de Aguirre, quien pensaba construir un imperio propio en las posesiones del Rey de España, incluyendo Panamá, con la ayuda de varios aventureros de todas las provincias del Imperio español que se prestaron a ello. Pero ya todos estaban muertos, castigados por su osadía…o por su ineptitud, que yo habría de desafiar al Imperio sin que me pasara nada, gracias a la conducción del más audaz e inteligente de todos los aventureros y empresarios del mar: Francis Drake.
Fernando Velázquez Medina. La Habana,1951. Crítico.
Crítico cubano de literatura y cine y reconocido por su novela experimental Última rumba en La Habana. Esta obra fue finalista del Premio Mario Lacruz, es considerada por la crítica una pieza cumbre del “realismo sucio” latinoamericano y ha sido publicada cinco veces en EE.UU y España y traducida al italiano. Pasó un curso en los antiguos Estudios de Cine y Televisión de las FAR (ECITVFAR) en 1984. Publicó trabajos sobre cine y literatura en medios cubanos como El Caimán Barbudo, Revolución y Cultura, Bohemia, Letras Cubanas y Juventud Rebelde. Tras establecerse en EE.UU en 1995, fue Editor senior de Opinión y editorialista del diario Hoy de la cadena Tribune. El mar de los caníbales, publicada en 2016 por la Editorial Letras Cubanas, es su segunda novela.