Narrativa

El luto de la libélula

El beso, por Théodore Géricault

You know, you know
John McLaughlin and the Mahavishnu Orchestra
The Inner Mounting Flame
1971

Hay un hombre solo en una cama y una mosca quieta en el cielorraso. El hombre respira pausadamente y su pecho y su vientre se expanden y se relajan y él siente el pulso en su miembro erguido bajo la sábana (la erección hace asentir al pene con cada respiración: como un maniquí bajo la sábana, como una cabecita terca que se inclina en acto devocional). La mosca sigue quieta y el hombre estira su pie izquierdo fuera de la sábana para que el día se escabulla un rato y se lleve de su cabeza la imagen, el aroma salino de una vagina hermosa y confortable y, con su recuerdo táctil, el motivo de su muñeco erguido.

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La imagen es de Abril. Novia/refugio/infierno. El fuego, la ceniza. La espera por una llamada telefónica. Esclavitud hertziana. En la imagen confusa está ella, hay otra persona, las manos de ambos entrelazadas bajo la mesa de un bar, un testigo que no debiera estar ahí, un testigo de blancas paredes.

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Afuera está el perro. El perro es un dogo mestizo que vigila el chalet y se aburre tanto como el hombre. Para entretenerse, el perro acosa a iguanas, persigue a tortugas y embosca a perras a lo largo del patio y por la playa (a la playa se escapa por un agujero en la cerca). Al perro le falta un trozo del labio inferior. Es probable que se lo arrancase una perra, o una tortuga, o una iguana. Un mordisco en lo íntimo de la carne tierna. Ahora el perro husmea y acosa desde la preventiva distancia de una pata delantera. Siempre duele menos un mordisco en la pata). El hombre/yo se acosa a sí mismo.

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En la cama hay un hombre tirado boca arriba. El hombre está despierto y tiene una erección. Hay una mosca quieta en el cielorraso: un corpúsculo negro y alado, un cuerpo inmóvil y los reflejos del sol como alfileres en la mirada del hombre en el lecho. Son algo así como las once de la mañana y al hombre le sobra un océano de lienzo blanco. Están entonces él, el calor, la voz de un televisor encendido, el perro, el latir del perro. (Podría resumirlo todo en un asqueroso segundo de revulsión. Decir: Es todo una mierda, revolcarse sobre la cama y asfixiarse entre el colchón y la almohada. Pero está la cobardía. Siempre gana la cobardía).

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Ante los ojos del hombre, está el promontorio en la sábana blanca y plisada. La tela de su/mi pijama frota la punta del glande como hacía hasta hace unas noches la mano juguetona de Abril. Memoria de sangre y nervios. En la televisión encendida hay voces de noticiario. Ruido blanco. Noticias de bolsa de valores, el chirrido de una voz anglófona desde una ciudad de rascacielos. Metralla de cifras. Cifras que vienen en rayos de amarillo y rojo sobre fondos negros de pantalla pixelada, Nasdaq, S &P, Dow Jones: Xirtex (habla una cara bonita que podría ser de mujer, un hombre con una sexualidad que es sutilmente femenina, un presentador de televisión detenido en el limbo de la definición sexual: patillas cortas, cejas delineadas, botox bajo las ojeras; un close-up quizás revelaría puntitos en la frente, intentos de transplante en la cabellera), Xirtex, dice la cara bonita, luego del sorpresivo anuncio de este lunes sobre sus problemas con el gobierno estadounidense, ha perdido un 16 por ciento, un 28 por ciento, un 39,456 por ciento.

Pero las acciones de Xirtex, sociedad anónima, las ha vendido el hombre hace ocho meses, al partir bienes gananciales con su ex esposa/ex mujer. Un divorcio puede entonces ser un negocio lucrativo. Ganancias y quebrantos. Su abogado/¿amigo?: licenciado Velloso. Hizo el milagro. El hombre/yo se vuelve contra el colchón: siente el calor de su verga contra su ombligo frío.

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El hombre que soy yo se divorció. Fue a un abogado. Luego fue a un terapeuta. Facturas legalizadas por Hacienda. Ambos/dos, conjuntamente, abogado/terapeuta, pareja de mosqueteros, los dos hombres más importantes en la lucha contra los monstruos en su armario. Mosqueteros de boleta autorizada. La mía, la del hombre, es la satisfacción de un consumidor que se siente respetado y conforme. Especialmente con Velloso, de amplios y canosos carrillos, sonrisa y apretón de manos morenas, amigo de larga data que no por eso dejó de ganar comisión y porcentajes. Fui/fue. El hombre que soy yo se sentó en su amplio sillón en su amplia oficina (la he de describir, quizás luego, lo merece: oficina de ganador). Me senté, se sentó. Me escuchó. Yo lloré. Le dejaba todo. No quería nada para mí. Al final, me dijo: vos, calmado. Dejame esto a mí. Hizo entonces su trabajo. Captó al aire que yo era un avión en ruta de colisión. Un desastre en llamas que solo prometía muerte y ruina. Pero Velloso me consiguió lo que yo no quería entonces: un divorcio impecable. Como un armisticio a la antigua. Se firmaron papeles, se cruzaron reverencias y abrazos. Velloso puso su matasellos sobre los legajos, la abogada de mi ex mujer el suyo. Oficializaron entre ambos un fracaso/triunfo en tinta y leyes.

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Luego está el otro mosquetero, por su parte, D’Artagnan avejentado: bigote filoso, nariz autoritaria, ojillos bizcos de dictador, experto en marejadas sentimentales. También recomendación de Velloso. Ducho en sesiones de terapia y un recetario generoso de antidepresivos. Horas (en realidad, cuarenta y cinco minutos de cronómetro) que fueron un contrapunto de desahogos y aclaraciones. Un suave pilotear, un aterrizaje transformado de avión en llamas a una caída dolorosa pero no mortal (en mis primeras sesiones, yo me daba golpes de cabeza contra su escritorio, vertía lágrimas impotentes de negación). Es como seguir a un apuntador teatral: ciertamente, uno es el actor, uno conoce el arte de la interpretación, pero ahí, en el escenario, a veces, hay un instante de inmovilidad, la mente se traba en el parlamento y, de repente, a lo lejos, todo está vacío y sin luz. Entonces está el apuntador, dios y máquina que dice: ¡Bla! y eso es, nada más. ¡Bla! y continuar.

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Pero eso fue hace tanto… ahora, estoy tendido en una cama, alrededor el calor que se despierta con la mañana y encima una mosca inmóvil en el plafón. Imagino la mosca que vuela sobre mi cabeza en un cuántico mundo alterno y fantasma. Pero de este lado de la interpretación de Copenhague la mosca está muerta, atrapada en una telaraña que es como el tenue abrazo de su propia mortalidad. La araña, entretanto, circunda el territorio. Un bicho de horribles ojos múltiples y patas largas en ronda de caza (ojos y patas largas/múltiples, una fealdad que es extensión de sus pequeñas fealdades). La pienso entre las blancas sábanas, sus pelillos erizados raspando mi piel y un escalofrío me punza las yemas de los dedos.

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El hombre/yo tiene un juego desde hace unos minutos (un juego es siempre un pasatiempo para alternar lo cotidiano): catalogar sus/mis erecciones con un método nacido de la nostalgia. Ahora, por ejemplo, tiene/tengo una erección tipo Abril. Las erecciones tipo Abril son dolorosas en su urgencia. Una erección tipo Abril es rígida como su rubio cuerpo con vientre de hierro y muslos que podrían partirte en dos. Existe en ella una tensión volcánica que se traduce en la tirantez de la picha del hombre, la piel lisa como la tersa limpieza de un tallo de bambú chino. Las de tipo Victoria, en cambio, son inesperadas, llegan sin aviso y se inflaman a un ritmo acorde con la redondez de las nalgas de Victoria y de sus tetas de bronce suave, sobre las que el hombre se tendía como cuando se recuesta la cabeza en el cojín persa de un café árabe (Victoria y yo íbamos a un restaurante libanés, pedíamos felafel y tambuli, fumábamos del narguile y yo me tendía a medias en el sofá y sus pechos trigueños eran mi almohada). Las tipo Silvia son/eran un bombeo intermitente, una pulsación en la base del glande que tendía y relajaba a intervalos el tendoncillo que aferra la punta, más o menos como cuando le tomaba el miembro al hombre en sus largas manos mientras le acariciaba los testículos y le susurraba al oído: ¿Querés eyacular?

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Pongo la mano sobre mi miembro y, al apretarme bajo la sábana, hay un cosquilleo: saliendo del fondo del cóccix corren hormigas. Una erección tipo Abril. Sí. Pero no están ni Abril ni su risa como un salto de agua fresca ni tampoco su olor a concha amarga y salada en la extensión desierta de mis sábanas y también tengo la vejiga rebosante y ganas de mear. Me levanto para ir al baño, pero debo dar tiempo de baja a mi erección –Abril, igual que Silvia, no me besaba en las mañanas: Abril desviaba la cara, gemía sus ayes hacia un costado, Silvia (que nunca gemía) cortaba el manoseo cuando me sentía resollar y corría al lavabo para enjuagarse la boca–. La verticalidad apenas ha cedido, el chorro sale difícil, amarillo. Apestoso a cerveza. Un espumarajo rellena el escusado.

Quiero ducharme, alcanzar el nirvana bajo el agua. El baño es un horno caluroso de dudas. El piso apesta a desinfectante y cloro pero el agua brota fría. Me bajo por completo los pantaloncillos y dejo florecer mi presión. Empiezo a deslizarme los dedos, en forma de capullo sobre la punta, primero despacio, la mano izquierda contra la pared. Tengo en la cabeza la imagen de la boca de Abril, amplia, refugio de su lengua húmeda, ella inclinada en arco felino, sí, no. Eyaculo con un ronquido. Mi semen forma una especie de mancha lechosa y sideral mientras se escurre perezosa entre los azulejos de la pared.

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Hay una casa, un chalet, un auto afuera, un perro, ruido de pericos y calor tropical. Hay un hombre en la casa que soy yo. El hombre piensa que, a veces, un camino tomado es solo producto de un impulso por complacer: a uno mismo, a un padre selectivo en su exigencia, a la pulsión genital y a la continuidad de la especie. El televisor habla en inglés yanqui de vacaciones en el Caribe: infierno y paraíso en postales de correo.

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Al abrir los ojos ya tenía aún en mis retinas el sueño. En la habitación habían mil libélulas en revoloteo y la pesadilla me barbotaba en el resuello. Todas las noches, las libélulas me trasladan inerme como a un huevecillo inútil. Abro los ojos, abro los oídos, podría abrir la boca y me saldrían a bocanadas, sus alitas afiladas y húmedas en mi saliva.

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Pienso. Es jueves, ¿viernes?, sábado. Estoy en la ducha, en el baño, en un chalet. A las seis de la tarde del día anterior yo echaba la mochila en mi auto. Mi auto es un 4WD Grand Vitara JLX V6 Susuki: localizador satelital de posicionamiento global, vidrios eléctricos, estéreo AIWA CDC-X204 (CD, H-Bass boost, 22 watts potencia media y los espíritus que se encuentran…) y asientos de cuero argentino, pisos alfombrados, aire acondicionado y suspensión independiente con control computadorizado para equilibro perfecto en ruta. Aimón. Seis cilindros en V, veinticuatro válvulas, cámara doble, 2,7 litros, motor de 135 kW a 6000 rpm, torque de 250 Nm a 4500 rpm, con opción alternativa para correr con etanol, amigable con el ambiente y la humanidad: 14 segundos de la inmovilidad total a los 100 KMH. Sorprendente para un todo terreno de ejes cortos. Tiene veintitrés computadoras que regulan el intrincado juego de artilugios electromecánicos, como esclavos inteligentes que hacen a mi auto algo equivalente a unas diez o quince cápsulas lunares Apolo. (Lo compré semanas después del divorcio. Dicen que los hombres siempre buscamos compensar el tamaño –el de la verga, el del salario– la caída del cabello. Es posible que yo solo quisiera darle un topetazo a mi depresión y saber que hay vida después de una firma un acta que disolvía un algo que solo la muerte debía separar. Suena bien en el análisis. Pero quizás, simplemente, es el inenarrable pavor masculino a saber que su pinga es la media exacta del promedio para un hombre latinoamericano o escandinavo: o sea no es grande ni pequeña, ergo, es pequeña por exclusión.)

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¿Puede imaginarse, detrás de la furia de conquista vikinga, un patético complejo de inferioridad? (i.e.: complejo de cortedad). A ver. La sabiduría del salón de espera en un consultorio. Habré leído decenas de artículos haciendo tiempo para mi turno con mi terapeuta. La pila de revistas del corazón, de cocina, fascículos de recopilaciones académicas. De una saqué las palabras de un Dr. Phelpstead, de la Escuela de Lengua Inglesa, Universidad de Cardiff, resumen de una ponencia: “El tamaño importa: problemas peneanos en las sagas islandesas”. Y la recitó ante el Congreso Medieval Internacional, llevado a cabo en Leeds, que no sé en qué parte de las islas británicas está. Sorprende de cuanta información es posible empaparse mientras se espera el turno para divagar. En esas largas esperas de algunos minutos aprendí el truco para volver crujientes las papas a la francesa (dejarlas en remojo antes de echarlas a la sartén), supe que la masturbación masculina es vista ahora como un legítimo instrumento para descargar la tensión, averigüé sobre los poderes místicos de los sufíes y descubrí que Cary Grant dormía sin almohada para evitar las arrugas en el cuello. Pero mi favorita fue la ponencia del Dr. Phelpstead. Aplicar Freud al impulso sanguinario de un pueblo bárbaro y descubrir que semejantes machos se avergonzaban de ser exiguos en su hombría. Decía el doctor: Recuentos sobre problemas con el pene en las Sagas de los Islandeses, arrojaron luz sobre el trabajo cultural del pene en la Islandia temprana, al representar lo que pasa cuando el pene de un hombre no tiene el tamaño apropiado o no funciona totalmente.” Asunto entonces de precaria certeza, creo. En las Sagas de los Islandeses, tanto como hoy, un pene chico (peor aún si no se es capaz de hacerlo más grande en el momento clave) era tamaña cuestión.

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Hipótesis sobre la felicidad hay muchas. Las repasé varias veces en mi fase recuperatoria, ojeando las secciones de autoayuda en las librerías. Algo leí. Entre los estantes, fui comprobando algunas y descartando otras. Entre ellas, la de llevarnos bien con el vehículo orgánico que somos: Mens sana, corpore griego. Sin imperativos categóricos ni achaques morales. Justo sentarse en una mesa de almuerzo en la cafetería saludable de Xirtex. Pan integral de trigo orgánico, vegetales frescos, verduras al vapor y pescado. Mucho omega-3. Felicidad en etiquetas de nutrientes. Aceites monosaturados y agua mineral embotellada. A las seis, natación. Veinte largos: pecho, espalda, crawl y mariposa. Cuerpo de rutina en estado óptimo mientras leo algún periódico: evitar la isquemia predispuesta por los genes (el recuerdo de un hombre no tan viejo, tirado en el suelo, la boca una mueca/gesto que rezuma baba seca… acordes de Debussy como un decorado… el mar, del alba al mediodía). A mí, en aquellos días dorados en Xirtex, la mejora física y personal se me daba como un arte.

Pero admito, que también hice mis desviaciones por la ruta de la riqueza material. Es simple, llana, al punto. Una bala de plata. Un día, entre bocado de pan integral y trozos de lechuga y tomate, ojeo un anuncio, un fósforo de deseo que se raspa y enciende: este carro, y el corazón empieza a galopar triglicéridos, porque siempre se escapa alguno. Sístoles de solfeo en las venas. Al día siguiente, al salir de la planta llevo mi, hasta entonces, fiel Corolla hasta un salón de ventas. Voy dispuesto al intercambio. La traición funciona con las máquinas también. Coup d’état al pasado. Me tiembla la barbilla un poco pero lo mío es decisivo. Luego, en el rubicón de la puerta de cristal, se me aflojan los intestinos. Suelto un pedo de preludio, justo cuando empujo el batiente, el olor impulsivo que viene del metano nervioso me persigue adentro, puedo decir que me acaricia envuelto en mí ante la maravilla: siete hermosas camionetas como las de la publicidad, ahí, en exposición abierta para mi disfrute. Siete promesas que brillan satisfacciones metálicas. La vendedora se me acerca. Es una tipa de unos cuarenta y tantos en traje sastre rosa, que se ha maquillado mucho y sonríe aún más. Ni siquiera el hedor de mi pedo (lo veo flotar ante mis pupilas) le contrae un músculo de la sonrisa entre patas de gallo. Tiene los dedos cubiertos de anillos de plata, como las manos de Abril. Paseamos entre los modelos, oteando el interior confortable de sus asientos, los tonos brillantes de los pulcros motores, mientras me delibera las cualidades de este y el otro, pero yo voy por modelo negro, con aros de magnesio y policromado en los vidrios. Dije: Ese. Es solo una hora y media más de papeleo, con autorizaciones bancarias y firma de compromisos y certezas. Me lo entregaron dos semanas después y lo estrené con Victoria y su piel de aceituna. Vinimos a este mismo chalet.

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Así que hoy estoy aquí, en un baño, solo en un chalet en la playa, y ayer a las seis de la tarde estaba de lo lindo en mi jumera de seis tragos de ron, en mi apartamento, esperando por la llamada de Abril que no llegaba. La tarde de un día normal hubiese sido: natación a las 6:00 de la tarde, ducha, comer a las 8:00 de la noche un sándwich bajo en calorías o un yogur con cereal en la cantina del gimnasio, mientras me esculcaba a las chicas en leotardo haciendo step y tae-bo sobre el piso, conducir luego a casa con espíritu de sosiego y triunfo, poner un disco compacto en el lector al llegar, ir a mi minibar por un ron con coca pero sin limón, navegar un poco por internet y esperar a que Abril me enviase un SMS o apareciera por el chat para coordinar la velada. Esa era mi vida/bendita de hace cinco noches (ciento veinte horas: 432 000 segundos, diría el flash de bolsa de CNN), de hombre responsable y maduro, físicamente conservado aunque algo calvo, con un trabajo de puta madre y una novia joven que prefería el chat y los SMS antes que el teléfono.

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Salgo de la ducha, me siento sobre el escusado, entorno los ojos, mi cuerpo expulsa vaharadas, vapor condensado que brota de mi piel. Respiro: exhalar, inhalar. Relajarse según el método de meditación que aprendí con Silvia, durante nuestra exploración orientalista. Amanecer (¿puedo percibir un sol nuevo y naciente?). De mi camiseta, tirada a mis pies, llega un aroma a transpiración y toxinas. Restos de alcohol. Por entre la hendija de mis ojos búdicos puedo ver las trazas de mi esperma que sigue deslizándose lentamente por la pared, como babosas blancas y pálidas que buscan refugio en el piso, pero yo me concentro en el zumbido en mi faringe, en su trasegar de aire, adentro y afuera: aspirar, soltar. Contar el influjo y disminuir el pulso. Una última espiración y levanto los párpados. Quiero pensar que estoy bien.

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Introspección. Atrapar el recuerdo de la mano larga de Abril, de sus dedos anillados y expertos, de su sonrisa satisfecha mientras me acariciaba mis huevos tibios, colgando en el escroto feliz. Esto es lo que cargo en mi Susuki: una mochila con mi ropa, un nuevo teléfono celular con pantalla a color, dos cajas de seis condones, una caja de cereal, una selección de los Ensayos de Montaigne (enamorado de su señorita de Gournay, treinta años más joven), un portadiscos de cuero imitación con algunos CD (estaba The Inner Mounting Flame, estaba Dire Straits (el álbum epónimo), estaba Pet Sounds, estaba Rising, Yves Montand en el Olimpia 81, discografía de adicto), eso y dos botellas de agua mineral, un neceser repleto de aspirinas, más condones y bronceador, una biblia sobre Linux, el libro sobre estructuras avanzadas de microprocesadores de Hennessy y Patterson, tres números de una revista del Instituto de ingenieros electricistas y electrónicos, la foto de mi hija Sofía con sus rizos y su uniforme albo y azul de escuela (sus dos ojos negros que me retan desde el espejo retrovisor), un par de bermudas que planeaba cambiarme por el jeans en la noche pero que luego olvidé sobre el asiento trasero del automóvil, eso y un disco mix nostálgico, algo de Miguel Mateos, de una famosa cantante de corridos mezclada con Manu Chao y Miles Davis y en la guantera la foto de Abril con el torso desnudo: sus pechitos como fuentes de agua que tintinea. En el piso de mi carro, está tirada una libreta de papel hecho de celulosa de plátano y una envoltura de papas tostadas.

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Xirtex, hasta hace un lunes, era mi lugar de trabajo. Abril era mi amante y novia veinteañera y Bill era mi jefe. Hace una semana yo era un hombre salvo y convencido, de que la vida era un carrusel que siempre sube a pesar de alguna ínfima bajada, y de que su alegría era real y sólida como el tungsteno: era asunto de buscarla con cuidado entre las filigranas de minúscula actividad diaria a las que nos condena la existencia y los tres venenos lamaístas (por un tiempo hice mi tarea con mi ex, sentados frente a un maitreya, buscamos aprehender el vacío y el fin del sufrimiento; luego ella se antojó de la Cábala). Hace un lunes Bill me llamó a su oficina. Hace un lunes yo no sabía que estaría aquí, sentado sobre un escusado, masturbándome, pensando en Abril (las revistas del consultorio de mi terapeuta diagnosticarían: usando la excitación sensorial para descargar la ansiedad).

Alfonso Chacón Rodríguez. San José, Costa Rica, 1967

Se graduó en Ingeniería Electrónica en el Instituto Tecnológico de Costa Rica en 1990, donde ejerce como profesor desde 2002. En 2004 obtuvo el título de Magíster Literarum, mención en Literatura Inglesa, por la Universidad de Costa Rica. En 2008 se doctoró en Ingeniería Electrónica en la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Publicó su primer libro de relatos, El reloj maldito, en 1996. Dos años más tarde, el volumen Cuentos improbables le valió mención de honor en el concurso literario UNA-palabra de la Universidad Nacional de Costa Rica. Ha escrito tres novelas: El tiempo en los ojos (2000), Cuando los ángeles juegan a la suiza (2003) y El luto de la libélula (2011, galardonada con el Premio Aquileo J. Echeverría de Novela).