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El listón de tu pelo

Mujer con pistola. Foto por Sofia Sforza en Unsplash

Mujer con pistola. Foto por Sofia Sforza en Unsplash

La infelicidad es idéntica para todos.
Eliseo Alberto

Al despertar, la melancolía te golpea en la cara e inmediatamente te hace recordar las piernas de sirena de tu amante, largas como tardes de verano. Aún no han pasado más de setenta y dos horas y la sigues idealizando. Tu cuerpo acostumbrado a estar entre los brazos de una Eva madura se tuvo que conformar con el recuerdo de aquel paraíso en ruinas. Estuviste pensando toda la mañana hasta que el calor se hizo insoportable. Después de lidiar con los fantasmas del pasado que se negaban a morir en tu interior, por fin tomaste esa última decisión. Sería la primera vez que harías algo así, pero si salía bien todo habría valido la pena. La soledad nunca ha sido buena compañera, menos en un infierno como ese, la peor de todas las compañías posibles es una cabeza vacía de sentimientos y una pistola llena de ideas suicidas. 

Después de abandonar los sueños e ilusiones debajo de tu almohada, volteas y notas el vestido color sandia al lado de la cama, se vuelve inevitable recordar qué era lo que más te gustaba de ella, por supuesto, sus carnosas nalgas. Las noches sin luna en las que la fosforescencia de su piel te hacía soñar y renacer en ese triángulo de las Bermudas. La conocías a la perfección. No te era ajeno cada rasgo de su cuerpo. La circunferencia de sus pezones rígidos y taciturnos los cuales te gustaba saborear. Aquel sexo surrealista que te recibía religiosamente y gracias al cual el pecado era el pan nuestro de todos los días. Sus barrocas caderas a las que te aferrabas para no perderte en este sueño que muchos llaman vida. Ahora sólo quedan palabras que dibujaban su sombra recostada en esos campos de plumas. Suspiras.

El olor del café veracruzano emitido por la destartalada cafetera francesa esa fría mañana de agosto, te hizo vislumbrar que había toda una red de posibilidades; sin embargo, al final elegiste sólo una. Quizá no la mejor, pero sí la más sensata. La que en el fondo te hizo el hombre más feliz del mundo en ese jodido momento. Sonríes. 

No era casualidad que llevaras una vida cobrando en cheques si en la mayoría de tus trabajos como ghostwriter las empresas contrataban los servicios de un outsourcing con el fin de evadir impuestos, por ende, conocías los horarios de cada uno de los bancos que existían en la ciudad, algunos cerraban a las cuatro en punto. Sólo dos extendían su jornada laboral hasta las cinco de la tarde. Debías llegar a las cuatro y media para evitar sospechas o contratiempos. Casualmente en esa sucursal las veces que fuiste a cobrar nunca hubo guardia o policía cerca ni tampoco a la redonda. La única seguridad eran un par de cámaras colocadas encima de los cajeros, cuatro distribuidas en las esquinas de la sala de espera y otras tres empotradas en las dos únicas ventanillas. Sólo había una entrada que era a la vez salida, de modo que, eran pocas las opciones para que algo saliera mal. Piensas. 

Primero dudas y luego remueves el interior del cajón como si esperaras no encontrar esa reliquia familiar, la observas para segundos después incorporarla al mundo. Ese viejo revólver que debiste de haber vendido hace ya mucho tiempo, sobre todo porque ella te lo pidió unas veces hipando, otras en tono de reclamo, que esa “cosa” sólo traería penas y desgracias, hasta que una tarde, después de hacer el amor y terminar en sus dulces labios, te contó que su padre se había volado la cabeza un día antes de su decimotercer cumpleaños. Le prometiste que a la mañana siguiente antes de irte a trabajar lo llevarías a una casa de empeño y asunto arreglado, aunque fue otra más de tus acostumbradas mentiras de escritor ella siempre creyó en ti. Giras el tambor vacío como si de una ruleta se tratase y sin esperar apuestas todo al veintisiete rojo antes de colocar los seis tiros, no necesitaras todos, en el mejor de los casos. Apuntas.

Por un momento la duda surge y en un instante se apodera de tu mente y de cada uno de tus pensamientos. Quisieras que todo esto fuera una pesadilla producida quizá por la culpa de un Dios bipolar, pero no. La ansiedad mezclada con la incertidumbre te hace vislumbrar los peores escenarios posibles y en todos ella está cogiendo con otro hombre que no eres tú.  Esa dulce sensación te destruye por dentro al pensar que ella se entregaba por obligación y no por placer. Te consuela el mero hecho de saber que contigo era distinto, sin embargo, es inevitable no pensar en las escenas de sexo que comienzan a desfilar frente a tus ojos en cámara lenta. Si existiera un premio Oscar a la mejor película imaginada tenlo por seguro que serías el indiscutible ganador en la mayoría las categorías. Mejor soundtrack: ella inventa fonemas que acarician el silencio y hace posturas que hasta la mejor gimnasta envidiaría. Mejor actriz principal: aunque su flexibilidad no te sorprende, te excita. Mejor fotografía: de su vellocino negro escurre una mezcla afrodisíaca de semen y poesía. Mejor trama: la primera vez que engañó a su marido contigo fue hace dos años, en mayo, al encontrarse en la inauguración de la exposición de Duchamp y Koons, en el museo Jumex. Ambos bebieron demasiado y sin esperarlo ella te dijo que esa noche no quería dormir sola ni mucho menos terminar en su mano. Sus labios firmaron el contrato. Después de eso no faltaban los mensajes de texto por las madrugadas, las llamadas a escondidas, las citas ocurrían dos veces por semana y siempre en tu departamento. Tomas tu celular y marcas un número pero nadie contesta al otro lado de la línea. Te sientes como si esa mujer se hubiera ido a un país lejano sin despedirse. Maldices. 

No recuerdas en qué momento comenzaste a fantasear que ella también debía de coger con otro hombre, claro, con su marido. Te gustaba imaginar las cosas que posiblemente habría hecho con él y por eso, cada vez que algún vestido abandonaba aquella delicada piel ámbar, ponías toda tu atención en las huellas que dejabas alrededor de sus pezones, las marcas en sus hombros, los moretones en sus nalgas. El diablo está en los detalles y lo sabes. Ella siempre cerraba los ojos mientras tú comenzabas a besar cada parte de su cuerpo y tus dedos sordomudos se adoptaban a las medidas de esa amazona indomable. El placer de sentir sus redondas nalgas chocar contra tu firme ariete y ese movimiento de caderas que más de una vez te hizo perder el suelo te volvía loco. Te gustaba ponerla en cuatro, no sólo para poder sentirte su único dueño o el que mejor se lo hacía sino también porque podías meterle todo tu orgullo una y otra vez hasta hacerla pronunciar fonemas antes de terminar deletreando el infinito. Disparas.

Una tarde llegó a tu departamento sin avisar, con un moretón en el ojo izquierdo, el labio partido y lo que quedaba de un vestido color sandía pero ahora decorado con restos de celos, sangre y alcohol. Te confesó las ocasiones en las que su marido llegaba más borracho que encabronado, sin embargo, había días en los que sin motivo aparente comenzaba a discutir por cualquier tontería hasta terminar reclamándole cosas del pasado. Un hombre casado puede llegar a saber cuándo su mujer lo engaña, lo nota desde la forma en que lo besa hasta la manera en que hacen el amor después de pelear y él sospechaba que ella tenía un amante, sentía que los cuernos le llegaban al techo cada vez que la veía desnudarse antes de entrar a la cama, así que las monótonas peleas poco a poco se extinguieron dando paso a los golpes. Esa ocasión fue la peor. Ella mencionó que lo único que recordaba era el sonido de su cabeza chocando contra el piso, quizá el puño de su marido por fin había encontrado el camino correcto contra su cara y segundos después perdía el conocimiento. Cuando logró volver en sí, tomó un Uber con la única dirección en donde podría encontrar consuelo y sentirse segura. Antes de quitarle tu vieja camisa le soltaste aquel listón de su pelo negro que se perdió entre la diversa ropa que decoraba tu cuarto de escritor. Esa noche su cuerpo reflejaba las marcas de ron y furia de un marido celoso y estúpido.  Recuerdas. 

Dicen que lo peor de la vida es que nunca se acaba. Esa mañana le contaste tu plan: debían escapar juntos, uno de tus amigos tenía una casa en Tijuana y podrían vivir un tiempo antes de cruzar la frontera e ir a Canadá. Ella te dijo que antes debía pasar a su departamento para recoger un poco de ropa así como algo de dinero en efectivo, a esa hora su marido tendría que estar trabajando y era poco probable que llegaran a encontrase. Fue la última vez que sentiste el calor de sus lindos labios en los tuyos. Horas más tarde su marido confesó que había encontrado su cadáver en la bañera esa misma noche. No tenía idea del por qué su mujer decidió quitarse la vida. Él la amaba y estaban intentando tener un bebé. La noticia salió en cadena nacional. Los resultados de la autopsia confirmaron el suicidio y las tres semanas de embarazo. Días después la prensa sólo le dedicó un par de columnas al caso. Un triste y solitario final a la mujer de tus días. Lloras. 

Te guardas el revólver en la cintura, de tal manera que no se distingue. Te pones la chamarra de piel que compraste en Morelia la segunda vez que se fugaron durante un fin de semana. Prendes un Delicado. Intentas disimular pero no hay vuelta atrás. Caminas hasta la parada del camión mientras tus pensamientos vuelan hasta esa última ocasión en que ella se desnudó frente a ti. Al entrar al banco, te formas en la primera fila, la que no es para clientes exclusivos. Por la hora, la sucursal está semivacía, sólo hay un hombre de la tercera edad con un bastón de madera formado en la fila de clientes preferentes y una joven pareja sentada en la sala esperando su turno para hablar con alguno de los imberbes ejecutivos. Cuando llegas a la ventanilla, una chica pelirroja y con escote pronunciado te sonríe de forma pícara detrás del vidrio. Le entregas el cheque endosado con tu firma mientras buscas al gerente con la mirada. A los cinco minutos aparece un hombre con actitud soberbia, de estatura promedio y unos 90 kilos, pelo chino, ojos saltones, papada visible y algunos rasguños en la cara, lo reconoces después de haber visto su feo rostro en la televisión y no por la última vez que los encontraste en el Soriana y pasaste a su lado aunque ninguno de los dos te vio. Tu hombre intenta calmar al viejo quien ha tomado una actitud arrogante y no deja de señalar con su bastón, al mismo tiempo que maldice, a uno de los empleados de la última ventanilla. Es la oportunidad perfecta, te dices. Piensas en ella, en su sonrisa, en su aroma después de hacer el amor y la circunferencia de sus nalgas. El revólver se adapta a tus dedos y parece una extensión de tu cuerpo. Apuntas a la cabeza del gerente mientras caminas hacía él. Sonríes al ver la expresión de terror formarse en el rostro de ese cabrón cornudo que te recuerda a más Diego Rivera que a Jean Paul Sartre. Ambos voltearon al escuchar tu voz implantarse por encima de los gritos del anciano. Le preguntas por su exmujer y sin dejarlo hablar le mencionas que ella no se habría suicidado sin un motivo aparente, ya que esa mañana tú la dejaste en la entrada de la unidad residencial y sólo pasarían unas horas antes de volver a verse con la finalidad de escapar y ser felices porque ella te amaba. Él sonríe como si acabarás de contarle un chiste. Cortas el cartucho y antes de poder apuntarle el viejo del bastón se te adelanta y lo golpea brutalmente en la nuca partiendo su cráneo como si este fuera de cristal mientras alguien, detrás de ti, coloca el cañón de algo parecido a una beretta en tu espalda y te grita que no te pinches muevas o te carga la verga. Te desarma antes de dispararte a quemarropa. Sientes como esas tres balas se refugian en tu interior. Un improvisado asalto ha comenzado dentro de la sucursal. Después de maldecir un último recuerdo viene a tu mente; la primera vez que ella se montó en ti, su cabello le cubría los pezones cafés, te gustaba envolver tu mano en él, aunque esa ocasión, ella terminó por amarrar su peló con un listón rojo antes de pronunciar un “te quiero”. Sonríes.

Despiertas en un hospital. El suero está por terminarse pero es cambio de turno y las enfermeras de la tarde aún no han llegado. Alguien prendió la televisión pero bajó todo el volumen. En la pantalla aparece el asalto al banco, la muerte del gerente y sólo te repites que lo peor de la vida es que nunca se acaba. Duermes.

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