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El libro de los sicarios

Foto de Mishaal Zahed مشعل زاهد en Unsplash

CARLOS PÉREZ VIZCAÍNO (JALISCO, MÉXICO)

Vine a Morelia porque me dijeron
que aquí vivía Hipólito Blanco,
me lo dijo mi padre mientras nos metíamos
en las peleas de otros y ganábamos por ninguno.
Se mataba bien, se perdonaba peor.
El heroísmo pasaba volando
por esas calles, igual que el miedo,
que son hermanos, se sabe.
Tenía manchas de sangre
en mi camisa, tenía el libro de un poeta ruso
al que mi padre conoció
en un destierro del que aún no vuelve.
Me pagaron para que matara
a algunos carniceros,
díscolos de la frontera, de todas,
y lo hice.
Me pagaron para que renegase
de las cosas que pueden ser recordadas
con exactitud: la muerte de una bestia
sin entrar en acción,
la honra que despide
un policía de los barrios bajos.
Siempre voy donde mis deseos
comienzan a parecerse
a los de mis enemigos.
Quizás lo que terminé tampoco sea real:
inundar los sitios donde hay hombres
que deben morir sin aceptar plegarias,
para que los criminales sean absorbidos
más allá de tu mismo límite.
Eso ocurre en las historias
que vienen después:
un ciclo espontáneo, que a mí
no se me da, tampoco a mi padre.
Yo vine a Morelia porque
Hipólito Blanco mataba a los míos,
que eran unos pocos,
pero de muchas partes.
No se puede reconocer
una distancia más cercana en tu trabajo
de reconocer un ruido lento
en tus ganas de hacer mucho ruido.
He visto envejecer a mi padre,
he visto su identidad de asesino,
como la mía,
marcar bandos incomprensibles,
esa insensata lengua que traga todo:
la flema de miedo,
una excreción de soldados
que solo sirven como fantasmas
en un día de fiesta.
Así estuve, usando la nostalgia
de muchos muertos
para que otro matón se entretuviese
en una oscuridad ya descubierta.
Vine a Morelia porque
me dijeron que de cualquier modo
podía perderme,
podía confiar en desconocidos,
aun si pretendía vigilar una tumba,
solo para que los paraísos
fueran humanos por última vez.

JERMAINE MOALA (COLORADO SPRINGS, ESTADOS UNIDOS)

Dejo en reconocimiento que maté, años ya,
a un servidor de la corte, dado por soplón.
Los artefactos de su supervivencia
quedaban expuestos
como al soldado que le disparan
al llegar de la guerra.
Maté por ínfima paga (más bien por placer,
por una consigna de pudor)
a un tal Neil DeLuca,
que había violado a una señorita
en el condado de Halifax,
en la húmeda Virginia.
El hombre se montaba con tales demonios
entre los continentes de testigos baratos.
Esos no fueron los únicos,
pero no voy a desgastarme
haciéndome pasar por inocente
(los inocentes la palman siempre a la mitad).
No lo soy, o sí, en una devoción que solo
a pocos pertenece.
Cambian los instrumentos de paz,
y queda inamovible la rigidez de la justicia.
Hay un pelaje oscuro expuesto al sol,
y nada acompaña mejor que preguntarnos
si habrá en alguna parte
un mundo más extraño que este.

ERNIE VABRA (SAN DIEGO, ESTADOS UNIDOS)

Colecciona muertos, múltiples,
entre las figuras que parecen
ir hacia un barrio fosforescente,
el mismo donde habitan
tiradores de máuser y prostitutas eslavas.
Mientras colecciona,
paga por heroína barata
(la que un ex marido de señorita top
vende en callejones liosos).
Lo que ocurrirá mientras caza
y nace su adicción
hacia un deseo de atravesar
las voces enfermas que lo persiguen,
noche a noche,
donde quiera que se esconda,
muy cerca de meterse dentro de su propia,
y más desnuda, colección.

LOS SOPLONES (NAGOYA, JAPÓN, 1974)

El método sobrepone la anarquía del muerto que te pertenece. A quien matas se vuelve tuyo, tu familia. Ya no serían extraños el uno para el otro. La vida los puso en un mismo lugar. No te molestes en desconocerlo.

LOS SOPLONES (AMBERES, BÉLGICA, 2011)

Me habló de Jules y dijo que Jules
mataba bajito (lo que era ilustración de plenitud,
temporada de acoso, oda a un rasgo fúnebre).

Dominic astillaba cuerpos,
los deshacía, fijados en humo,
huellas convertidas sobre
sitios subterráneos.
Ponía un pie, ponía un oficio.

Una florida disensión de personajes.
El del espíritu suave.
Uno que deseaba cruzar la frontera, y la cruzaba.

LOS SOPLONES (MONTREAL, CANADÁ, 2019)

Le había arrancado con mi Stevens de dos cañones, calibre 12, unos palmos de piel en su cabeza. No me parecía suficiente, así que comencé a culparlo de pensar como un hombre vivo, detalle insignificante, una miniatura de carne, un viejo sueño erótico, una voluta de snuff que no deseaba protagonizar, el brote de la saliva que brotaba como razonable exorcismo, el deseo por marearse dentro de un juego de símbolos infantiles, la gente que le dejó contrarias reconciliaciones, y Montreal, porque ahí fue donde comenzó (y terminó) todo.

LOS SOPLONES (CURITIBA, BRASIL, 2013)

Un asesino reemplaza a otro asesino y se acompañan de similares pedazos de cosas muertas:
libro
religión
país.

Un asesino lo que puede es tatuar la imagen que lo desplaza hacia otro asesino. Límites en la penumbra. Una gran caída.

ÉRASE UNA VEZ EN MÉXICO

Estuve en Nogales, un bar maléfico
de guatemaltecos y hondureños
(que se llevaban como las consignas
de cada parte), anclados, sin poder irse,
sin algún regreso.
Yo deseaba ser más o menos semejante
a los pistoleros de mi generación,
encontraba chicas del puerto,
las arrastraba a recónditos paraísos,
olíamos mal, ellas y yo,
como pueden oler los asesinos
que nadie conoce.
Allí saqué mi revólver y vi la sangre
desplazarse como una culebra
intranquila, alcancé a ganarle
la partida a machitos
que parecían no pisar la raya
que desune a inocentes
de tipos con suerte distendida,
alcancé a crear una metrópolis
que era invento del lenguaje criminal
para reconocer que un asesino
solo ocupa formas aparentes.
No era placentero mirar los cráneos
devastados, el bosque lleno de cuerpos,
la novela que teñía los periódicos insoportables
de cada mañana.
Mientras tanto, Dios no me dejaba llorar,
en la llanura o frente a un municipio
desprendido de un mapa de cosas
vivas
o que no querían morir.

SANDRO VEROSSI (TRIESTE, ITALIA)

Doscientos cincuenta años de prisión
me esperan por haber dejado sin vida
al hijo de cierto funcionario
de la mala justicia en mi país,
por haber sobrevivido a decenas
de embocadas a uno y otro lado,
por decir en una entrevista que yo
era inmune al estado, a las cínicas
leyes con que se pertrechaba el estado,
por decir que Dios me echaba
una mano de vez en cuando,
cosa que a mí no me parecía
tan irreal, pero a curas, pastores,
hombres de seminarios,
feligreses alicaídos o sangrones,
les puso sus gritos casi en el cielo,
que era confrontar una metáfora
en la que yo no creía demasiado,
a pesar de que a Dios
yo no le caía nada mal.

HUGO MINGUELA (BADAJOZ, ESPAÑA)

Era lo bastante bueno
para no acertar
durante demasiado tiempo,
tan perfecto para colocar
un ojo en la bala,
una bala en la cabeza de nadie.

ARNAU MARTÍ AKAPO (BARCELONA, ESPAÑA)

Bebí unas pocas cervezas y salí tras Siscu, que había robado a un tipejo enclenque y con mucha pasta en la zona de Cádiz. Era pelea entre colombianos emigrantes. Un gato contra un gato casi invisible. Los gatos roban. Los gatos traicionan. Los gatos trabajan de noche. Y eran gatos colombianos. Yo no pertenecía a ninguna parte (madre guineana, padre catalán), y, de cierto modo, comencé a detestar a todos los animales porque lo que un animal hace es fijar demasiadas complicidades con uno, y eso te pone débil. No esperaba milagros. No esperaba peor razón para ir tras un desalmado que unía los parentescos que escondía conmigo. Y eran muchos. Después llegaban las cervezas, después la noche. Un gato se cruzó conmigo, un gato casi invisible.

TYLER CERVENKA (DETROIT, ESTADOS UNIDOS)

Nací dos veces: fui niña en Detroit, niño en cualquier otro lugar de Michigan. En los dos me pagaban para que liquidase a tipos sin identidad. (La identidad es una forma de mentira, pero en desuso, decían). (La identidad es la pérdida del deseo por cosas ajenas, pensé yo). No era necesario creerles. Las identidades mienten, y cuando las metes en un hueco, bajo una tierra negra, o rojiza, ellas comienzan a recobrarse nuevamente. Creo que es condición de algunas especies: el estado salvaje del mundo. En Detroit, en Michigan. Hembra, varón. En una oda de pago que no tiene mejor identidad que la de un arma y un cuerpo acercándose a tener, por fin, un irremplazable significado.

JARROD GURKA (LOWER MANHATTAN, ESTADOS UNIDOS)

Yo andaba en moto por las calles de New Jersey con una Browning recortada, matando a imbéciles por unos cuantos dólares. Me hundía en las callejuelas donde traficaban cualquier polvo los chicos más insolentes jamás vistos. Con algunos hablé, en el condado de Gloucester, en Mansfield, con algunos intercambié las frases que parecían copiadas de The Wire. A Algunos les advertí sobre cambiar el rumbo. No solo hablaba para ellos, también lo hacía para mis balas, que tenían (justo es decirlo) un deseo de que ninguna cosa quedara a medias. No era mi culpa que las contaminaciones barrieran a grandes ciudades, que los emporios fuesen de una minoría que los tipos como yo debían cuidar, que cuatro ricachones limpiaran sus vergas encima de concejales, alcaldes o buitres de la DEA. Yo no esperaba lavar el cerebro de mi nación porque mi nación no tenía cerebro, una verga sí, una gran verga nacional.

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