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El juego de las estrellas

Cartas del Tarot

Hasta ese momento no creí en las profecías.

Un mes antes había sentido que se unían sobre mí el cielo y la tierra, y que yo era aplastada por un complot universal, hasta que me senté frente a una experta en cartas astrales. La mujer encendió dos velas y un incienso, me hizo tres preguntas y luego habló de algo que podría definir como poesía marciana. En resumen, aseguró que mi destino daría un vuelco en cuatro semanas y pensé que quizás las estrellas no eran sólo sibilas de la decepción. Lo comprobé cuando abrí la puerta de aquella casa en el DF y vi sus ojos verdes, uno más verde que el otro, uno más pequeño que el otro, uno más poblado de pestañas que el otro. Me detuve allí hasta que él me devolvió el atrevimiento. No se interesó en mi nombre ni mi nacionalidad; pero indagó sobre mi profesión. Al parecer, creyó que pertenecía a los asuntos secretos y acabó confesándomelo: “es que en Cuba vendí moringa ilegal”.

Mientras, su hermana hacía té de esta planta para los invitados y mi amiga uruguaya conversaba con otro cubano en el extremo opuesto de la cocina.

Yo sí le pregunté el nombre, que sonaba a aloe vera. Primera resonancia. Acá resurgió la bruja, digo, la astróloga, como un arcángel de la adivinación. Mi vida se cerraba y yo tratando de concentrarme en la mejor forma de exterminar un conglomerado baboso de espacios vacíos.

En tanto, él puso su mano en mi espalda sin ningún asomo de morbo –aún-, sino con actitud de mesías.

Me bebí la moringa que parecía contener 18 grados de alcohol porque después del segundo trago algo cambió entre él y yo, del resto ni me acordaba. Y aquí comenzó él a desplegar su lado místico: historias de diosas hindúes, patakines afrocubanos, relatos sobre Quetzalcóatl, citas del Evangelio de San Lucas… “Es que soy, la verdad, un poco New Age”, se autodefinió, y luego sonrió achicando su ojo de escasas pestañas que contenía en sí un holocausto wagneriano, o quizás era mi imaginación.

Todo bien, pero no estaba dispuesta a caer tan rápido, por eso desaparecí media hora después dejando atrás a la uruguaya y la moringa. Creo que había transcurrido media hora o bien dos, tres, un milenio, pues uno nunca sabe con exactitud qué significa el tiempo, y él tenía la forma clarísima del destino.

Salí a la calle. Hacía un frío del demonio en aquel agosto mexica. Me subí al pesero. “¿Te lo hubieras imaginado?”, me dije en lo que comenzaba a entender la vida como una conexión de azares, como el polvo de la luz, como la totalidad de un cosmos misterioso e inescrutable en el cual nuestras pequeñas aventuras cotidianas son un chisporroteo de energía que contiene en sí otro universo molecular.

Transcurrió una semana en la cual todo se agriaba dentro de una sustancia amarga brillante que iba quemando cicatrices muy antiguas.

Lo próximo de lo cual vengo a tener memoria es de un personaje encapotado que apareció en la lectura de poemas a la que me habían invitado en la Colonia Roma. Aquel Peer Gynt estaba metido en la sesión de libros de arte japonés cuando llegué sacudiéndome el ácido que cae del cielo en esa ciudad. Pero no, la lluvia no sirvió sino para distraerme, porque resulta que el primer integrante del futuro auditorio de poesía que se iba a dar cita allí, el personaje ibseniano, no era otro que Vera. Sin dudas había comenzado a perseguirme. Me miró y pensé que nunca más existiría en otros ojos que no fuera aquellos, que también tenían espinas y rayas.

Al final de nuevo me escabullí y luego lo contacté por ese medio universal, asesino de teorías del reencuentro y poderes de la mente que es el Facebook. Su foto de perfil era un punto negro en explosión.

“¿Qué signo zodiacal eres?”, pregunté, yo, que no tenía la menor idea de esas cosas ni de lunas negras, equinoccios o recorridos del sol, pues para mí las estrellas ocupaban un lugar cualquiera en la nata aburrida del cielo. Pero he aquí que con tantos embates, cuando él contestó, “Sagitario”, volví a ver a la astróloga en mi casa de La Habana diciéndome las señas de mi salvador.

O sea, ya está, su respuesta es definitiva.

Y ahora que todo era cierto, me sentí perdida.

¿Qué hacer?

Nada. No es necesario hacer nada y él lo entendió, así que una noche de sábado nos fuimos a beber a un sitio de Coyoacán. Nos sentamos frente a frente. Mi mesías comenzó a hablar de artes plásticas, que era lo suyo, y luego de poesía, que era lo nuestro.

Corte A: Yo encarnando Psicosis a las 4.48 en un parque del Vedado un mes atrás, cuando lo del complot universal.

Pero ahora quería aprender todo sobre los diálogos con las estrellas. Si ellas hubieran sido más claras desde un inicio, cuánta cosa me hubiese ahorrado. En tanto, Vera hablaba sobre los dioses y el mezcal hizo el resto.

Nos paramos a bailar música cubana como dos nacionalistas, porque aquella melodía nos pertenecía y queríamos hacérselo notar a los descoordinados cuerpos aztecas que nos rodeaban, a pesar que jamás me había gustado esa actitud. —He sido un poco snob y esto no debe ofender a nadie porque ya está casi anulado y de manera espontánea la palabra “compañero” que siempre nos fue un poco ajena—.

Y vuelta y vuelta de salsa, y una mano —mía— por su hombro y otra mano —suya— por mi cadera. Era evidente que el mesías se había propuesto llegar pronto a la escena de la Pasión, así que salimos del sitio como dos bolas de billar, rebotando de árbol en árbol, hasta que dimos contra la puerta de Frida Kahlo.

Justo allí se me ocurre decirle que la luna era redonda y a él le estalla la lujuria con sus ojos verdes como estacas sobre mis pobres, ordinarios, chiquitos y embriagados ojitos pardos.

Corte B: Vivo en Coyoacán desde hace un mes, a unas cuadras de la Casa Azul, y espero a Vera que viene a lo lejos con un ramo de flores. Las cosas suceden exactamente como era debido, ¡por una vez!, mientras yo hundo mi dedo índice en el flan que él había preparado antes de salir. Entonces, abre la puerta hasta el límite —lo tenía muy estudiado— en el que la madera no pega contra la cazuela llena de caramelos para Elegguá.

Sé que no estoy enamorada porque lo miro todo y trato de captar cada detalle, cada objeto, y lo coloco en un sitio muy definido de mi mente. Pienso en eso mientras camino por las calles del DF, una ciudad en la cual uno nunca debería distraerse. Por tal motivo coloco mal un pie y —en—cámara—lenta— me res-ba-lo-aleteo—una mano parece dispuesta a salvarme–la mano ondea—la mano salvadora, la mano mesías, la mano vera—la mano aloe vera— resbala—mi mano escuálida da contra el suelo y se me rompe el cúbito y el radio, y los tejidos adyacentes.

Primer plano: dolor. Dolor intenso, desconocido, tremendo.

Pienso en la astróloga mientras me llevan al hospital. Siento que me lleno de energía, que me expando, vuelo, me transformo; pero esto no es ficción aunque comienzo a ver al ajolote que asciende por mi cuerpo como si yo pudiese alimentarlo. Por último, después de las radiografías, un equipo de batas blancas me atiende y cuando se enteran que soy pobre, sugieren que regrese a mi país lo más pronto posible. México me expulsa como a una criatura inservible.

Pero, ¡¿cómo la astróloga no me va a decir que algo así sucedería?!

Obviamente doy por sentado que lo supo y calló.

En eso surge el mesías con sus ojos que parecen resolverlo todo. Me lleva a casa, rezamos a Elegguá, a Ometéotl, a los dioses hindúes y tomamos té con mi brazo en cabestrillo.

Hay un largo plano secuencia de Vera que en lo adelante se dedica a cuidarme como un padre que nunca desconfía de la verdad que existe en su hijo, el objeto creado. Esto significa, bañarme, darme de comer, desenredarme el cabello a pesar de mis gritos, cepillarme los dientes, alcanzar lo que mi mano quebrada no puede, colocarme las medias y las botas, y cantarme melodías medievales de Japón—esto fue lo peor—.

Hay algo místico e inoxidable recién descubierto, por eso él nunca se detiene, no así la luz, que pasa por encima de nosotros, acorta los días, acelera el viaje.

La maldita luz me lleva al aeropuerto.

La despedida es rápida, como debe ser. El drama está ausente porque aquí no hay pérdidas, nada acaba —según la astróloga— y yo arrastro la maleta con una mano, la otra, en cabestrillo. No puedo decirle adiós.

He leído que los amantes se atraen por razones biológicas, coinciden en su información genética. Recuerdo que Vera a menudo padecía dolores de estómago como yo, y en ocasiones tomábamos té de árnica y comíamos trozos de sábila que comprábamos en los yerberos de Coyoacán.

Time-Lapse: Llego a La Habana, me hacen una segunda reducción porque el hueso ha soldado mal. Cien imágenes de mi cara contorneándose en todas las expresiones posibles. Escucho palabras que parecen venir de un más allá y pienso que son mis miedos. Transcurren dos meses de fisioterapia y un montón de nubes blancas por encima de mi casa en el Vedado.

Caigo en una especie de resaca del dolor.

No tengo conciencia clara de mi espacio. Me desnudo lentamente. Soy como una estatua, una cosa blanca y resistente, y un poco fría. Sobre mí resplandecen muchos instrumentos. Noto cosas nuevas que no desearía ver y cuando miro en derredor observo personas que parecen llegadas de un más allá, no de esta vigilia perenne del intelecto.

Me recuerdo al lado de Vera como se mira a dos amantes detrás de un cristal. Uno cree que es capaz de saber lo que se están diciendo tan sólo por el modo en que ella ladea un poco la barbilla o él humedece sus labios con la lengua. —La verdad es que conozco el lenguaje del cuerpo y todo el mundo sabe que aquello que acaba por conocerse hasta el dedillo se convierte después en un arma íntima y definitiva—Vera era pintor de haikus y todo a su alrededor parecía algo pequeño con olor a lavanda. Sus largos mensajes demuestran que vive mejor en las letras y las letras comienzan a perder su significado. Intento excluir todo. Nunca me ha gustado el té. Lentamente regreso a mi tiempo.

La sábila ha curado cicatrices restituyendo el tejido porque mis dolores del estómago cesan; mientras sigue el otoño (este engaño del clima insular) y los árboles pierden sus hojas. Anochece temprano, casi no hay mosquitos ni cucarachas y el césped se ha secado por completo. La sutileza de la muerte nos conduce a todos en la condición terminal.

No obstante, busco las mismas esquinas de los trovadores, de los muchachos que entonaban canciones como poemas. Busco las calles desoladas y púrpuras que eran un escenario feliz en mi primera juventud. Busco las estaciones de la risa y encuentro un bar y otro, y un centro nocturno con iluminación surrealista, llaves que tintinean nuevos poderes, tacones baratos, luces blancas. Todo está empañado y brilla como la mirada de los imbéciles y los agonizantes.

La Habana se ha convertido en un reguetón y ya no hay como perderse en el abismo de una noche que se parezca a las aguas de un lago.

Yo me quebré, es mi culpa, por eso trato de volver a enfocar.

¿Sobre qué objetivo?

La escasa luz coagula los derrames de mis ojos. Observo unos pies acá, se asemejan a unos pasos, pero quizás es la esperanza. También hay sonidos interesantes, conversaciones, una pareja de ancianos que vende maní, un perro que lame una bolsa de nailon, un hombre con sombrero, y una mujer. Ésta comienza a alejarse. Me gusta su actitud y defino el foco sobre ella que se vuelve cada vez más nítida. No sabe nada de ángulos fotogénicos ni le importan, al parecer todo aquello de las arrugas, las canas y la postura atrayente, la fatiga un poco.

Cierro el plano. Estamos solas; pero ella no puede verme.

Se mueve y me obliga a cambiar el ISO. Sale de la penumbra, camina bajo los bombillos que colocaron en la entrada del cine para la ocasión.

El perro sigue lamiendo la bolsa que evidentemente contenía algo de comida. Es un perro delgado y viejo, con la piel del lomo pegada a las costillas y el pelo quemado por el sol.

La película se demora en comenzar y yo me detengo en los movimientos de quienes me rodean porque sé que los gestos son el patrimonio de las culturas.

Es aquí que recaigo en el modo en que la mujer dirige sus ojos hacia el hombre con sombrero que me mira. Casi nunca aprecio es tos detalles; pero en este caso, el cristal de sus pupilas tiene algo de irracional. Y comienzo a entenderlo.

La adivina dijo que mi salvador estaba en otras tierras, y, ¿dónde? ¿Qué tierras son esas que no me pertenecen? Dijo que tendría el fuego dibujado en el rostro. Pero hace frío, es invierno.

Maldigo la hora en que atraída por la posibilidad de conocer el futuro, elegí el camino más ingenuo.

Ella avanza un poco, emerge de la oscuridad, se acerca, sabe que no puede cambiar su entorno ni los sueños de pantano y piedra que la ciudad le ha obligado a construir, pero existe un centro inmóvil que no se dejará arrastrar ante la avalancha del olvido aunque la soledad esté dibujada en su piel con relieves infundidos por el drama de la luz.

Sus pasos muestran un equilibrio singular como la más melancólica de todas las estrellas.

Se detiene a pesar del frío; no parece dispuesta a moverse más. Cruza los brazos sobre el pecho como si entendiera eso que llaman trucos cinematográficos, gracias a lo cual se puede mostrar a otro como si fuera uno mismo o a uno mismo como si fuera otro. Mis ojos son la cámara y lo noto claramente: Yo soy ella. Este hombre con sombrero me ha enseñado a ver.

Corte C: Hastaesemomentonocreíenlasprofecías.———–

——————–.Dosvelasyuninciensomehizodosotrespreguntasyluegohabló——————————————————aquellacasaenelDFyvisusojos——————

creyóquepertenecíaalosasuntossecretosyacabóconfesándomelo

——————–moringa ilegal.

Todo lo que queda se convierte en fragmentos acelerados y desacelerados por la memoria. No hay adivinaciones. La memoria es como la distancia, un cristal empañado. Silencio. No-forma. Una isla. Algo que puede hundirse o que tal vez se hundió. Pero yo estoy aquí, a tu lado. He convertido mis secretos en palabras. Enciende la luz. Destapa el lente. Acércate. Tú existes, no estás en mi memoria. No entres allí nunca. Por favor.

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