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El Intruso

El comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral. La serenidad del Cardenal Carlos se interponía entre sus hombres y la entrada a la sala. Le aseguro, comandante Lester: solo han sido unos cuantos volúmenes mal colocados, insistió el hombre de púrpura. Pero el militar le miraba receloso. Aquel estruendo, hace unos minutos, no parecía de un estante venido abajo. “El intruso”, había pensado, y partió disparado al frente de la patrulla hacia la Biblioteca Apostólica. Entrando al edificio, otro ruido inquietante, en el piso superior. “Un forcejeo”. Ordenó alistar las armas y tomaron las escaleras. El Cardenal Carlos les recibió circunspecto a las puertas de la sala.

Ahora, comandante, proseguiré mi lectura, concluyó el Cardenal. Y tras bendecir al conjunto cerró la puerta ante los silenciosos rostros helvéticos. En la semipenumbra, el cuerpo sangrante sobre la alfombra no se movía más. El Cardenal le arrancó el crucifijo de la aorta y bendijo los restos del intruso, ese impertinente Dan Brown.

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