El holandés errante
Aquel fue mi primer combate espacial, y el último. Aunque, en realidad, llamarle “mi primer combate” resulta bastante pretencioso. Los infantes como yo solemos pasar todo el tiempo en las barcazas de desembarco, por si es preciso caer sobre el contrario.
Cuando los disparos de los cruceros enemigos perforaron el casco, nos vimos obligados a abandonar la nave. Cada infante se metió en su cápsula y salió disparado hacia el espacio. Puede parecer suicida, pero es una posibilidad entre mil de sobrevivir flotando a la deriva en medio de la lucha. Dentro del destructor no había ninguna.
Recuerdo que una vez visité la cabina de mando. Las luces estaban apagadas, y todos los asientos permanecían vacíos salvo uno, donde un piloto Clase A luchaba contra el sueño. Yo estaba de guardia y por eso me quedé a contemplar las estrellas.
—Una vez vi una nave fantasma —me dijo, y le sonreí incrédulo—. ¿No me crees? Nunca la mencionan en los informes oficiales, pero es un hecho, siempre está ahí, flotando. Puede aparecer en cualquier parte.
Aquella vez la vimos en el radar e intentamos acercarnos. Era vieja, de cuando la primera colonización, posiblemente una exploradora. Encendió sus motores y huyó. La perseguimos hasta una protonube, y entonces desapareció. Así de simple. Maniobraba con una destreza digna de los pioneros del espacio. Nadie hoy en día mueve una nave dentro de un lugar como ese. Demasiada materia naciendo, demasiado polvo cósmico. No puede ser humano alguien capaz de conducir por ahí.
Desperté dentro de mi cápsula después de un sueño raro, con sabor a muerte. El bombillo piloto indicó que se había acoplado a una nave, y mi cilindro se hallaba despresurizado. Según indica el protocolo, en estos casos debe procederse con extremo cuidado, pues podía estar en terreno enemigo. Salí de mi prisión de salvamento con el visor bajo y el fusil en ristre. Me percaté entonces de que estaba dentro de un lugar con serios problemas energéticos, ya que no solo los pasillos estaban apagados, sino también las luces de seguridad.
El primer tripulante que vi no parecía ni soldado ni oficial. Semejaba uno de los primeros colonizadores, con overol gris, melena prominente y barba cerrada. Al parecer no me vio, pues continuó su camino. Y aunque tengo la impresión de que sí se percató de mi presencia, no le importó.
Evidentemente, esta es una nave con tecnología anterior al Salto. He visto algunas cápsulas de hibernación. Unas llenas, otras vacías, todas en perfecto estado. No me he atrevido a abrir ninguna.
Llevo tres días aquí y no he podido encontrar un vehículo de desembarco u otro dispositivo de salvamento. Estoy por creer que la tripulación sufrió un accidente y no pueden salir o pedir ayuda. Creo que mi radio no funciona… Lo verificaré después.
No cabe duda, los tripulantes no tienen interés en mí, me ignoran. Pudiera llamarles la atención, e incluso usar las armas, pero me he cuidado de no hacerlo. Sus ropas son viejas y están desgarradas, como si llevasen en el espacio el mismo tiempo que los primeros indicadores que orbitan los planetas habitables.
La sala de máquinas está vacía. Algunos robots trabajan en silencio formando dos filas frente a los controladores de radiación. Al final del pasillo que conduce al reactor hay una puerta sellada. He escuchado ruidos del otro lado apenas me acerqué. No puede haber nadie allí dentro, no con esa radiación. Ya no me siento seguro de nada.
Acabo de estar en la cabina de mando, no hay dudas, me hallo en una antigua nave exploradora. Todo está lleno de polvo pero, de alguna manera, la computadora se las ha arreglado para conservar cargadas las baterías. La última fecha de la bitácora es de tres siglos; sin embargo, no comprendo cómo mi nombre llegó a la lista de los tripulantes. Al lado dice: Pasajero, y soy el último registrado.
Hoy, mientras contemplaba las estrellas a través del cristal de la cabina, me percato de que mi sistema de soporte vital no funciona, según los números, desde hace tres semanas. Es raro porque, a pesar de la falla, no he muerto.
Creo que jamás saldré de este lugar, tan viejo, oscuro… sombrío.
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Erick J. Mota. La Habana, 1975. Licenciado en Física
Egresado del Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido los premios Juventud Técnica 2004, La Edad de Oro de Ciencia Ficción para jóvenes, 2007, TauZero de Novela Corta de Fantasía y Ciencia Ficción, Chile, 2008 y Calendario de Ciencia Ficción, 2009. Además de relatos en diversas antologías, ha publicado los libros Bajo Presión (noveleta, Editorial Gente Nueva, 2008); Algunos recuerdos que valen la pena (cuentos, Casa Editora Abril, 2010); La Habana Underguater, los cuentos (Editorial Atom Press, 2010) y La Habana Underguater, la novela (Editorial Atom Press, 2010).