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El hijo pródigo

Por Pierre-Auguste Renoir

Un airecillo invernal adelantado roza el rostro de Ernesto Montiel. El mar va perdiendo el azul turístico con que los visitantes juegan durante el baño. Cuba, piensa Ernesto no me quiere bien. Tanto sol en los días precedentes y ahora bajarse con este suspiro del Ártico que sabe a “puedes marcharte por donde mismo viniste”. Allá lejos, los delfines se zambullen definitivamente. Tampoco me estiman estos mamíferos acuáticos, se dijo y terminó de trazar su galimatías en la arena: Roma paga a sus…, pero los desprecia.

A sus espaldas la familia está de carnaval. Unos dólares en el pasaporte, y Sésamo se abre. No hace falta repetir la orden mágica. El mar es suyo, paga. La patria agradecida le da su welcome. Siente en su cogote el olor de la cerveza. No hace falta volver los ojos: percibe el sabor de los asados. Ve, como a través de una neblina, la grasa del cerdo chorrear por las comisuras de los labios. El estómago está mohíno. Papi, escucha entre las acordes de Willy Chirino, ven a compartir. Es la voz de la muchachita que apenas le ha comenzado a plumar el sexo y ya anda gozándolo en busca de un “pase, señorita, el mundo es tuyo”.

El mar sigue mirándolo ceñudo. Cuántas veces soñó con romper un día las barreras de este pedraplén que le impedía saltar la valla y proclamarse campeón del coito, campeón de la cerveza, campeón de la piscina, campeón de nado a mar abierto. Mas el sacrificio que cada cubano debía entender levantó un muro hasta el infinito. El Moncada y la Sierra, ahí es adonde van los hijos a purgar su compromiso con todos y para el bien de todos. No pedir más hoy para que abunde mañana la miel y el pan. No mirar sobre “el muro perpetuo”. Eso es lo que quieren “ellos”, para que nuestra juventud no siga el camino ya trazado por los fundadores. ¿Quiénes son “ellos”?. Fue la pregunta que Ernesto Montiel le hizo al rector de la Upsalón. Ernesto era muy lezamiano y se divertía gastando entre sus profesores y condiscípulos la broma de llamar al centro como lo hacían los muchachos de Paradiso. ¿”Ellos”? ―y el rector había hecho un gesto de incomodidad―, los que a noventa millas solo anhelan desaparecernos de los confines del universo. Capitalismo y consumismo son equivalentes, estudiante, y por ahí se nos puede ir la Revolución.

Ernesto siente en su nuca el arrullo de la niña que apenas ha comenzado a plumar. Papi ―le dice―, vamos a bañarnos. El agua de la piscina está tibiecita. Percibe el olor de la grasa. El estómago se estremece. No es ese aroma el que desea ahora. Quiere que la recién plumada respire a violeta. Violeta, recuerda, y la distingue sobre las olas del “triángulo” emanando sal y sol repujado. Violeta, sesgada por el astro abrasador, se sumerge como los delfines y desaparece para luego levantar sus manos. Ernesto sabía, lo supo siempre: Violeta se iría a vivir a las profundidades del mar. Morir por los sueños es vivir, Violeta. Estás allí donde eres más útil. Al capitalismo consumista hay que denunciarlo. Mira ―gritas a los cuatro vientos―, cómo vienen a mi Sierra a disfrutar de los azules oleajes, a cenar con emparedados y jugo de naranja. Y le muestra al New York Times el rastro que dejan los Cruceros en su viaje por el Paraíso, que los cubanos de adentro no hemos podido recobrar. Están violando “el cerco”. Violeta los denuncia. El director del New York Times está sordo de cañón.

Ernesto se graduó de periodista con las mejores notas de su año. Llegó al Diario con la mano firme. Estaba convencido de que el decano tenía razón: el consumismo era el peor de “los pecados” de la sociedad moderna. Cierto, Violeta también tenía las suyas: el rector vestía pantalones Oscar de la Renta, viajaba en su Peugeot, almorzaba en el salón de los espejos y daba sus reuniones con una laptop Toshiba. El rector dormía en el hotel made in divisa con su bella “playboy”. Al combate, muchacha, él es tu padre fundador y te espera con una Havana Club, añeja siete años. Pero Ernesto fue enviado a cubrir una vacante en el INDER para reportar algún que otro evento deportivo de cierta importancia. En dos años el periódico Jit no encontró espacio para sus reportes. Cuando el equipo de beisbol de la provincia ganó el campeonato, tuvo la esperanza de publicar su primer trabajo, pero no hacía falta, le había dicho el director. Los periodistas nuestros cubrirán la serie. Fue la respuesta tajante de la Metrópoli.

El mar lanza algunas basurillas a sus pies. La emplumada sigue pegada a su nuca, y lo besa con sus labios aún chorreantes de grasa de cerdo asado. Cuba no me quiere, se repite una y otra vez. La muchacha que busca su “pase usted, señorita” tampoco lo quiere. Él es ahora un producto para el consumo turístico. Se da un trago de Havana Club y recuerda los speeches del rector de la Upsalón. Lo que más debe importarnos es trabajar para el futuro.

Su padre se lo había repetido de igual manera tantas veces cuando cortaba caña para el central Constancia. Entonces regresaba los fines de mes cubierta la cara con una barba guerrillera, los huesos a flor de piel y los ojos hundidos. Yo estoy con la Revolución hasta con un boniato hervido en medio de la bandeja, y le apuntaba con su índice machucado por el cabo de la mocha. Con un boniato hervido, se repetía muchas veces Ernesto. El rector también estaba con el sistema político del proletariado… siempre y cuando no peligrara su Peugeot, su marca de ron en porfía con los ladrones del Norte, su pasaporte al mundo y su rubia de playboy. ¿Y yo?, se preguntó Ernesto. ¿Con quién estoy? Miró al mar y se dijo: estoy con mi padre ―mi Deus Iluminato, mi verdad creciente, mi mar redimido.

Mi padre ―evocaba mientras registraba su bolsillo. Un trago de Coronilla con café. Y se persignó luego de sentir en el paladar una brasa que lo lanzó en el tiempo a “la esquina caliente” como solía llamarle al lugar del dominó, los tragos, las discusiones donde le echaba en cara a los “mercenarios de su barrio” que el Duke era un muerto al lado de Rolando Arrojo, el astro del pitcheo de su provincia. Y se quedaba gozando con su amigo el limpiabotas Jesús que, retándolo con la mirada, le respondía: Periodista, dile al Arrojo ese que siga comiendo raspa de congrí con leche y que enyugue sus bueyes para que siembre maíz.

Cuba tampoco quiere a Arrojo y mucho menos al Duke. Y la voz de los simpatizantes del equipo de pelota más odiado de la historia del beisbol en Cuba le llegaba en son de guasa. ¿Dime, espejito mágico, quién es ahora más mercenario?

Ernesto mira de soslayo. Borracha de tanta botellas de marca como le dice en Cuba a la cerveza made in de cualquier lugar, su familia está improvisando rancheras. Él sonríe. Ellos están felices: han podido cruzar la barrera. Se creen émulos de los que desafiaron a Apolo y las murallas de Troya y se hartan con el botín. En medio una mesa rebosante de platos con toda clase de carnes que pueda devorarse en el Reino de este Mundo, donde se incluye el del vacuno exótico. Giran lazos imaginarios y chillan alrededor de la presa como aquel Búfalo Bill: demonios hambrientos que han olvidado que ellos no deben comportarse como Esaú. Su familia, piensa, está de fiesta; ha regresado el hijo pródigo. Una nube baja y moja sus espaldas y la de ellos, ellos que se lanzan en estampida contra el azul de la piscina. Se divierten. Menos su madre, que tuvo el coraje de no morirse cuando su cerebro no pudo poner un dique a sus arterias y la irrigación sanguínea le quitó los movimientos y le consumió su espíritu de mujer mambisa. Se quedó solo con la mirada para saber que no se podía morir. No sin antes verlo para reprocharle tanta soledad y recordarle, mientras detiene su vista en el rostro del hijo amado, que un trocito de “Buenos días” puede llenar más arcas a los necesitados que mil papeles con la fisonomía de Benjamín Franklin.

Papito, no seas aburrido, le ruega la niña que ha empezado a plumar, la niña que se había incluido en el “paquete turístico”. Ernesto la atrae, la sienta en sus piernas y roza su sexo con un dedo semejante al de su padre: machucado por el bloque, el cemento, por… la nostalgia. La niña se retuerce con una coquetería desafiante, entorna los ojos y gime. Ernesto atraviesa su clítoris y ella chilla. La niña lo arrastra al agua gris del mar. Lo atrapa con sus piernas. El sexo de Ernesto busca la abertura de los mil goces. La penetración es casi bestial. La niña no siente dolor, ni pena, ni… placer. Él lo sabe. Paga, Adonis, le exigirá ella al final de la jornada y tan enemigos como desde el ’59.

La hora del regreso se aproxima. Cómo decirles que la orgía acabó, que los dólares amasados con cemento y arena se están agotando. Cómo decirles que en el país de todas las oportunidades también escasea el dinero, que volar cuesta meses y hasta años de sacrificio, que no se viene a la isla a disfrutar de tanto mar y brisa suave, que venir a la tierra prometida no es un lujo, que cuesta noches de desvelos, templas de cemento, fingirse sano y alimentar en demasía la añoranza por un canuto de caña, un baño de bagacillo y de polvo de terraplén; que hasta el pan de la bodega se extraña y las colas para cualquier cosa. Cómo explicar a la niña, que aún no termina su primera plumación, que no hay propina porque se va a llevar la colección completa del hombre que organizó su guerra en las entrañas del monstruo, los discos del Benny para unir su garganta con la de la negra más sonera que oídos humanos hayan escuchado y las crónicas del quemadense que se universalizó en la capital donde se encuentra la réplica del Capitolio de la ciudad que engendra los enemigos de la Isla.

Qué pequeño es el mundo, se dijo con un tono de tristeza casi adjunta a su cuerpo desde el día en que decidió arrojar su título de periodista por la ventana y lanzarse a conquistar las costas de la próspera Troya, adonde los parias modernos arriban por miles. La familia ha hecho de la piscina y el banquete su refugio temporal para saciar tantas ganas de comer acumuladas, sueños descosidos y largarse, a pico de botella, un trago de esperanza. Ernesto Montiel detuvo con un gesto polifémico una lágrima dispuesta a joder el carnaval del reencuentro. Violeta también ha regresado… y su madre no lo ha advertido aún, asilada como está en el nuevo sillón de cuatro ruedas.

Él quiere escurrirse entre las piernas de la niña que obedece a la madre y ya se empina porque se le necesita para mostrarles a todas esas arpías de la ONU que la Isla de la Libertad, gracias al sacrificio de sus mejores hijos, se levanta y sigue hacia la conquista de toda la justicia. Es un sexo, hermoso y triunfante, vencedor de obstáculos. Ella lo sabe y reta a Violeta. No es tiempo de idealismo, le recuerda a la directora de un grupo de simpáticos muchachos que juegan a divertirse como los cómicos de Hamlet.

Me llamo Violeta, dijo entonces y Ernesto asoció para la eternidad el nombre de la doncella de Orleans en su beatificación con su colonia preferida. Sus aplausos habían sido los más atronadores. Violeta soñó una noche con él, y lo vio convertido en Jorge Washington en su apoteosis. Fue el cuadro de Constantino Brumidi quien me ha retado para llevarlo a las tablas. Violeta, o estaba más loca que una cabra o en verdad soñaba en grande ―creyó entonces Ernesto Montiel, que no dejaba pasar ninguna ocasión para alimentar sus planes de conquista.

Violeta se había preparado para una aventura mayor: lanzarse al océano en un barquito de papel. Allá triunfaremos, le había dicho él, escribiré para uno de esos grandes periódicos o revistas dedicados a la farándula. Tú, Violeta, serás arropada por los mejores escenarios de Broadway. Conquistaremos el mundo desde su propia capital. No nos va la vida de pobres. Allá afuera hay otro universo. Cuba es apenas una partícula de arena en el gran desierto de Sahara.

Pero el barquito de papel no aguantó la primera arremetida de las olas del “Triángulo Maldito”. Violeta bajó a las profundidades vestida de reina. Ella lo visita cada noche. Ernesto Montiel se embriaga y le suplica que lo deje dormir. No tengo dinero ni casa ni revistas solo esta pala y un saco de arena para sobrevivir.

Violeta vive bajo las aguas del Triángulo y su familia se mudó al cielo. El padre de Ernesto se fue un día tras los fanales de un jeep mientras festejaba la bandera de brigada millonaria. Ernesto pinta en el piso de su casa un plato gigante y pone debajo EPD.

Ernesto sale del agua y le da una nalgadita a la niña que ya aprendió a empinarse y a andar. Muchachos, nos vamos, les dice. Ernesto sabe que no está feliz a pesar del festejo. Ha regresado y solo se ha acentuado su deseo del regreso. En esta Isla la gente ha comenzado a jugar con fuego y eso lo asusta. Mira de nuevo el mar.

Los delfines han vuelto, allá lejos, advierte, y en la comisura de sus labios asoma una sonrisa.

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