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El fin de la verdad

Era de noche cuando comenzaron los golpes en la puerta y Emma se pegó el tiro. La bala atravesó el cráneo y los pedazos de cerebro mancharon la cama antes que la muchacha cayera sin vida sobre la almohada. Fue un salto rápido a la muerte, un juego del que no la creyó capaz mientras miraba con temor progresivo, la presión que ella ejercía sobre el gatillo: nada más la última sonrisa, un beso echado al aire y el disparo como un cañonazo entre las notas de jazz que dilapidaba Miles Davis en la radio. Rodolfo se limpió la sangre que le había manchado la cara y no pudo evitar que las lágrimas sucedieran al acto de apretar los párpados. Trató de reprimir sus gemidos con una mueca. Sintió el aire enrarecido por la leve columna de humo que iba esparciendo el olor a pólvora; el zumbar de sus oídos a causa de la cercanía del disparo y cómo se le apretaban los labios por el sabor de la sangre. Hacía mucho tiempo que no lloraba, años quizá, al menos no recordaba otra ocasión desde que el padre de aquella muchacha de dieciséis años, se quejó a su madre de que él la miraba a través de la celosía del baño y la vieja lo mantuvo encerrado hasta el otro día en una habitación de madera nada parecida a ésta ni a los calabozos donde estuvo después.

Aquella vez lloró por la vergüenza, pero le gustaba evocar la casucha al final del patio de su casa paterna como la primera cárcel, y el carácter de su madre tal si hablara de un alcaide a ratos cariñoso. Lo contaba cada vez que era necesario hablar de las dos o tres veces que había estado preso en el cuartel de policías o en San Hilario. Emma siempre sonreía con aquel cuento y se acercaba en las reuniones de amigos para decirle en secreto “pervertido” y morderle el lóbulo de la oreja.

Ahora yacía sobre la cama, el ojo izquierdo fuera de su órbita y un hilillo rojo salía por la nariz y bajaba sin tocar los labios entreabiertos. Al principio Rodolfo sintió culpa porque la idea de suicidarse juntos había sido de él, o por lo menos el comentario de que, si un día la muerte era inminente, le gustaría morir con ella. Ya Emma, sin muchos miramientos había cumplido su parte, ahora le tocaba a él apretar el gatillo, secundarla, estirar la mano hasta el revólver humeante y alzarlo contra la sien; matarse y conservar el honor de samurai occidental en esta época de feminismo.

Muchas veces, en el fervor del combate, en el peligro de la clandestinidad, había prometido su último pensamiento a imaginar cómo quedaría el futuro cuando la lucha terminara. Era al menos un acto de fe; ahora, sin embargo, con tiempo para escoger cuál de los próximos minutos le serviría para morir, evocaba el pasado, los años en que la clandestinidad fue como el juego a ladrones y policías donde lo robado era algo abstracto. Los pantalones cortos hechos con los pantalones largos de su hermano mayor; el cuerpo vaporoso de la negra que limpiaba la casa bajo la vista celosa de mamá cuando papá no estaba trabajando; las abejas que ponían en peligro el pasillo al llegar la primavera; el delantal incólume de su madre y la primera vez con Emma: las risas, la borrachera en esta misma cama. Contempló el cuerpo sin mirar más allá del cuello, comprendió, como si estuviera escrito en aquellas curvas, en los dos lunares a la altura de la cadera, su compromiso inminente de morir esta noche.

Tuvo que estirarse por encima del cadáver, y eso, el breve tiempo que demoró alcanzar el revólver, bastó para saberse más cobarde, no sólo que ella, sino que del ideal de hombre que creía ser. La mano le tembló al sentir el calorcillo del Colt 45 entre sus dedos y el olor a pólvora aún no se desvanecía con la débil rotación del ventilador de techo. Él no dejaba de mirarla: ahora fuera de órbita el ojo verde que tanto había piropeado cuando se conocieron; el cuerpo desnudo, retorcido, esperando el rígor mortis en una posición impúdica; la mano ensortijada que Emma estiró un momento antes del disparo, para dejar la botella de vodka tan mal plantada en la esquina de la mesa de noche, que al desplome brusco del cuerpo había caído sin romperse sobre la alfombra. Ya no era la misma, ahora tenía el rostro mutilado con un charco de sangre que se filtraba por las sábanas a la altura del cuello. No más la niña que entendía por lucha de clases una guerra entre Español y Matemáticas; adicta a los adictos que llegaban con risa estúpida al hospital donde ejercía como enfermera; que cantaba o pretendía, como Edith Piaf, siempre Non, je ne regrette rien y un apóstrofe obsceno entre versos por culpa del agua fría o el jabón que se escurre.

Rodolfo acercó el revólver a su sien, a las gotas de sudor que le perlaban la frente. Con cada golpe en la puerta sentía el desajuste del lugar exacto donde debía dispararse: Esos hijos de puta, pensó. Los imaginó enardecidos, ansiosos de ganar otra víctima por sus propias manos, como habían eliminado a los demás del grupo; él era el último escaño para decir “murió la Resistencia” y no estaba dispuesto a darles el lujo de la tortura. Pero la mano le temblaba demasiado, la sacudía algo que no podía controlar. Separó el revólver de la sien, pasó el dorso de la mano por sus mejillas, se inclinó y besó la pierna de Emma que le había quedado cerca. Pensó en lo curioso que podía ser la obligación generada por el amor. Ella nunca comprendió nada y sin embargo, por su amor despierto estaba más comprometida. Ahora la muerte era inminente para él, no como imaginaba habrían deseado los que cayeron presos el dieciséis de junio y fueron torturados en San Hilario. Sabía que uno de ellos lo había delatado pero no sentía rencor, conocía el poder que tiene la sugestión cuando se sienten varios voltios en el cuello. Él nunca delató a nadie y se sentía contento, casi un héroe; sin embargo, a veces sospechaba, sin decirlo, que su incapacidad de resistir, sus continuos desmayos tras el dolor, lo habían salvado de convertirse en un soplón. A Emma nadie la había torturado, pero, y eso lo supo siempre, sus nervios a flor de piel no iban a resistir mucho tiempo. Nada más había que verla temblar cuando en las reuniones alguien hablaba de lo que le sucedió en San Hilario… Emma se iba a morir antes que llegara el dolor, por eso quiso adelantar.

Qué fácil y qué difícil puede ser la muerte, mientras filosofaba se limpió el sudor de las manos frotándolas contra la sábana y revisó el cilindro del revólver, quedaban cuatro balas, podría matar a tres, esto era al menos más decoroso que un simple suicidio, un acto de valor que mañana llenaría la crónica roja y, quién sabe, en unos años este símbolo de rebeldía, rayara la página en un libro de historia. Pensó por un momento que si desistía de la idea y con suerte lograba cruzar el balcón, esconderse entre los lienzos amontonados en la galería contigua, y la lloraba el tiempo que le quedaba por vivir, quizá sirviera como excusa creerse más inteligente que ella, organizar de nuevo la Resistencia, inmolarse contra los guardaespaldas del presidente, poner carteles a escondidas, convencerse de que la vida es una sola. Y hasta dormir tranquilo en otro país, hacerse a la idea de que fue mentira haber conocido una mujer tan loca, que ya ni en cuentos la gente se suicida. En definitiva, ¿qué era Emma si no otra mujer?, ni siquiera las más hermosa o la más inteligente. Se habían conocido entre tangos y champán malo, tres años atrás en un cabaret nada evocable a orillas del río Santa María, se la llevó a casa y nunca se fue. Sabía que era capaz de olvidarla como había hecho antes con otras o con su familia cuando se unió a la Resistencia. Sin embargo, allí estaba el cuerpo desnudo, retándolo a escoger entre el valor y una esperanza mínima, diciendo ven, faltas tú, aquí se acaba la guerra a las malas, a las pocas.

Sintió el olor a sazón que avanzaba desde la cocina y se sobreponía como un alivio a los demás olores. Rodolfo sonrió… Hasta a punto de morir, Emma había insistido en cocinar, a pesar de ser algo tan fastidioso para ella: Cocina tú, ayúdame, vamos a comer en el restaurante más mísero… con tal de no cocinar. Esta vez no hubo quejas, había creído que aquel trajín desde media tarde era un método para burlar, con la rutina diaria, el pensamiento constante en la muerte, y se tranquilizaba al saberla en la cocina y oírla volver bajito a Edith Piaf mientras él limpiaba el revólver o completaba y rompía varias veces una carta de despedida para su madre, que ahora, con punto final y la firma enturbiada de su nombre de guerra, escondía entre los libros más comunes, lejos de la curiosidad de los sicarios que sin dudas le impedirían llegar a su destino. Una carta reveladora e irónica, mil cuatrocientas ocho palabras para explicar al nivel primario de su madre, su deber de suicidarse.

Ahora, con el revólver entre las manos, miró los libros de la universidad, organizados lejos de los tratados de política y filosofía. Recordó el tableteo del cuchillo sobre las especias y el olor a carne. Emma había hecho un pavo asado como en navidad, algo extraño para el mes de agosto. “Quizá sabía que yo no me iba a atrever”, pensó Rodolfo y no la creyó capaz de conocerlo tanto. “Si nunca me miraba, si nunca dudó de mí”. Sin embargo, habían vivido demasiado tiempo el uno del otro, ella era su verdadera familia; allá en Torrecillas, en la boca de la ciénaga quedaban los otros: sus padres, sus hermanos, tan ajenos a él. Parientes olvidados en los trajines de la clandestinidad, que lo creían un ingeniero feliz y ocupado, que seguro ni mencionaban en las conversaciones de sobremesa o lo hacían, a veces con orgullo, otras con reproche por no mandar dinero a una madre vieja; parientes que en estos tres años no vinieron a verlo, lo que de cierta forma era un alivio. Que no se acordaban ya ni de la llamada por su cumpleaños.

Recordó el tabaco cubano que había encontrado envuelto en papel de regalos sobre la mesita de noche, las botellas de vino encargada ayer a la señora de la galería de arte, los besos en la mejilla al estilo parisino y después uno largo en los labios, las felicidades y una sonrisa parecida a ésta última. Hoy era su cumpleaños y el teléfono sólo había sonado a las diez de la mañana, para traerle la advertencia de una voz indefinida que le anunció el peligro: Rodolfo, la visita que no quieres será hoy. Y sintió una risa cortada por el fin de la conversación. Al principio quiso ocultárselo, pero ¿cómo callar y mantenerla lejos de la puerta? Entendió en aquellas palabras, la táctica desestabilizadora de la inteligencia militar y se lo explicó en términos científicos. Estaban almorzando cuando se lo dijo, a pesar de la voz pausada de Rodolfo, ella quedó asustada. Dejó quieto el cuchillo con que hacía dibujitos en la botella helada de vino y comenzó un andar nervioso del cuarto a la cocina.

Rodolfo nunca había sido buen fumador, dio dos chupadas al tabaco y lo lanzó hacia el balcón de la galería. Siguió a Emma hasta la cocina para observar curioso el poder que tenía una amenaza de carácter oficial sobre la mente saltona de un ciudadano común, y sí, comprobó la eficiencia del método. Sin embargo, para la tercera vuelta de Emma a la cocina, ya había desechado la idea de recoger la ropa o no empacar nada para irse. Comenzó a creer que era inútil, imaginó policías en el lobby del edificio, y la calle seguro estaba llena de agentes con fotos de los dos, tantos que aquella casa, marcada quizá por la delación, todavía era más segura que aventurarse a las puertas de salida. Él conocía bien los métodos de la policía. Primero llaman, te hacen desesperar unas cuantas horas y después tocan a la puerta.

A los esbirros no les interesaba que era su cumpleaños. A ella sí, por eso el pavo, pensó. Hoy era su cumpleaños y Emma siempre le cocinaba pavo cuando quería celebrar algo. Él ya ni se acordaba; volvió a sonreír mientras caía en cuenta que si decidía apretar el gatillo estaría cerrando el ciclo exacto de cuarenta y un años de vida: A las once de la noche, pensó, quizá mamá no se acuerde. Volvieron las ganas de llorar, pero los toques se reforzaron en la puerta y su cuerpo, como un tigre acorralado, saltó de la cama. Miró el cambio de luz en el quicio de la puerta por los pasos apresurados de varias personas que parecían turnarse para tocar. Caminó hacia el pasillo hasta ponerse en línea recta con la puerta, apuntó unos centímetros a la izquierda del ojo mágico, pero no se decidió a disparar. Miró el cuerpo de Emma al trasluz, ya no bastaba imaginarla dormida, había quedado muy desfigurada para servir a la evocación. Alzó la vista y descubrió que desde la cocina avanzaba un humo azul, quizá mortal: “Gases”, pensó.

Los toques en la puerta se hicieron más fuertes, trataban de echarla abajo y gritaban su nombre y decían “abre”. Perros, quieren sacarme, murmuró. “¡Libertad!”, gritó acercándose a la puerta. Los golpes cesaron como si la consigna hubiera revisado la conciencia de los que tocaban. Alzó el revólver y disparó en un acto teatral, tres disparos separados por los besos y las miradas que lanzaba al cadáver de Emma. No se limpió las lágrimas. Alzó el revólver y se disparó en la sien como había visto hacer a ella.

Tras la puerta el cuerpo de su madre cayó de prisa sobre el pastel que sostenía el hermano que cuando niño regalaba sus pantalones largos para hacerle pantalones cortos, el mismo que a las diez de la mañana lo había llamado desde Torrecillas, antes de partir todos a la ciudad para celebrar por sorpresa el cumpleaños. Los bomberos, que corrían por el pasillo, se asustaron un poco pero siguieron de largo. Apagar el incendio producido por el tabaco en la galería era lo único que les importaba antes de irse a descansar.

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