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El Empalador

Retrato de Vlad lll

“Salve,
Alimentado de Sangre,
Que abandonas la casa de la  muerte”.
Libro de los muertos  CXXVI, 13.

“Y el cochero, visiblemente enfadado, gritó: Walpurgis nacht!”
Drácula, Bram Stoker.

La noche que murió no sabía, seguramente, que levantaría uno de los mitos que más ha inquietado las noches de los hombres. Mito al que yo, desde mi humilde posición, ayudé a apuntalar. Mi historia va a diferir de la oficialmente aceptada. Yo siempre vi al voivoda Vlad Draculea como a un padre, como el hombre que me enseñó mucho de lo que sé. Historiadores han agotado su pluma llenando páginas de calumniosas teorías que tratan de explicar su forma de actuar, su borrascoso proceder. Un escritor irlandés inauguró un nuevo género con una novela inverosímil sobre su persona. No me propongo una apología, ni siquiera una vindicación de su memoria. Draculea, o Drácula, fue un hombre de su tiempo, como antes Alejandro Magno, Darío o Cristo. Y nada más. Si tantas leyendas ridículas se tejieron a su alrededor fue por el miedo, el desconocimiento y mi descuido. Él fue, quién lo duda, sanguinario, pero cualquiera que haya leído The Mahomas´s War, la voluminosa obra de Jonathan Stulman, se percatará de que los turcos no lo eran menos y que la época no pedía otra cosa. Yo, la mano derecha de Drácula, lo atestiguo así.

Han pasado los años, pero todavía recuerdo que en una de mis reencarnaciones me hallé en un camino polvoriento, donde me recogieron unos jinetes. La memoria me lleva a su castillo de Transilvania, donde me crié, mi hogar de la infancia. Mienten los que dicen que este era un lugar fúnebre y lleno de murciélagos y horcas por doquier. Su corte era sin dudas una de las más brillantes de Europa, de todas partes venían nobles y príncipes a conocer este hombre enérgico, que era la última muralla que contenía al Turco en su avance hacia occidente. Mienten descaradamente, repito, los que veían en él a un caudillo sin sentimientos. Amaba a su único hijo, aunque ello no era obstáculo para castigarle cuando lo merecía. En una ocasión este se emborrachó conmigo; mi castigo fue duplicar mis guardias en una de las almenas; el suyo, cincuenta latigazos y hacerme compañía. Pero Vlad (escribo su nombre con los ojos húmedos) nos quería entrañablemente. No por eso dejó de nombrarme jefe de su guardia personal; y me trataba con dureza, pero perdonaba mis salidas nocturnas.

En su estado no había mendigos ni ladrones y se respetaba a la mujer con un temor religioso. Todos sabían que un robo, una violación, era delito castigado con la muerte. Vlad no era un conquistador, le gustaba la paz. Como alguien dijo después, los arados brillaban y enmohecían las espadas.

Pero el Turco atacó. Miles de jenízaros atravesaron la frontera dejándolo todo arrasado a su paso.

Nos defendimos. No recuerdo las idas y vaivenes de la guerra, no vale la pena comentarlo aquí, pero perdimos. Honrosamente perdimos en el campo de batalla. Retrocedimos con los enemigos pegados a los talones. Es fácil escribir esto, y mucho más hacerlo creíble y criticable por historiadores gordos y canosos recostados en sus cómodos sillones. Habría que haber estado allí, entre hombres agonizantes, bestias llenas de sangre y sudor, espadas partidas, gente desmoralizada y hambrienta. Drácula nunca supo hasta aquella noche, de donde partió la orden que posteriormente se le atribuyó a él: treinta mil prisioneros turcos empalados tras la retirada de nuestro ejército; treinta mil hombres empalados a ambos lados del camino, con el cuerpo lleno de miel para que las abejas, moscas, avispas hicieran más larga su agonía. El de la idea, previsor, había mandado degollar los tres mil primeros para evitar una posible salvación. Debo admitir que fue muy ingenioso; se terminó la persecución, los turcos estaban horrorizados con el hallazgo de los cadáveres de sus compañeros, que estaban en el mejor de los casos con los miembros descuartizados y sus miradas mostrando una plena conciencia todavía. Además de los cientos de manos cortadas que a indicación mía se dejaban en la cuneta y los alrededores. Se salvaron nuestros soldados.

Vlad estaba triste, pero el próximo año nos tomamos la revancha y vencimos. Atrapamos a muchos personajes importantes, incluso mujeres de antigua prosapia. Determinamos no aceptar rescate alguno y sí encerrarlos en las mazmorras e irlos descuartizando alegremente en las fiestas populares como escarmiento y advertencia. Aquí se complica la historia. Porque no sé como su hijo conoció a una de las prisioneras y se enamoró de ella. Ignoro con cuales artes la muchacha lograría su objetivo, aunque todos conocemos que estos infieles adoran al diablo bajo la forma de una piedra en una de sus ciudades del desierto y que el Corán niega al verdadero Dios. Yo lo veía venir y tal como lo esperaba, sucedió. Quizás Drácula hubiera permitido la unión entre su único hijo y una infiel, hija y nieta de guerreros que habían luchado contra él; quizás con el tiempo hubiéramos conseguido ablandarlo. Pero el joven era tan testarudo como su padre y persistió en su deseo de casarse al momento, amenazándolo con escapar con ella y tomar su religión. Hay muchas cosas terribles que se dicen de Vlad pero creo que la única real fue la decapitación del hijo. Sus cenizas fueron esparcidas al viento.

Mi señor nunca fue el mismo. Creo que solo yo me percataba de cuánto había cambiado. Todos veían en él al líder que iba al frente, que mantenía unido al país en medio de la situación difícil. Entonces había hambre; se dieron casos de aldeanos que desenterraban cadáveres para devorar sus hígados, todavía tiernos; los lobos salían del bosque y atacaban al pastor y al rebaño; había bandas de ladrones por doquier. Yo tenía que mantener el control y mis salidas nocturnas se incrementaron considerablemente. Se extendieron rumores sobre el fin del mundo; el demonio se lleva a los niños recién nacidos, decían, para chuparles la sangre. Recuerdo que en varias ocasiones los iconos de la iglesia ortodoxa fueron encontrados en el suelo. Aprovechando esto, los seguidores del Profeta atacaron nuevamente. Fue larga la lucha, rica en escaramuzas y combates. Debo decir que mi participación fue de veras importante, pues Drácula perdía la razón, ya no era el mismo que podía doblar una herradura con sus manos. De día, un combatiente enérgico; después del ocaso un viejo que tomaba vino caliente. Aquel día en que dispersamos a un montón de jinetes enemigos, él se desmontó, sacó un mendrugo de pan y lo empapó de la sangre que corría por el cuello de uno que agonizaba. Donde todos vieron un alarde de estoicismo, entre los vítores, yo vi el primer síntoma de locura.

¿Sabes que dicen que soy un diablo?, me dijo aquella noche junto al fuego. Le miré la cabeza llena de canas y asentí en silencio. Bebió un trago y clavó la vista en el fuego, dolorosamente. Estaba ebrio, o casi.

Solo siendo crueles sin límites, obligamos al Turco a retroceder. Cuando volvimos a nuestra patria hallamos pozos cegados o envenenados; mujeres con los pechos arrancados, adolescentes de cara agusanada. Y donde quiera había salteadores, a los que atrapábamos, les abríamos la barriga y les echábamos pimienta para el mal de ojo.

Mi señor se encerró en el castillo y no veía a nadie; yo era su único contacto con el exterior. Incluso bromeaba diciéndome que podría morirse allí y solo yo lo sabría. El sentimiento de vejez sin descendencia, lo atormentaba. Todos los asuntos cargaban sobre mí. Lo más fastidioso era la costumbre que habían adquirido los campesinos de cavar estacas de álamo en las cajas de los muertos y tener ristras de ajo colgando de las puertas. Una superstición tonta, destinada a espantar el demonio nocturno que robaba infantes para alimentarse. Yo las quitaba una y otra vez, pero ellos eran persistentes en su idea. También el hecho de matar murciélagos me indignaba. Las creencias populares decían que el diablo tomaba su forma: esa era la culpa de los pobres animalitos. Me cansé de tantas raíces, cruces de plata y pedazos de hierro. El edicto que prohibía estas costumbres, fue leído en todas partes y clavado en los lugares públicos. Se le atribuyó al Voivoda, todos ignoraban que yo lo había escrito y refrendado con el sello de Draculea que lleva en mi mano derecha. No voy a negar que, de vez en cuando, alguna muchacha amanecía con una debilidad inexplicable, aunque creo que la causa se debe buscar en las debilidades mensuales que las mujeres tienen como regla. Algunos dicen que ellas tenían arañazos en el cuello, como una tierna mordida de dos dientes. Pero estos son detalles menores, poco creíbles  y menos trascendentes.

Luego fue fama que el voivoda dormía en un ataúd, que no salía de día y que la luz del sol lo aniquilaba, o que sé yo. Claro que solo me veían a mí, por eso inventaron tantas cosas que ya no me caben en la memoria.

Aquella noche me dijo lo solo que se sentía, que no debía haber juzgado a su hijo de esa forma y que estaba arrepentido, aunque como gobernante había hecho lo mejor. Sí, afirmé, hizo lo mejor. Todos se habrían sublevado si él hubiera unido a su retoño con una mahometana. Ni siquiera el ejército lo respaldaría. Lo sé, me respondió y echó a llorar. Yo miraba ese sufrimiento auténtico y solo bebía. No supe a qué hora estuve borracho junto con él y llorando los dos. Entonces le dije que había sido yo quién había mandado a empalar a los treinta mil turcos. Él me miró sin reproche en medio de su embriaguez. Solo murmuró “mi hijo, mi hijo”. Creo haberle dicho que lo quería como a un padre; no aguanté tanto dolor y lo decapité allí mismo. Luego me incorporé y bebí su sangre, que es lo que nosotros, los vampiros, hacemos comúnmente.

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