Soñó que caía en un pozo muy oscuro, su cuerpo arrastrado hacia el fondo, de cabeza. Entró en pánico y trató de agarrarse a los lados del pozo, pero las paredes eran lisas y sus dedos resbalaban por la superficie viscosa. Vio unos puntos blancos en el fondo y eran huesos y supo que era su destino final. El terror se apoderó de ella. Gritó y se despertó. Al rato se durmió y volvió a soñar. Vio a su espíritu parado a los pies de la cama, ataviado con un vestido blanco y suelto por debajo de las rodillas, envuelto en un halo suave y brillante. Y vio su propio cuerpo descolorido y descoyuntado, sin un ápice de calor ni de luz. Cuando el espíritu se alejó, su mente se hundió en la confusión. Quería seguir viviendo, aferrada a este mundo, y a la vez sentía un fuerte impulso de unirse con su espíritu y pasar a la luz. Entonces despertó y supo que podía aceptar su propia muerte.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Alguien iba a notar su ausencia? Su hermano… Cerró los ojos para percibir mejor los sonidos externos. Escuchó objetos chocando con el tejado, ruidos breves y violentos que se sobreponían a los aullidos del viento y al tronar insistente de la lluvia. ¿Dónde estaba él? ¿Dónde estaba la hermana? Intentó mover las manos y sintió un vivo escozor en las muñecas inflamadas. Sus piernas estaban libres, las encogió y experimentó una molestia indefinida en la base de la columna. La certidumbre de su indefensión le obligó a abrir los ojos. Cuando sus pupilas se adaptaron a las tinieblas, movió la cabeza a uno y otro lado. Distinguió una ventana a los pies de la cama y, a su izquierda, una cortina colgando de un tubo empotrado en lo alto de la pared ocultando la entrada al cuarto de baño. Escuchó el débil goteo de una llave mal cerrada. El aire que se filtraba por las rendijas le provocó un estremecimiento. No quiero que mueras antes de tiempo. ¿A qué jugaba él?
La puerta se abrió y distinguió la silueta del hombre en el umbral, sosteniendo una vela encendida en la mano derecha.
—Cortaron la corriente —dijo.
Se sentó en el borde y colocó la vela en la mesa de noche. A la luz indecisa del pabilo vio el cuerpo musculoso con sus relieves y sombras. El hombre extendió el brazo y ella sintió el contacto de los dedos que se hincaban en su bajo vientre. No intentó escapar del contacto, pero no pudo evitar que su cuerpo adquiriera una rigidez tetánica.
La mano trepó, exploró la consistencia de los senos y se detuvo en su garganta. Sintió que le cortaba la respiración y escudriñó la mirada del hombre en penumbras, buscando un asomo de compasión.
—¿Sabes una cosa, linda? Todos tenemos en nuestras manos el poder para matar.
Subió a la cama y se colocó a horcajadas sobre ella. Acercó la boca a su rostro y el rancio aliento a alcohol le aplastó los párpados. Él esperó que su verga reaccionara, la penetró y le apretó el cuello con salvaje arrebato. Ella entró en pánico y sus ojos y piernas se movieron frenéticamente. Él siguió apretándole el cuello hasta que los ojos de la mujer se cerraron. Era lo que él necesitaba: tuvo una eyaculación instantánea.
***
Di cuenta de los restos del congrí a la luz temblorosa de una vela. Después telefoneé a René para saber si sobrevivía a la compañía de su suegra. Unas semanas atrás, René me habló de su decisión de jubilarse. Querría enrolarse en una agencia de seguridad que opera en los Cayos, pero no tiene buenos contactos. «Hernán, tú sabes que yo soy de origen campesino. A lo mejor me voy pa’l campo a criar puercos, ahora eso da mucha plata. Tenemos una finquita en Vega Alta, cerca del Sagua la Chica, con tabaco, frutales y unas crías. Nos dejaron tres caballerías. Por cierto, ¿sabes quién fue médico en esas tierras donde yo nací? Juan Bruno Zayas». Le pregunté si Juan Bruno les habría curado la fiebre amarilla a sus bisabuelos. «¿Quién sabe? A lo mejor. La gente allá lo quería mucho. Imagínate, venir de la Habana a trabajar en un pueblito de campo, asistiendo a gente pobre e ignorante. A Juan Bruno le levantaron un busto en el centro del parque, y la casa donde vivió es la biblioteca pública que lleva su nombre. Hace un cojonal de años, cuando yo era muchacho, quería ser médico. Como Juan Bruno. Eso me lo metió mi abuelo Benito en la cabeza. Nieto, estudia medicina, hazte un hombre de mérito como Zayas. Juan Bruno fue un bravo, peleó al lado de Gómez en Mal Tiempo y en cuarenta combates antes de morir en una finca cerca de Quivicán, emboscado por los españoles. Por causa de un delator. Tenía veintinueve años y ya era
general de brigada. Yo cumplí cincuenta y siete y no pasé de primer teniente». Le insinué que nunca dejaría de ser policía. «Te equivocas, hermano, esa es la idea. Tú viste lo de ese muchacho, el que estranguló a la viejita para robarle el televisor. Ya no entiendo qué coño está pasando en este país». ¿No vas a extrañar a tus amigos?, insistí. «Voy a intentar olvidarme de ustedes lo antes posible», respondió, y rio con ganas. Le dije que iba a extrañarlo.
Regresé al balcón a contemplar las estrellas, miles de otros soles contra un cielo oscuro. Lo hago algunas noches para serenarme. Al rato comienzo a preguntarme si estamos solos en el Universo y quiénes están allá afuera. De una manera confusa, saber que no somos más que una mota de polvo en un universo infinito me reconecta con nuestro planeta y su gente. Pensé en la profesora desaparecida y rogué que en ese momento estuviera contemplado los mismos soles en el cielo oscuro de septiembre.
***
Después de cenar, caminé por Tristá hasta la Central y el puente sobre el Bélico. Me acodé en la balaustrada y contemplé el andar perezoso de las aguas oscuras y pestilentes. No hay cómo imaginar que esas aguas abrevaran animales y regaran sembrados, que las mujeres pobres lavaran su ropa en los lavaderos públicos que hizo construir Marta Abreu y que los pilongos nadaran en sus pocetas de Wencesalao y La Princesa. Esta última, en las inmediaciones del Palacio de los Pioneros, debía su nombre a un ser mitológico, una Madre de Aguas mitad mujer y mitad pez o, según los chismes de la época, una mujer de mala vida convertida en sirena por inescrutable castigo divino. Todavía en los años sesenta del siglo pasado se encontraban biajacas en esas aguas turbias, y los muchachos hurgaban entre los carrizos en busca de jicoteas. El vertido de aguas albañales, de basura y escombros, terminó por aniquilar la fauna acuífera y anfibia del Bélico. Está tan contaminado, que me pregunto si realmente es agua lo que circula bajo los puentes. Solo en temporada de lluvias, si llueve como solía llover, el escurrimiento pluvial de los campos donde nace lo convierte en un impetuoso torrente de aguas achocolatadas. Entonces, por unos pocos días, parece renacer a su estado original: al limpio río que le cantó el poeta Plácido, en cuyas orillas crecían laureles de corteza gris y copas de hojas azuladas.
Seguí rumbo al oriente, con el Bélico primero a la izquierda y luego a mi derecha cuando crucé Virtudes. Ese tramo de la Central es prácticamente recto hasta General Roloff, donde describe una pronunciada curva. En el vértice interior de la curva, en un solar cercado, se levanta el templo presbiteriano de moderno diseño. Enfrente, el Palacio de Pioneros estaba envuelto en sombras y olvido. Terminé la caminata a la altura de la Audiencia. La edificaron cuando Machado finalizaba su primer mandato, era popular en toda la Isla e idolatrado por sus correligionarios villaclareños. Dos años antes había viajado a Washington para negociar con el presidente Coolidge un nuevo tratado que eliminara la Enmienda Platt. Luego Gerardito se dejó arrastrar por la ambición de poder y el ‘Nuevo Mesías’, como le llamaron los periodistas adulones y tarifados, se convirtió en el ‘asno con garras’ de la historia patria.
A un tiro de piedra se levanta un fragmento del muro del antiguo y demolido Cuartel Tarragona, cárcel de patriotas. En ese muro fusilaron a compatriotas que se sublevaron contra la dominación española. Allí está la tarja de bronce que colocó Grupo de los Mil, una institución ciudadana creada en los años cincuenta del siglo pasado con el propósito de «promover el bienestar de la comunidad y alentar todo empeño de utilidad común». En la tarja, la bandera cubana y un machete se cruzan debajo del escudo nacional y están inscritos los nombres de algunos de los que fueron ejecutados. Una vez traje a Miguel Ángel a este consagrado lugar, con la esperanza de que ese trozo de muro y la tarja despertaran su patriotismo. Escuchó mis palabras con debido respeto sin hacer comentarios y solo de regreso se atrevió a preguntar por qué le había mostrado la reliquia.
***
El hombre colocó una bacinilla debajo de sus nalgas para que orinara. Ella vació la vejiga y le agradeció con la mirada. Después la obligó a levantar las nalgas y la espalda y desplegó un plástico debajo de su cuerpo. «Para que no ensucies la sábana», dijo. En las últimas horas, su ánimo había transitado por sucesivos estados de ansiedad, culpabilidad y una terrible sensación de impotencia. Él la había alimentado con líquidos que le hizo tomar con un sorbete, desatándole una mínima fracción de la cinta que le cubría la boca y levantándole la cabeza. En esos preciosos momentos intentó hablarle y solo consiguió emitir sonidos inarticulados. Él le había advertido que tuviera cuidado al tragar.
La frialdad del plástico le provocó un escalofrío. El hombre se sentó en el borde del lecho y la mano como una garra volvió a recorrer el cuerpo postrado. Le dejó hacer, consciente de que sus reservas de energía se habían agotado. Lo que no se agotaba era su miedo de morir. No había recibido una educación religiosa, pero creía en la existencia de una realidad espiritual. ¿Es esta vida solo una parte de un viaje, y no todo el viaje? La santera de Ranchuelo le había asegurado que el alma no muere, se reencarna en otras vidas hasta llegar a un estado tal de elevación que le daría el derecho de vivir junto a Olodumare el todopoderoso, y a ser venerada por su familia como un ancestro o un orisha. La vida y la muerte no están separadas, son parte de un ciclo. Si hemos sido obedientes, moriremos una muerte apacible y sin sufrimientos. El alma nunca muere, siempre retorna a la tierra para evolucionar. ¿Qué garantías podía tener de que la siguiente etapa fuera igual, mejor, o peor que la presente?
—Eres muy hermosa —murmuró.
Tampoco opuso resistencia cuando le ató los tobillos a las patas de la cama y quedó completamente inmóvil a su merced. El hombre abandonó la habitación y se adentró en la cocina. Había algo increíblemente excitante en dominar a una mujer hermosa y retenerla el mayor tiempo posible. Se sirvió dos dedos de ron, los tomó de un golpe y el alcohol le provocó un espasmo antes de calentarle el esófago y el estómago. Se asomó a la ventana que se abría al patio. Había cartones y trozos de madera y muchas hojas de los árboles vecinos descansando inertes sobre la tierra enchumbada. Cerró la ventana y abrió la gaveta donde guardaba el cuchillo. Lo sopesó en su mano y aferró el mango con fuerza. Miró el arma con los ojos de un verdugo insensible. Ahora la compulsión era insoportable.
Regresó al cuarto y sonrió cuando vio el espanto en los ojos de la mujer. Ella sintió el pánico como una punzada dolorosa en su abdomen. Sus extremidades temblaron y lágrimas saladas empaparon sus mejillas. Nadie vendría a liberarla. En situaciones de vida o muerte, el cerebro funciona para que el cuerpo concentre toda su energía en enfrentar la amenaza, con dos opciones: luchar o escapar. Ella no tenía opción. Sintió el corazón desbocándose y una bomba explotando en su cerebro.
Cuando le enterró el cuchillo, toda la tensión comenzó a disiparse. Lo torció mientras lo encajaba y escuchó el sonido siniestro de los músculos y tejidos al desgarrarse. Extrajo el cuchillo y esperó unos segundos antes de enterrarlo nuevamente. Ella se convulsionaba violentamente, haciendo que la sangre brotara de las heridas como un surtidor, salpicándole el cuerpo. Advirtió en los ojos de la mujer el dolor insoportable y una súplica inútil, y escuchó los rugidos agonizantes en el fondo de la garganta silenciada. Después de la quinta puñalada, dejó caer el cuchillo y se masturbó frenéticamente. Entonces se sintió muy bien. Como pocas veces se había sentido en su vida.
***
A las siete cargué con copias de los expedientes para releerlos en el apartamento, pero la zona seguía sumida en un obstinado apagón. Prendí dos velas y me despojé del uniforme. Hice abdominales en el angosto espacio entre la mesa de comedor y la puerta del balcón. Terminé sudando y con el pulso en ciento cincuenta. Me serví agua de la nevera. Estaba tibia, pero la bebí de un tirón. No había agua en la ducha, así que apelé a uno de los cubos de la reserva.
A las ocho bajé al apartamento en la segunda planta. La propietaria cocina y vende raciones para clientes en el vecindario. «Lo mismo de siempre, Hernán. Pero este viernes me traen filetes de tilapia». Los días laborables almuerzo en la Unidad y las comidas las resuelvo con las “completas” que vende mi vecina. El menú cambia poco: arroz blanco, frijoles negros o colorados, y bistec o fricasé de cerdo; raras veces pescado. Por cinco pesos extras le agrega alguna vianda: plátanos o boniatos cocidos. «Hernán, la gente cree que me estoy haciendo rica con este trabajo. Pero al final del mes, cuando descuento los gastos, lo que me quedan libres 88 son dos mil quinientos o tres mil pesos». No le dije que gana el doble de lo que me pagan por hacer que se cumpla la ley, ni que gasto una tercera parte de mi salario en esas “completas”. Regresé al apartamento y cené a la luz de las velas. Habría sido una velada romántica si hubiera disfrutado de la compañía de una dama.
Dejé los platos sucios en el fregadero y me acomodé en el sillón con un vaso mediado de ron. A estas alturas, no dudaba de que el asesino de las dos mujeres se trataba de un mismo individuo, aunque los asesinatos en serie son raros en esta isla. Me iniciaba como oficial de Homicidios cuando ocurrieron los asesinatos de cuatro turistas en la zona de Guanabo, todos con un tiro en la nuca. La quinta víctima, un turista español, escapó cuando la pistola no les funcionó a sus captores y pudo hacer un retrato-robot de los delincuentes. El Tribunal Provincial los condenó a la pena capital. El móvil de esos crímenes fue el robo. Siete años después ocurrieron esos asesinatos en Santiago de las Vegas. Ya era teniente en la Brigada de Homicidios y me incluyeron en el equipo de investigadores por recomendación de un colega de mayor rango. El caso se destapó cuando un indigente que buscaba desperdicios en un basurero encontró el cuerpo mutilado de un hombre. A pesar de la avanzada descomposición del cadáver, los legistas lograron identificarlo: un vecino del barrio que se dedicaba a la compra y venta de divisas. Su esposa había reportado su desaparición semanas antes, pero se pensaba que el individuo había salido ilegalmente del país. Cuando registramos la casa del sospechoso, encontramos otros dos cuerpos en estado de descomposición en una fosa y el cadáver de una mujer enterrada en el patio trasero. El sujeto aceptó colaborar para evitar la pena máxima, lo que nos permitió identificar a su cómplice y exhumar el cadáver de otra de sus víctimas de entre los arbustos del cementerio del pueblo. Su modus operandi era sencillo y mortalmente eficaz. Él conversaba y entretenía a sus víctimas en la sala de su casa para que su cómplice las golpeara con un bate de béisbol por la espalda. Cuando no les quedó más espacio disponible en la vivienda, descuartizaron el último cuerpo y lo dejaron en ese basurero. El autor intelectual de los crímenes tenía todas las apariencias de una persona normal. Los vecinos lo describieron como alguien reservado que andaba por el barrio con una biblia bajo el brazo. Un individuo que invitaba a sus conocidos a seguir el camino de Jesucristo. En la casa encontramos joyas, dinero y una moto que era propiedad de su última víctima. También habían asesinado para robar. Pero el robo no parecía ser el móvil en los casos de Marlene y Anabel.
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A las once me llamó Quique con la noticia de que los Yanquees derrotaron 5 a 1 a los Tampa Bay Rays. Había apostado cincuenta pesos a los Yanquees, pero las apuestas eran favorables a los Bombarderos del Bronx y pagaban uno a uno.
Quique es pilongo e ingeniero en telecomunicaciones y electrónica. Después de trabajar en Radio Cuba de Villa Clara se mudó en el 2005 a la capital para convivir con una tía viuda en trance de irse del parque. La señora murió tres años más tarde y Quique heredó un coqueto apartamento en el Vedado. Trabajó seis años en el Instituto de Radio y Televisión, hasta que dejó el ICRT para reparar equipos electrónicos por cuenta propia. No le fue bien. Entonces se asoció con el dueño de un burle en Miramar donde jugaban cubilete, bacará y trío, una variante criolla del póker que se juega con tres cartas bocarriba en la mesa y tres en la mano. Quique me confió que el dueño ganaba cincuenta, setenta y hasta cien chavitos diarios, aunque mi excuñado tiene una tendencia enfermiza a exagerar. Quique ganaba diez diarios de comisión. Todo iba muy bien hasta que les cayó la fiana. Cambiaron al jefe de Sector y el sustituto resultó insobornable. Quique escapó con una multa. De crupier, pasó a apostador multifacético. Su repertorio incluye el béisbol nacional y el de Grandes Ligas, la liga de fútbol española y la Fórmula 1, la lotería de la Florida y el precio de la carne de cerdo en el mercado campesino. Ignoro la jerarquía de mi excuñado en la intrincada estructura del ilícito. Le advertí que no volviera a meter las narices en casinos clandestinos, ni se involucrara en peleas de perros, ni en carreras de autos en la Autopista. Quique asegura que las carreras de arañas son las más emocionantes.
Me preguntó si apostaría cien pesos al próximo juego de los Yanquees contra los Orioles, ese viernes. Le pregunté cómo se estaban portando los Orioles. «Socio, los Orioles no han estado bien. El juego es en el Yanquee Stadium y va a pichear ese japonés, Tanaka. Es una victoria segura, bróder. Y pagan tres a uno si los Yanquees ganan por más de cinco carreras». Era una apuesta arriesgada, pero podía triplicar mi dinero si los Bombarderos se desataban a batear. Quique tenía otra apuesta en mente.
«Hernán, este viernes es el primero de la serie entre Villa Clara y Pinar del Río. Va a pichear Alain Sánchez, ese muchacho de Cifuentes. La gente dice que Freddy Asiel Álvarez es el mejor pitcher villaclareño, pero ese Alain es muy bueno, tiene una recta de noventa millas. ¿Te arriesgas a apostarle otros cien a Villa Clara? Pagan dos a uno».
Acepté que apostara otros cien al equipo provincial.
Me acosté con la ingrata sensación de haber perdido doscientos pesos.
***
A las siete conduje de vuelta a mi barrio y tropecé con una protesta pública en la esquina de Virtudes y Amparo. Medio centenar de vecinos reclamaban “agua, comida y luz”. Algo tan inusual picó mi curiosidad y me quedé a ver el desenlace. Unos 115 colegas uniformados de la Quinta Unidad hicieron acto de presencia, pero no se quedaron mucho tiempo. La muchedumbre crecía en número y parecía fuera de control. Entonces llegaron dos furgonetas de la Brigada Especial. Unos treinta efectivos descendieron de las furgonetas y cercaron el área. Los gritos se repetían, aunque más esporádicos. Algunos manifestantes parecían más divertidos que encolerizados. Uno de los atributos del carácter nacional es tirarlo todo a relajo. El choteo que nos salva. Al rato arribaron unos vehículos con dirigentes del Partido y del Poder Popular. Los dirigentes intentaron culpar a Irma de la situación. Los manifestantes rechazaron el argumento a viva voz. Los gritos aumentaron y la discusión se convirtió en un diálogo de sordos. Empezaba a aburrirme cuando vi llegar dos camiones de la Empresa de Electricidad. Los linieros descendieron con sus equipos y subieron a los postes a chequear cables y transformadores. Dos horas después se restableció el servicio eléctrico. Lo de agua y comida quedaba para otra ocasión. Las manifestaciones que no degeneran en violencia tienen la virtud de la catarsis. Y algunas veces producen resultados positivos.
Encontré a Benigno frente al edificio, fumando su puro de costumbre. Me hizo señas de que me acercara.
—Oficial, dicen que apareció una mujer asesinada por la Circunvalación, saliendo para los Caneyes. No sé si será verdad, pero óigame lo que quiero decirle. Todo el mundo se está preguntando hasta dónde seguirán siendo benévolas las leyes de este país. Al paso que vamos, este país se va a convertir en un país de Centroamérica, donde matan y asesinan a diario. Tenemos que pensar en el bienestar de nuestra sociedad y de nuestro pueblo. La prisión puede hacer recapacitar y hasta enmendar a un delincuente común, pero no a un asesino. El que tronche una vida de manera alevosa y brutal, tiene que pagar con su miserable vida. Eso no les devolverá esa hija a sus padres, ni esa madre a sus hijos, pero al menos les quedará el consuelo de que ese desgraciado no volverá a asesinar. Si usted tiene algo que ver, o si puede hablar con alguien de autoridad, dígale que el pueblo quiere que le hagan un juicio sumarísimo y ejemplarizante a ese individuo, y que le apliquen la pena de muerte.
Aproveché el regreso de la luz eléctrica para leer un capítulo de Crimen y Castigo.
***
Dejamos el Lada en el contén de Campo de Tiro, doscientos metros más allá de la Plaza, y atravesamos la calzada para adentrarnos en el llega-y-pon. Recordé lo que había dicho Leribí: el caserío no existía en los registros oficiales. Se asemejaba a los tugurios marginales de cualquier ciudad latinoamericana: casuchas indigentes, excrementos atrayendo nubes de moscas en los matorrales, niños descalzos que parecen inmunes a enfermedades propias de la inmundicia, jubilados que acatan su miseria con los ojos turbios de la resignación. Las viviendas, con excepción de media docena, estaban construidas con materiales tributados por basureros y vertederos: techos de láminas de hojalata y recortes de nylon soportados por horcones improbables, paredes de cajas de cartón o madera podrida. Materiales ensamblados mágicamente con cuerdas y clavos y alambres eléctricos sobre el piso de tierra perpetuamente húmedo.
Teófilo Gutiérrez y Yaiza López vivían en el extremo sur del llega-y-pon. Mostramos los carnés y nos quedamos de pie junto a la puerta hasta que Yaiza se hizo a un lado para permitirnos entrar. No pasaba de cuarenta, pero había envejecido prematuramente y sus facciones eran las de una mujer veinte años mayor. Tenía la piel ennegrecida por soles inclementes, la frente hendida de arrugas y ojos que examinaban el mundo con espléndido desprecio. Una fea cicatriz se alargaba desde el lóbulo de la oreja hasta la mitad de su mejilla izquierda. Era más baja que la media y con muchas más libras de las que corresponderían idealmente a su tamaño. El mayor peso lo acumulaban unos pechos enormes. No parecía preocuparle su aspecto: algo en su postura decía que estaba orgullosa de su cuerpo y de sus tetas.
La casucha era una construcción de madera y zinc de doce metros cuadrados que hacía las veces de sala, dormitorio y cocina-comedor. La única ventana era un rectángulo irregular cubierto con un plástico. El mobiliario eran tres sillas diferentes en torno a una mesa derrengada; una cama con el bastidor hundido y una colchoneta cubierta por una sábana mugrosa. El cubo de plástico recortado junto a la cama hacía las veces de orinal. La tiznada cocina de luz brillante reposaba sobre dos ladrillos; un pomo de cristal de boca ancha albergando un tubo de pasta dental en posición vertical provisto de una mecha, servía como lámpara de aceite. La vajilla era tan menesterosa como irregular: platos de latón y de peltre, tenedores cuyos dientes se doblaban de solo mirarlos y cuchillos de filos romos y mangos fracturados. Dos 126 calderos de fondo renegrido reposaban sobre un tablón sostenido igualmente por ladrillos. No había un cuchillo de carnicero de diecisiete o dieciocho centímetros a la vista. Un cordón eléctrico corría de una pared a otra, sosteniendo perchas con mudas de ropa. La luz matinal se derramaba afuera, pero dentro la noche parecía prolongarse sin fin. Apestaba a sudores y comidas rancias. Nos acomodamos en las sillas alrededor de la mesa.
—Yaiza, queremos hablar con Teófilo —dijo Orazál.
La mujer miró el cigarrillo que casi le quemaba los dedos. Con un esfuerzo se inclinó hacia delante y lo aplastó en el cenicero desbordado de colillas.
—¿Qué hizo el cabrón ese ahora?
—¿Dónde está Teófilo? —preguntó Orazál
—¿Y yo qué coño sé de Teófilo?
—Más te vale saber —la increpó Orazál.
La mujer tosió, desgarró una flema y escupió en el piso.
—Veneno se fue el viernes y no ha regresado.
—¿A dónde se fue, Yaiza?
—No sé, ni me importa.
Me percaté de un moretón violáceo bajo su ojo derecho. Teófilo le había embellecido el rostro antes de marcharse.
—Yaiza, necesitamos que nos ayudes —dije con voz amable—. ¿A qué hora se fue Teófilo el viernes?
—Capitán, a lo mejor unos días en detención le ayudan a acordarse —intervino Orazál.
La mujer descansó las manos sobre sus muslos y meneó a cabeza.
—Oigan, yo no quiero líos. Veneno se fue el viernes, como a las tres, y no ha regresado. A lo mejor se lo llevó el ciclón.
Sonrió débilmente. Tenía una dentadura irregular manchada de nicotina.
—¿Dónde se queda cuando no viene a dormir contigo?
—Cuando coge esas borracheras perras, se va a la casa de su madre.
Orazál le pidió la dirección y la anotó en su cuaderno. No había otra habitación donde buscar, así que inspeccionamos visualmente el cuartucho a la búsqueda de algún indicio. Nada significativo.
De regreso al auto nos cruzamos con un anciano de cabellos ralos y grises sentado en un taburete bajo un árbol. Vestía una camiseta desteñida y los pantalones estaban remendados en ambas rodillas. Nos saludó con un gesto amable. Orazál le mostró el carné y le preguntó si conocía a Teófilo Gutiérrez. El vejete sonrió y nos miró con sus ojos glaucos.
—A Veneno lo conoce todo el mundo en este caserío. Veneno nació en el setenta y ocho, cuando Stevenson ganó su segundo campeonato mundial en Belgrado. Ya tenía dos medallas de oro olímpicas, de Múnich y de Montreal. Stevenson es el más grande boxeador aficionado de todos los tiempos, eso digo yo. Domingo, el padre, le puso Teófilo por Stevenson. Domingo soñaba que su hijo iba a ser boxeador. Pero a Veneno solo le gusta pelearse con mujeres. A esa Yaiza la tiene molida a golpes. Y ella se lo aguanta.
—¿Por dónde anda Veneno? —preguntó Orazál.
—Oiga, pues ahora que pregunta, hace días que no lo veo por aquí. Me parece que se fue antes de que llegara el ciclón. Seguro le cogió miedo a Irma. ¿No tiene un cigarrito que me regale?
Orazál le entregó su cajetilla y le dijo que se la quedara. El anciano extrajo un encendedor de gas del zurcido pantalón, encendió el cigarro y absorbió una cantidad brutal de humo.
—Entonces no lo ha visto desde la semana pasada —intervine.
—A veces Veneno se pierde del barrio y se pasa semanas sin venir.
***
Estaba el trono, apremiado por la abundante ingestión de aguacates, cuando escuché el celular. Tengo a mano dos ejemplares del directorio telefónico para suplir la carencia de papel sanitario, demasiado caro en las tiendas de moneda convertible. El truco consiste en humedecer esas hojas antes de aplicarlas al ojete. En otra época, usaba hojas de libros que publicó la editorial Huracán, hasta que agoté la colección. El último fue Las viñas de la ira.
Oprimí el botón y escuché la seductora voz de barítono tenor de mi amigo Senén. «Hernán, mi hermano, ¿en qué andas? ¿Siempre atrapando criminales? ¿Y la vieja María Isabel? Dale un abrazo a tu madre de mi parte. Socio, ya tengo todo listo, nos vemos este 24 de septiembre en el terruño. Avísale a Tomás».
Senén Cruz es un amigo del barrio que estudió música en la Escuela Nacional de Arte y luego en el Instituto Superior de Arte. Es un guitarrista laureado, premiado en el Certamen Internacional Francisco Tárrega y en otros que no recuerdo. Con la plata que gana se compró un Hyundai Elantra del dos mil cinco y un apartamento en el Vedado donde alegra sus sentidos con doncellas de veinticinco años para abajo. Senén aparece por el terruño un par de veces cada año y nos reunimos en la casa de sus abuelos en la calle Esquerra para unas horas de libaciones y remembranzas.
Herminio, el abuelo de Senén, tenía un puesto de pescados y mariscos en la Plaza, el edificio que ahora ocupa Coppelia. El anciano disfruta describiendo la prodigalidad de aquel mercado popular. El primer piso estaba reservado para los puestos de vegetales y frutas, y el segundo para carnicerías, pollerías y pescaderías. «Había de todo y para todos los bolsillos», afirma, con sobria nostalgia. Una suerte de cornucopia villaclareña. Los quioscos alrededor del edificio vendían tamales y dulce de coco, ostiones y minutas de pescado, cremitas de leche y pulpa de tamarindo. Y fritas, la hamburguesa criolla que se acompañaba con palitos de papas, pimentón, cebolla cruda picada y salsa de tomate. Herminio asegura que las fritas debían su sabor a la manteca con pimentón que le agregaban al picadillo, manteca que sacaban de latas de chorizo español marca El Gaitero.
A la última visita de Senén se sumó el doctor Tomás Santos, otro amigo común de la infancia. Tomás trabaja en el Cardio Centro. Además de cirujano, es especialista en ecocardiografía, rehabilitación cardiaca y terapia intensiva cardiológica. Una lumbrera. Ha cumplido misiones en una docena de países. Vive con su esposa en uno de esos edificios multifamiliares al fondo del reparto Vigía y conduce un Moskvitch que ya debe pasar de los treinta años. El apartamento es un batiburrillo de muebles, adornos y libros. Los electrodomésticos los tiene por duplicado: dos cocinas de inducción, dos batidoras, dos ollas arroceras, dos tostadoras. Tomás dice que adquirió el hábito cuando comprendió que era más fácil cargar agua en un colador que reparar esos equipos en los talleres estatales. Tomás nos fastidió con su letanía de costumbre, los ingredientes con los que se cocina “la gran crisis de valores”: perenne y humillante escasez, deficiencias en la educación, desastres naturales, pésima dirección de la economía, omnipresente bloqueo. A esa retahíla de Tomás yo la llamo causas y azares, como el disco de Silvio. «Compañeros, uno no puede pasarse la vida creyendo en un futuro cada vez más quimérico. Si viviéramos en un país africano, o en Haití, o en la India, qué sé yo, a lo mejor nos quedábamos tranquilos, contentos con lo que tenemos. ¡Pero somos cubanos, coño, y en este país nunca se vivió tan mal, que no me hagan cuentos!» Senén intervino: «Socios, lo que pasa es que los cubanos nos creemos la mamá de Tarzán. Hace medio siglo que esta islita ha estado jugando en las ligas mayores, con Crisis de Octubre de por medio, un ejército peleando en África y un cubano vicepresidente de la Coca Cola. Nos creemos que somos especiales, que estamos destinados a las cosas grandes. Hasta Martí, a quien yo admiro mucho, se lo creyó. Fíjense que escribió eso de que las Antillas libres salvarían la independencia de América Latina, el honor dudoso y lastimado de la América inglesa, y fijarían el 148 equilibrio del mundo. ¿Se dan cuenta? Nada más y nada menos que fijar el equilibrio del mundo».
***
El vestido corrido le desnudaba medio muslo. Había una suerte de energía en el ambiente. Quizás era el altar, o algún hechizo de Oshún. Nos miramos y fue una mirada de mutuo reconocimiento de lo que tenía que pasar. La anticipación de algo que va a ser muy placentero. Se levantó y se acercó hasta que nuestras rodillas se tocaran. Extendió los brazos para que sus manos descansaran en mis hombros, se inclinó y me besó en los labios. La boca le sabía a mango y el cuerpo le olía a sándalo. Me envolvió el aliento irresistible de su intimidad. Me incorporé y la abracé. Ella se soltó y me dio la espalda.
—Ven, hijo de Changó —dijo.
La seguí al otro lado de la cortina que daba acceso al dormitorio. En el centro de la pieza, la cama cubierta con un cobertor tejido parecía estrujada entre una cómoda con espejo ovalado y un escaparate cuyas puertas no encajaban bien en la moldura.
—Quítate la ropa y acuéstate.
Coloqué la cartuchera con la Makarov en el suelo al alcance de la mano e hice como me pidió. Ella se sentó en el borde a mi lado, me tomó una mano y la metió entre sus muslos. Mis dedos treparon hasta la vulva depilada y sentí el aliento cálido y húmedo de su vagina. Retiró mi mano, se levantó y se sacó el vestido por encima de la cabeza. Se soltó el ajustador y sus senos pequeños brincaron libres, los oscuros pezones apuntando en direcciones opuestas. Trepó en la cama como una gata marrullera y usó sus manos para encapuchar mi enfebrecida herramienta y colocarla en su interior. Reposé las manos en su cintura y ella comenzó a girar lentamente sus caderas. Al rato aceleró el ritmo, gimiendo con la boca abierta y la cabeza hacia atrás, las pulseras tintineando en su muñeca. La cama comenzó a crujir y tuve que apelar a mis mejores trucos para demorar la erupción. Entonces la médium se desbocó en una carrera delirante, los músculos de su vagina se contrajeron y crispó el rostro cuando alcanzó el clímax. Mi herramienta seguía en su caverna, incólume y enhiesta como un mástil. «No te muevas, está muy sensible», suplicó. Le acaricié la espalda y esperé su recuperación para reiniciar el combate. Cuatro, cinco minutos. Entonces se enderezó y apoyó las manos en la cabecera para que sus pezones me acariciaran el rostro. Los besé y chupé por turnos y comencé a moverme, primero lentamente, después con una cadencia acelerada. Volvió a gemir, y cuando hice ademán de relajar el ritmo, aumentó su cadencia. «No pares, coño, no pares», imploró. Se me escapó un bramido cuando la lava brotó desde la raíz de mis genitales y ella me acompañó con un aullido feroz, sacudida por un nuevo paroxismo. Se derrumbó sobre mi pecho, sudada y temblorosa.
—Sabía que eres hijo de Changó —susurró.