Giré el picaporte y me disponía a salir cuando unos ojos jadeantes se interpusieron aliviados, como si al fin pudieran descansar de una persecución interminable. Alargó la mano con los dedos separados, movía la cabeza hacia adelante y hacia atrás, asintiendo triunfante:
¡Al fin lo encontramos!
Estrechaba mi mano con furiosa alegría y, al exponerme a ese sacudimiento imprevisto, pensé que un furor parecido se habían disputado mis dedos mientras estrangulaban el cuello de Verónica, la hija de Teresa.
¿No nos invita a pasar? Llevamos mucho tiempo buscándolo, ¿sabe?
Aliviado por sentir mis dedos completos, ya libres de la tiránica presión que ejercía su mano sobre ellos, me hice a un lado y señalé el sofá recostado a una pared de la sala. Ante la demora del otro asomé la cabeza y me sentí confundido. ¡No había nadie!
¿Y el otro?
¿Qué otro?
El que falta. Preguntó: ¿nos invita a pasar? Dijo lo encontramos, llevamos.
¡Ah, el otro!, ¿podemos sentarnos?
Perdón, no comprendo nada.
¿Cómo?
¿Qué hace usted aquí?
¡Ah!, ya entiendo.
Abrió una carpeta de cuero carmelita y sacó un sobre amarillo con una dirección escrita con rotulador rojo. Sólo entonces suspiré desahogado. ¡Era eso! ¡La broma! Hace meses había acudido al correo para enviar una crónica a un concurso literario y al regresar a casa me esperaba algo insólito: ¡había olvidado adjuntar mis datos personales! De lograr el premio, ¿cómo iban a dar conmigo sin teléfono, sin dirección? Reprochándome la idiotez, pensé enviar una carta explicando el descuido y añadiría los datos, pero recordé que había echado al cesto de basura la dirección del concurso apenas salí para el correo y que ya nada podía hacer salvo aislar una preocupación más.
Por su cara veo que empieza a entender qué hago aquí.
Siete meses habían pasado desde aquel día y de súbito aparece este hombre hoy. Ahora recuerdo que llovía aquel sábado gris de tarde encapotada. Ruidosos goterones de lluvia se estrellaban contra las ventanas de la sala y las tejas del techo. Afuera, entre el verdor de hojas mojadas, mangos y aguacates se estremecían en sus gajos, otros goteaban, sacudidos por la ventolera. Llevaba casi dos horas leyendo titulares de recortes antiguos de la revista Rudé Právo y los ojos literalmente me ardían del cansancio. No conseguía encontrar una entrevista realizada al poeta checo Jan Sjacel por un compatriota admirador de su obra. La buscaba para repetir la emoción de leer los versos que Jan citara de memoria de uno de sus grandes poemas del que sólo yo lograba memorizar las misteriosas palabras “en alguna parte ahí detrás”. Releía de cuando en vez esos recortes para evocar la feliz época cuando era agregado cultural de la embajada de Cuba en Checoslovaquia. Todo por culpa de la nostalgia. Una nostalgia creciendo mientras el temporal arreciaba.
Ya me daba por vencido, dispuesto a prorrogar la búsqueda de la entrevista para la mañana siguiente, cuando mis ojos tropezaron con el concurso. O mejor dicho: la convocatoria se expuso de una manera tal que su provocación no pasara inadvertida por mis ojos. “Abierta convocatoria El Cronista Rojo”, anunciaba el Rudé Právo. No es preciso aclararlo: en grandes caracteres rojos. Abajo venía lo mejor:
“Dotado de 3 000 rublos, este certamen se abre para fomentar el conocimiento sobre hechos sangrientos que escapan al dominio público. Convocado por la Red de Bibliotecas Ambulantes, el concurso pretende acercar a nuestros masivos lectores a sucesos delictivos que pueden sorprenderlos en plena luz del día en el lugar menos pensado y así alertarlos de ser víctimas de un atentado”.
Me limité a sonreír. Pedían como requisito ineludible su actualidad y que se “abordaran asesinatos cuyas víctimas sean altos funcionarios del sector gubernamental”. ¡Nada de atracos triviales! Como si cualquier atraco, el mínimo, pudiera considerarse trivial. Introduje los recortes de Rudé Právo en la carpeta, entré a la cocina y preparé un café con leche. Siempre bebo sorbitos de leche con café, pero ese día por la mañana, al salir para el trabajo, Teresa propuso que invirtiera el orden de los productos, bebe café con leche, ya verás el resultado, aseguró besándome cariñosamente la frente al agarrar el bolso. Entré al dormitorio paladeando el sabor, descorrí la sobrecama y me acosté dispuesto a descansar un rato. Lo que viví fue un insomnio total. No sería acertado atribuírselo a la cafeína, sino, a decir verdad, a los tres mil rublos.
Cerré los ojos voluntariamente, imaginándome desnudo en la playa bajo la mirada de una luna aristocrática. Me veía tranquilo, escuchando el rumor de las olas, disfrutando el aroma de las uvas caletas. Es el primer truco al que me someto cuando me asaltan las temporadas de desvelos. Fue tan inútil el veraneo nocturno que recurrí al segundo ardid, siempre infalible cuando de diluirme en sueños se trata: manipularme arbitrariamente dos veces seguidas hasta lograr el derrame. Lo cierto es que me espabilé más en vez de agotarme. Comprendí entonces que la única manera de alcanzar el sueño era seguirle el juego a la tentación rublesca y escribir una crónica para que me olvidara. Era incomprensible que me desvelara una respetable cantidad de dinero no sólo devaluada frente al dólar, sino también inútil para operar en el mercado negro nacional. Para cobrar venganza por la vigilia empecé a tramar una burla que lastimara la imantación rublesca y a los organizadores del concurso, también culpables, eligiendo así un personaje, una ciudad y unos motivos para asesinar que tuvieran el encanto profano de la banalidad.
Me alegra que comprenda ya, así de súbito, la razón de mi visita. Al fin todo ha terminado. Me sentía, cómo decirlo, embaucado en una cacería interminable. Suena como si me refiriera a un animal, pero usted, el literato, ha sido tan huidizo que tengo motivos para pensarlo.
Imagino el trabajo que habrán pasado para localizarme. Esperaba que no tomara a mal la broma de la crónica, no es para menos. Un praguense asomado a la proa de un crucero que atracaba en la bahía de una isla del Caribe tenía el encanto de un simulacro perfecto. Aún así, quedé insatisfecho. Obligué a ese checo (que asesinaría por mí), a disfrazarse y usar impunemente mi nombre con una calurosa indumentaria: traje gris, bufanda y bolchevique. No me bastó alejar de Checoslovaquia el crimen que él cometería por mí, agregué el hecho de ser un reconocido poeta mediocre, con la vanidad de sentirse llamado una joven promesa en la novelística checa, que arribaba a La Habana con el original de un título enigmático: Libro de los indocumentados.
Empezaba a seducirme la posibilidad real de verme en otro con el mismo corte de pelo, la misma fragancia luego de la ducha, la misma costumbre de mordisquearme las uñas, la leche con café antes de dormir, los mismos fantasmas en la batalla contra el insomnio. Sentía como un delirio personal la aventura de atreverme a tanto a través de alguien que podría haber sido y que me era negado por tener un cuerpo, una vida, unos pies que se arrastran en una sola dirección por carecer del don de la ubicuidad.
El personaje, que disfrutaba la presunción de andar por las calles de La Habana con mi nombre, empezaba a deslumbrarme a medida que descubría sus instintos, los motivos para celebrar un asesinato impune. Insisto, no me bastó y quise adornar la farsa. Comprendí que el entusiasmo en el que yo deliraba mientras tramaba la historia no tenía marcha atrás. Se me ocurrió entonces que la persona que él debía asesinar debía llamarse Teresa, mi esposa. Aquí me detuve. ¿Por qué la mataría? Busqué algo que ella anhelara y le doliera ser arrebatado. Me sorprendió que la elección no saliera de mí, sino del presunto checo. Su satisfecha impiedad me recordó que el deseo de Teresa, su gran ambición, yo no se la había dado: una hija. Que él se encargaría de matar. Será una muerte doble, un redoblado martirio para Teresa no tener una hija y tú, al dársela (a través de la ficción, de una historia donde ella quede grávida), la asesine yo en tu nombre. Lo que verdaderamente me aterró es que él decidiera también el nombre y la edad de mi hija. Verónica tendrá siete años, afirmó resuelto. ¿Por qué Verónica? Levantó los hombros como restando importancia a mi pregunta y dijo seco: por eso de Verónica decide morir. Se me ocurrió ahora mismo. La broma empezaba a volverse en mi contra. Si Teresa tenía acceso al manuscrito por casualidad, no me lo perdonaría.
No, dije resuelto, podrá llamarse Verónica, pero será una adolescente. Él no parecía estar de acuerdo pero aceptó. Con una condición, aclaró, que esa adolescente, hija tuya, sea engendrada por ti y yo, para evitar que Teresa se entere, decido convencer a tu hija de que se haga un aborto. Furiosa, se niega. Entonces, ante su testarudez injustificada, decido descuartizarlos a los dos: a tu hija y al embrión.
Aunque no lo crea, entendí su sobresalto, su desconfianza, al presentarme así de pronto en su casa sin avisar. Además, es lógica su sorpresa, ya no me esperaba.
Perdone, creyó presentarse pero no lo hizo.
Ah, ¿no?, permítame entonces hacerlo ahora. El Alunado.
¿El Alunado? Nombre raro.
Es un apodo.
¡Ah! Comprendo.
Cuando me apodaron así pregunté, ¿qué es eso?, ¿que vivo en la luna? Como si vivieras en ella, me contestaron, sí, fanatizado con algo que sólo se explica en tus delirios.
Le dije que iba a la cocina y volvía enseguida. Saqué de la nevera una botella de slivovica empezada, la última de la caja que me regalaran al recesar mis funciones diplomáticas, y regresé a la sala con dos copas para celebrar la broma sin saber en realidad qué celebraría él.
Bueno, aclarada la broma, brindemos. ¿Merecí algún premio?
Usted cree que todo es una broma, ¿verdad?
Lo siento, de verdad. Fue un mal chiste. Claro que no debo recibir premio alguno de una convocatoria lanzada hace tantos años. Lo más seguro es que ni exista ya Rudé Právo. Hace mucho tiempo no me interesa lo que sucede fuera de esta finca.
Ya veo. Se nota.
¿Y quién devolvió el sobre? ¿Quién recibió la broma? ¿Quién se dignó a leerla?
Nosotros.
Eso ya lo imagino, pregunto quién la leyó allá.
Nadie.
Perdón, no comprendo.
Este sobre nunca llegó a Checoslovaquia.
¡Cómo!
Eso mismo.
¿Qué pretende insinuar?
Que abrimos su sobre. Y no solo el suyo, la correspondencia de todos los sospechosos, los que no lo son y los que no pretenden serlo. Cualquiera puede ser el que buscamos, ¿entiende ahora? ¡Cualquiera!
Ahora es usted el bromista. No interpreta mal el papel.
Sigue creyendo que se trata de una broma, ¿no? ¿Dónde cree que vive? Aquí hay un ojo que lo ve todo, atraviesa paredes, cruza océanos, llega al cielo y hurga en el infierno. Un ojo enorme que a veces pestañea para que el objetivo se sienta confiado, libre de sospecha y amenazas. Cuando pestañea el incauto, el ojo bien abierto siempre cae sobre él, lo alcanza, lo envuelve y lo envía a la ceguera para que pestañee a gusto.
¿Sabe?, ha logrado que recuerde algo que permanece oculto en mi memoria: la Checoslovaquia de cuando emigré, sí, la tierra de los interrogatorios y la vigilancia. No se equivocan en lo más mínimo quienes piensan que en los legajos de los archivos policiales está nuestra única inmortalidad. Ahora, ¿qué sentido tiene violar la correspondencia mía? Se trata de un sobre que contiene una crónica para concursar en El Cronista Rojo. Sea preciso, para que entienda lo comprometedora de su situación.
¿Otra copita?
No.
Bueno, si me disculpa, debo prepararme para recibir a Teresa dentro de dos horas. Le prometí una cena espectacular. Justamente me disponía a salir al mercado por verduras cuando usted apareció.
Así que una cena para Teresa.
Tengo que admitir el desagrado que me causa su ironía al pronunciar el nombre de mi esposa. Y sí, le prometí una cena espectacular.
Para celebrar otra vez su impunidad, ¿no? Como tantas veces.
Mire, Huraño…
Alunado.
Ya es suficiente por hoy. Me basta con saber que todos somos vigilados.
Y culpables. Sea preciso. ¿Aún no entiende? Pensé que sí.
Entender ¿qué?
Estoy aquí porque Verónica fue realmente asesinada.
Ahora sí, lo que faltaba. Dotar de imaginación a quien no le dará uso alguno. ¿Qué viene después? Las esposas, los tribunales, la sentencia y luego la celda siniestra, la espera, el arrepentimiento y la conversión, abrazar la fe católica o la de los verdugos, según el caso. Vamos, no se tome tan en serio la literatura. Ya le expliqué que Teresa y yo nunca hemos tenido una hija. ¿Ve?, por eso la ficción es tan peligrosa: hace real lo que no existe.
Hay ideas que son como un atentado. ¿No le dice nada esa frase?
Empezó a acosarme el pánico. ¡Era una frase mía!, en boca de un personaje que trataba de convencer a otro sobre la importancia de ciertos actos personales cuando se tiene el valor de no arrepentirse de ellos. Un ensayo mío, en forma de diálogo, donde reflexionaba sobre el mito de Edipo.
¡¿Quién es usted realmente?!
Ya le dije, El Alunado. Así me apodaron mis compañeros cuando empecé a trabajar en Homicidios, ¿no sospecha por qué?
No.
Lo imaginaba. Andaba buscando como un dobermann a un asesino. Para ser preciso: a usted.
He sido bastante condescendiente al contarle la broma que tramé. No voy a tolerar sus fantasías.
No imagina quién soy, ¿verdad?
Un mediocre investigador a sueldo, ¿adiviné?
Me cree demasiado viejo, ¿no?, creyó la infamia del cáncer terminal en la próstata, ¿no?, nunca imaginó que llegaría hasta aquí, a esta finca tan lejana y lo encontraría para vengarme del asesinato de Verónica, mi única hija, ¿no? ¿Así que también tiene, como yo, una esposa que se llama Teresa? A la mía le encantará verlo tras la reja, lo desea hace mucho, ¿sabe?
Esto es estúpido. No hablo más. Tengo derecho a un abogado.
Como quiera. Hoy se cumplen siete años, ¿no le dice nada el número? Debería, todo empezó un 7 de abril, ¿recuerda ahora?, ¿no se siente culpable?, ¿no se siente Edipo? ¿No siente la necesidad de amputarse los ojos antes que lo haga yo? Ya sabes desde cuando te persigo, cabrón, años sin poder cazarte.
¿Sabe? Ahora que lo pienso más fríamente, sus conclusiones no me sorprenden. Ya que no es capaz de encontrar al asesino, tiene que encontrar a alguien que cargue con la culpa. Ese es uno de los curiosos secretos de la vida: los inocentes cargan con la culpa en lugar de los criminales. Por ello quiero un abogado.
Como quiera, pero está detenido.
Dije que quiero un abogado.
Ya lo escuché, no he perdido la audición ni el olfato durante la cacería. Igual no le hará falta. La única defensa es la suya y no la tiene. Vamos.
¿A dónde me lleva?
Al lugar donde debe estar el autor de la broma.
El horror del comienzo de una pesadilla.
¿Qué dice? No sea pendejo. ¡Hable alto, como los hombres!
No saben a quién están arrestando.
Lo sabemos: a un checo de mierda.