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El cerebro de Boltzman

Número 7, 1951 por Jackson Pollock

Número 7, 1951 por Jackson Pollock

Un hervidero de ruidos se cocinaba en el espacio que ocupaba aquel lugar, ruidos que bullían desde lo más profundo de aquel caldo silencioso y que llegaban a borbotones a la superficie que conformaba una prístina realidad.

Una deconstrucción de ruidos suaves, fuertes, dulces, graves, subyacentes… Ruidos entonces meramente aleatorios, que si se hubieran podido ver, bien podrían recorrer los trazos salvajemente capturados de un cuadro de Pollock.

Solo aquello alcanzaba a percibir a mi alrededor, durante mi estancia frente aquella ventana, junto a la que me encontraba perpetua, impasible, y cómodamente sentada. Con la mirada proyectada hacia a algún otro lugar por demás inexistente, así permanecí hasta que todo el barullo inexorablemente se disolvió.

Durante una ínfima fracción de segundo, retorné al silencio absoluto de donde hace mil tiempos partí. Me regocijé en la nada, en mi habitáculo primigenio. Sentí el frío del espacio y la eternidad de los eones… La soledad última.

Y volví.

Retrocedí mis pasos y me sumergí de nuevo en aquel mar de ruidos. Aquella marea voraz que poco a poco transformé en sonidos. Tintineos, susurros, voces; y luego palabras. Existieron entonces las pláticas  que hablaban de todo pero que a la vez no decían nada, risas lejanas de niños, meseros tomando la orden, el tintineo frío de los cubiertos que se antojaban metálicos, el sorbo del café caliente y recién servido, los motores de los carros que pasaba por la calle cercana, la campanilla de la bicicleta que se encontraba dando vuelta a la esquina más lejana.

Bajé la mirada a la vez que recorría aquel objeto extraño, inconsistente, borroso, en estado de total entropía. Luego entonces, se ha tornado de contorno curvo, frío… metálico. Y resucité otra vez esta mente mía, la colonicé de nuevo utilizando el concepto cuchara.

Después, así seguí aquel día; perpetua, impasible y sentada en el café junto aquella ventana mirando a la lejanía.

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