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Dentro de la tradición de homenaje al béisbol y de su tratamiento como parte de la vida pública de los cubanos, destaca el nombre de Raúl Roa García, quien fue siempre un reconocido aficionado al deporte de las bolas y strikes. Roa nos ha dejado dos textos antológicos, cuyo leitmotiv central es la pelota, y ambos son de los primeros años 50, recogidos luego en su libro Retorno a la Alborada (1964). Se trata de dos pequeñas joyas de un humorismo cáustico, donde se mezcla la sátira política con matices surrealistas en la titulada “El alacrán de cobalto” y el tono zumbón, irreverente y desenfadado en la más conocida de ellas: “Pelota”. Esta última es la narración ingenua de una aventura de su niñez, adornada por las “hazañas” del protagonista, jugador de la “Liga Amateur de Pantalones de Bombache”, en los “idílicos tiempos en que pisando y pisando la ventaja era para el corredor”. En la prosa hilarante de Roa toman cuerpo los cuatro equipos: Los Mancos, Los Miopes, Los Mataperros y Los Manigüeros, equipo este al que pertenece la joven estrella, dirigido por un curioso personaje llamado Ruperto Mayabeque. En el juego decisivo entre Manigüeros y Mataperros, estos llegan empatados al noveno inning a cero carreras, salvando el juego nuestro héroe a base de tres ponches con bases llenas a los Mataperros, y disparando luego el jonrón decisivo en el último capítulo, en tres y dos, y después de varios fouls que habían puesto de pie a la concurrencia. El final de este relato termina en apoteosis festiva y deliberadamente cursi, cuando el ufano protagonista exclama: “…boté la pelota, gané el juego y todo cubierto de flores fui llevado en andas, por la muchedumbre enfebrecida, hasta el portal de mi casa. Ruperto Mayabeque lloraba de gozo, mientras mi novia sonreía, conmovida, bajo una sombrilla rosada”.1
“El alacrán de cobalto” es prosa de mayor vuelo y tiene un claro propósito de denuncia contra la dictadura de Batista, escrito a escasos meses del golpe militar, el 24 de mayo de 1952. El texto se inicia con una declaración de fe almendarista, de donde se deriva el simbólico alacrán, pero los tiempos que corren no parecen propicios para hablar de pelota, pues “el caucho anda suelto, la carne en estado de sitio, el azúcar amarga, el candangazo atorado y la hierba creciendo”. Luego se abre un paréntesis de choteo al fanatismo excesivo, llevado a situaciones absurdas por Roa, que confiesa con su humorismo criollo: “Una vez estuve cien días a dieta de boniatillo por haber ganado una apuesta. Otra me pelé a rape para darle caritate a una pipiola habanista”, mas la burla se congela en la gravedad de la sentencia: “pero la hierba sigue creciendo y yo soy más almendarista que nunca. No tengo empacho alguno en decirlo. La custodia de mi sueño la he confiado a un alacrán”.
La metáfora del alacrán soñado abre un abanico de posibilidades interpretativas, a partir de imágenes como la de su vestimenta morada rematada por un gorro frigio, en alusión a la República constitucional destrozada por el golpe militar, y otras demenciales, como la del escorpión calentando café en la hornilla eléctrica y tocando la “Sinfonía Heroica” de Beethoven en un violín sin cuerdas. Pero al margen de estas imágenes oníricas, el alacrán de cobalto parece simbolizar, en sus atributos de pesadilla, la situación real de caos e incertidumbre por la que atravesaba el país, no faltando incluso alusiones explícitas y figuras llamadas por su nombre: “Es una verdadera joya en su clase. No solo sabe leer correctamente y escribir sin faltas de ortografía. Es también políglota y filatélico. Baila mambo y es civilista. Su pelota es la Constitución del 40 y su drenaje biliar el Consejo Consultivo. El 20 de mayo estuvo en el grandioso mitin de la FEU. Y poco faltó para que se clavara el aguijón al escuchar las vibrantes parrafadas de Jorge Mañach”.2 El estilo burlón y vitriólico del siempre díscolo Roa, alcanza aquí una prosa extraña y surrealista, que le permite hacer una dura crítica al régimen, con la advertencia de que el enloquecido alacrán podría lanzar su temible aguijón más allá de las cercas del stadium.3
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La década del 60 trajo profundos cambios al universo de las prácticas beisboleras, tal como se habían venido desarrollando en los últimos cien años. La joven Revolución, en su legitimación nacionalista y espíritu contrario a la dominación del capital, eliminó el deporte profesional, provocando una fractura en muchos jugadores que tenían contratos firmados en el exterior u otros que no se adaptaban a los vertiginosos cambios. Al mismo tiempo, los dueños de equipos de Grandes Ligas los presionaban para que salieran del país, mientras que ya habían comenzado el boicot de sus jugadores a clubes cubanos, que participaron en el último campeonato profesional solo con peloteros locales.
Al calor de las medidas nacionalistas del gobierno revolucionario, y de la guerra encubierta iniciada por el gobierno norteamericano, el equipo Cuban Sugar Kings, perteneciente a la Liga Internacional de la Florida, fue transferido a la ciudad de Jersey. Finalmente, el 7 de febrero de 1961 se realizó el último juego entre profesionales, enfrentándose los equipos de Cienfuegos y Almendares, en una curiosa coincidencia, pues se trataba de los mismos equipos que habían inaugurado el flamante parque del Cerro hacía tres lustros. También como parte de la estrategia deportiva revolucionaria, a finales de febrero se creó el INDER como organismo rector del deporte en la Isla y en marzo fue abolida oficialmente la práctica de la pelota profesional. Con ella desaparecieron los antiguos nombres de los equipos: Almendares, Habana, Marianao y Cienfuegos, y se clausuraba una etapa de enorme relevancia para el béisbol cubano.
Esta nueva situación produjo un doble efecto, por un lado abandonaron el país grandes jugadores que habían sido ídolos de la afición durante la década anterior, como Orestes Miñoso, Guillermo Willie Miranda, Camilo Pascual, Pedro Formental, Pedro Ramos, entre otros, pero al mismo tiempo este éxodo posibilitó que surgieran y se consolidaran nuevos talentos, que empezarían a jugar en la primera Serie Nacional, en enero de 1962, y a representar a Cuba en los torneos amateurs del área. En este contexto de renovación y cambio, específicamente en el año 1966, recordable para el béisbol por los dos juegos consecutivos de no hit no run del villareño Aquino Abreu, el poeta Roberto Fernández Retamar publica en la revista Cuba, en un número dedicado a la pelota (se vivía entonces el ambiente desafiante que significaba participar en los Juegos Centroamericanos de San Juan, Puerto Rico) un poema que sería un homenaje de su generación a todo el béisbol anterior a la Revolución, y al mismo tiempo un ajuste de cuentas con la condición intelectual, vivida junto con la pasión popular por el deporte.
El poema en cuestión se titula “Pio Tái”, en un remedo de la manera en que los niños cubanos piden tiempo (“pido time”) en medio de un juego cualquiera, y está escrito en un tono casi elegíaco, pero en una atmósfera conversacional. Los primeros versos son como una invocación, una petición de benevolencia y protección hacia los escritores y artistas al comenzar su torneo de pelota:
…que antes de empezar, nuestro
{primer recuerdo
Sea para Quilla Valdés, Mosquito Ordeñana, el
{Guajiro Marrero,
Cocaína García, La Montaña Guantanamera,
Roberto Ortiz, Natilla
(desde luego), el Jiquí Moreno de la bola de
{humo, el Jibarito, y más atrás
Adolfo Luque, Miguel Ángel, Marsans,
y el Diamante Méndez, que no llegó a las Mayores
{porque era negro
y siempre el inmortal Martín Dihigo.
(Y también, claro, Amado Maestri, y tantos
más…)
Inolvidables hermanos mayores donde quiera que
{estén,
hundidos en la tierra que ustedes midieron a
{batazos,
en la Tropical o en el Almendares Park,
bajo el polvo levantado al deslizarse en segunda
alimentando la hierba que se extiende en los
{jardines y es surcada por los roletazos;
O felizmente vivos aún, mereciendo el gran sol de
la una y la lluvia que hacía interrumpir el juego
y hoy acaso siga cayendo sobre otras gorras…
Cuando Retamar escribe este poema, todavía vivían o permanecían en Cuba verdaderas leyendas del juego como Miguel Ángel González, Martín Dihigo, “Natilla” Jiménez, Conrado Marrero y buenos peloteros como Gilberto Torres, “Sagüita” Hernández y el siempre digno Silvio García, formidable torpedero que no fue el primer negro en jugar Grandes Ligas porque no estaba dispuesto a ser humillado por el color de la piel. En ellos el poeta descubre toda una mitología deportiva de su niñez y juventud, compartida en un tiempo inmemorial, como dioses triunfantes, con los clásicos del arte y la literatura de su vocación definitiva, como antes había hecho Guillén en su comparación entre Darío y Méndez. Entonces puede declarar humildemente:
{donde quiera
que estén, reciban los saludos
de estos jugadores en cuya ilusión vivieron
{ustedes
antes (y no menos profundamente)
que Joyce, Mayakovski, Strawinski, Picasso o
{Klee,
Esos bateadores de 400.
Y ahora, pasen la bola.4
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Nuevos nombres se imponían en las Series Nacionales (por primera vez de verdad nacionales) a los de las glorias vivientes, y en algunos casos el olvido cayó sobre muchas de ellas, en lamentable actitud que buscaba borrar el pasado profesional y legitimar el presente de la pelota aficionada. Pero también, justo es decirlo, se jugaba entonces con una pasión sin límites, en aquella década “prodigiosa” de los 60, que vio surgir una ilustre generación, y que al decir de uno de su protagonistas máximos, el matancero Félix Isasi “dejaba el alma en el terreno”, tocando bolas, buscando dead balls, corriendo fuerte y deslizándose con decisión en las almohadillas, robando bases y haciendo con alegría todo cuanto es posible hacer en un diamante de béisbol.
Fue la nueva Edad de Oro, con los jonrones de Chávez, Cuevas y Marquetti, conectados limpiamente con bates de madera; los hits “a la hora buena” de Wilfredo, Isasi y Rosique, llamados por el cronista Bobby Salamanca “Los Tres Mosqueteros”; la vista privilegiada de Urbano, que no se ponchaba casi nunca; los duelos memorables entre Alarcón y Hurtado, Huelga y Changa Mederos; la rectas poderosas de Verdura y Vinent; el aplomo de Aquino Abreu… asombrando a un público que acudía jubiloso a los modernos estadios que se multiplicaron por todo el país. A todos está dedicado el libro de entrevistas realizado por el novelista Leonardo Padura y el periodista Raúl Arce, donde el estilo depurado del narrador policíaco es inconfundible en el aliento poético de la mayoría de los diálogos y semblanzas, como en esta evocación del mítico Manuel Alarcón, el “Dios de Cobre” de los orientales:
El día de 1968 en que se anunció el inminente y absurdo retiro de Manuel Alarcón, se abrió un vacío irremediable en la pelota cubana. El box había perdido a su figura más legendaria y atrevida, a un hombre que solo lanzó siete años y no dejó ningún récord, pero que se convirtió, por derecho propio, en el único jugador sin cuyo nombre es imposible escribir la historia de los años más románticos y locos del juego nacional, cuando un jonrón era una fiesta o una tragedia para todo el país o cuando Manuel Alarcón podía mandar cerrar La Trocha y salir el Cocuyé (…).5
Más de tres décadas después estos nombres son prisioneros también de la nostalgia, dentro y fuera de la Isla, y han entrado al mundo de la ficción literaria en la evocación de un abogado emigrado en la Florida, personaje de la novela de Zoé Valdés Milagro en Miami ( 2001), quien afirma, apelando a una vieja frase beisbolera que “…el destino de los cubanos dependía de la pelota, que es redonda pero viene en caja cuadrada” y realiza un largo monólogo, dedicado a recordar las grandes figuras del béisbol de su juventud, cuando jugaban:
“Wilfredo Sánchez, zurdo y jabao, un monstruazo que hay que decirle a usted, el mejor primer bate. Armando Capiró, sin duda, un cuarto bate de alquiler de palco. Eulogio Osorio, bateador zurdo y negro, un volao y de los Industriales. Changa Mederos, zurdo, pitcher, blanco, fue estrella con los equipos donde jugó (Industriales y Habana). Urbano González, segunda base, blanco y bateaba a la zurda; también jugó pa La Habana e Industriales. Pedro Chávez, blanco y tremendo pelotero, jugó primera base. Manolo Hurtado, pitcher derecho y blanco; huesanga. Germán Águila, tercera base y negro; mortalísimo. José Antonio Huelga, jabaón y pitcher estelar. Braudilio Vinent, negro como un teléfono Kellog, pitcher derecho y jugador de los files. Andrés Telemaco, tronco de fildeador del jardín central, mulatón y derecho. Laffita, derecho, blanco, jugador de los files y un bateador de los que ya no se fabrican. El jabao Puente, tremendo short stop y bateador derecho. Son solo algunos nombres de los que me acuerdo, de peloteros que marcaron mis años de chamaco. Omar Linares vino años después”.6
Resulta interesante en esta enumeración la minuciosidad clasificatoria del abogado, quien pone énfasis en no olvidar ningún detalle, como si quisiera reconstruir todo el ambiente de época y unir los fragmentos dispersos de la memoria en un apretado haz de biografías: la posición que jugaron, si eran zurdos o derechos, los equipos con que participaron en los torneos, sus habilidades como jugadores y el dato, un poco forzado, del color de la piel, que es totalmente superfluo en el caso del béisbol cubano del siglo XX, que promovió siempre una extendida democracia racial en los terrenos de pelota, (excepto en las filas amateur, organización aristocrática y racista) y que solo sería conocida en los propios Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. En la novela, que contiene otras alusiones a la comunidad residente fuera de la Isla, la impronta del béisbol le otorga al discurso de la nostalgia una breve y honda intensidad, como las de aquellas jugadas relampagueantes que el abogado iba a disfrutar en su niñez al Stadium del Cerro, en un presente maravilloso que quizás se le antojaba eterno, y ahora está hecho de recuerdos.
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Dentro de la generación nacida a mediados de la década del 40, y que alcanza su madurez expresiva en los años 70, todavía muy influida por el estilo coloquial o conversacional del decenio anterior, se destacan dos poetas que van a utilizar el béisbol como pretexto para censurar, parodiando sus poses y argumentos, cierta fobia intelectualista a las pasiones y prácticas de la cultura popular (el baile, el deporte, la moda, etc.), tenidas como cursilerías o ademanes “cheos” por una zona de esa propia intelectualidad. Son los casos de Félix Luis Viera y Raúl Rivero, ambos dentro del intimismo erótico, quienes enlazan en sendos poemas sus angustias como creadores, enmascaradas por aventuras amorosas “mediadas” o “vividas” al calor de la avidez beisbolera. El poema de Viera se titula, con una gravedad aparente, “El Deporte Nacional” y narra la historia del prolongado asedio del protagonista, un aprendiz de poeta aficionado a la pelota, a una bella joven que acudía noche tras noche a presenciar los partidos del equipo local:
De eso hace diez o doce años. Al fin,
resultó
que yo más bien me dedicaba a mirar el
juego
de las luces en sus ojos, las rápidas líneas
de sus pechos, los batazos
incogibles de su sonrisa leve, el corrido
de sus cejas en pos de las jugadas,
que el otro juego que se estaba haciendo
en el terreno.
La anécdota continúa, insistiendo en como el fanático se va trasladando definitivamente del juego real al imaginario duelo entre su fervor por la muchacha y la indiferencia de esta, aparentemente concentrada en los avatares del terreno, hasta que sobreviene el desenlace: la declaración del amante secreto y de su condición de poeta, lo cual podría justificar su estado de privilegiado voyeur, La respuesta de la muchacha pospone con ingenio el dilema amoroso, y su “sentido común” se impone, desarmando las pretensiones intelectualistas del hacedor de versos.
O sea, que me declaré. Y le dije además
que era
poeta, o lo era casi. Pero
cuando le pregunté su opinión de la
Poesía,
me respondió que lo más importante
era saber qué base yo jugaba.7
La fábula poética que hilvana Raúl Rivero en “El extraño caso de la doctora Rodríguez”, aunque emparentada en la temática amorosa con el poema de Viera, no es la historia de una seducción, sino del fracaso de una ilusión romántica, cuando la circunspecta doctora “descubre” la efusión beisbolera de su amante:
La decepción llegó temprano
Un domingo brillante, por la tarde, descubrió
Que me gustaba la pelota.
Estuvo dos semanas sin hablarme.
El cambio fue total.
Después de eso le parecían horribles los
Versos que citaba.
Al final sobreviene la ruptura, narrada en una curiosa mezcla de tono trágico y catarsis pedagógica, utilizando el recurso de la enumeración para enfatizar lo ridículo de una postura que gusta de estereotipos profesionales, como el tópico del poeta bohemio y noctámbulo, incomprendido o inadaptado, y que sospecha intelectualmente de quienes no responden a esos cánones, porque les gusta bailar rumba, tomar aguardiente o gritar en el estadio de pelota:
Lamenté que se fuera porque
En el tiempo que estuvimos juntos
Dejó un rastro de amor en mis poemas
Y en mi experiencia
Un profundo rencor contra la gente
Que dudan de los poetas porque no beben
Vino y porque beben
Porque no dicen cosas trascendentales cada
día
Porque no se suicidan, no lloran en las
calles
No pasean en los parques con sus liras
O porque simplemente van al stadium
A disfrutar un juego de pelota.8
NOTAS
1. Raúl Roa, “Pelota”, Retorno a la Alborada, Universidad Central de las Villas, Dirección de Publicaciones, 1964, pp. 387–389.
2. Raúl Roa, “El alacrán de cobalto”, en: op. cit., tomo II, pp.187–189.
3. De hecho, en más de una ocasión durante la dictadura de Batista, los estudiantes de la FEU se lanzaron al terreno del Cerro, con telas y pancartas contra el régimen y pidiendo la liberación de los presos políticos. En fuertes encuentros con la policía, se destacó en defensa de los jóvenes la figura del célebre árbitro Amado Maestri.
4. Roberto Fernández Retamar, “Pío Tái”, Cuba, La Habana, marzo, 1966, p.55.
5. Leonardo Padura y Raúl Arce, Estrellas del Béisbol, La Habana, Editora Abril, 1989, p. 22.
6. Zoé Valdés, Milagro en Miami, Barcelona, Planeta, 2001, pp. 195–196.
7. Félix Luis Viera, “El Deporte Nacional”, Cada día muero veinticuatro horas, La Habana, Letras Cubanas, 1989, pp. 33–34.
8. Raúl Rivero, “El extraño caso de la doctora Rodríguez”, en: Herejías Elegidas, Madrid, Betania, 1998, p. 130.