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El aprendiz de profeta

Paisaje con el Profeta Elías en el desierto. Por Abraham Bloemaert

En la aridez evangélica del Mediterráneo, un aspirante a profeta se dirige al desierto. Como otros antes que él, sabe que una temporada en despoblado, comiendo langostas y algún dátil que el azar le depare, contribuirá a formarlo en la cepa enjuta de los predicadores. Sabe también que esos días le dirán, de una vez por todas, si sirve para lo que se ha propuesto; si tiene la resistencia y concentración necesarias.

No ignora que la tentación vendrá a buscarlo, pero sólo puede suponer las formas que va a tomar. Ha escuchado relatos espeluznantes de figuras horrendas, y aterradoras descripciones de mujeres que harían pedazos la voluntad de cualquiera. Pero le cuesta trabajo pensar en una tentación que pueda vencerlo, y de ahí deriva una seguridad intensa e inocente.

Ha tomado la decisión de pasar a la intemperie cuarenta días con sus noches, tal vez porque ese número es mágico: habla de ritos e historias que inquietan los libros sagrados. Habla también, misteriosamente, de muchedumbres: podría pensarse que se encuentra en la frontera de lo incontable.

Al principio, su principal enemigo es el aburrimiento, esa entidad vasta y vacía que se adueña del cuerpo con una fuerza inexorable y lenta.

El aprendiz de profeta emplea su tiempo en orar, pero lo ronda el temor de que sus oraciones carezcan de sentido. Le parecen otras tantas desviaciones en el camino hacia una meta que intuye, pero que no puede perfilar claramente. A los veinte días descubre que las oraciones son un andamiaje que hay que saber desechar cuando se ha alcanzado cierto límite, y decide emprender su propia plegaria y construirla a base de sonidos. Utiliza primero el rumor opaco de sus pasos sobre la arena, y el murmullo que hace su túnica cuando camina, entrelazando miembros, telas y articulaciones. Luego escucha el viento rozar las zarzas tímidas, y los gritos de los pájaros que resuenan en la sequedad del aire. Un día, logra escuchar el penoso trayecto de un escarabajo que se asoma entre las piedras, y por último los vapores que produce su propia respiración. Con esas armas amplifica los sonidos para que Dios lo escuche a él.

Durante casi todo el tiempo, su mayor tentación consiste en no tener ninguna, pero su penetración infalible le ayuda a descubrir esto. Es entonces cuando vislumbra que su misión no es anunciar ningún reino venidero; que no sabe las intenciones de Dios con el mundo; que los libros sagrados, como las oraciones, son apenas el cascarón de una certeza.

En un momento aterrador, percibe que cada hombre es libre y debe ser responsable de sus actos, y este presentimiento lo separa de sus contemporáneos y de todos los que han existido hasta ahora. Sabe que debe predicar, y que su prédica consistirá en pedir a cada persona que se reinvente. Entonces lo sorprende la convicción de que lo matarán por ello, o más bien (pues todos los predicadores saben que los han de matar) de que ésta será la causa de que lo ejecuten.

Cercano a los cuarenta días, hace su aparición El Oscuro, y con cierta desgana (ya que de antemano parece saberse derrotado) le lanza algunas tentaciones, casi por no dejar.

El aprendiz regresa del desierto y predica. Es tan exitoso que tres años le bastan para ganarse la muerte y el castigo. Tres años para cambiar el mundo, pues las orillas de un lago de pescadores y una ciudad santa resumen para él el universo.

Cumplida la misión, y en el cadalso, mientras desfallece y siente que la fuerza y la vida se le escapan, la memoria lo lleva de vuelta a su estancia en el desierto. Recupera las oraciones que le enseñó el silencio, y cercano a la muerte se siente vencedor.

Es entonces cuando lo invade una visión que ensancha el mundo más allá de lagos, mares y desiertos; más allá del imperio y sus legiones. Una visión que añade dimensiones, comarcas, épocas y pueblos a la Tierra, y desde ahí lo regresa a la última tentación que le propuso El Oscuro: contempla su propia imagen multiplicada y llena de vestuarios insólitos, y el extraño despropósito de la escenificación infinita de su muerte. Ve palacios construidos en su nombre, libros que explican lo que quiso decir al pronunciar palabras que nunca dijo, y gente que dobla la cabeza ante la imagen de su martirio. Ve, finalmente, que su prédica se ramifica y deja de parecerse a sí misma, como las verdades a medias que esgrimen audazmente los malvados, y que sus palabras se propagan más allá de lo imaginable en contra de sus propósitos.

Escudriña entonces, con su último aliento, el instante en que pudo haber cedido a tentaciones que le habían parecido tan intrascendentes, y muere con la sensación inequívoca de que Dios lo ha abandonado.

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