Zoila me mira con fuerza. Los pómulos cambian de color, parecen semáforos del rojo al amarillo. Los ojos se le vuelven grandes y tratan de salirse, ahora entran.
Yo no oigo nada. Cuando estoy en la casa nunca escucho. Siempre estoy caminando de un lado a otro en busca del radio para oír música a todo volumen. Los sonidos del radio que más me gustan son los de las sirenas de los carros de la policía, el del viento cuando ponen un programa infantil, y el de la gente riendo cuando son felices. Eso es lo único que escucho, aquí afuera del radio solo presto atención a los mayores porque me tocan y leo en los labios la palabra anormal o la palabra comemierda.
Mamá me llevó con médicos, psicólogos y aun se desconocen las causas. Hace mucho que no logro escuchar ni a mamá, ni a Zenaida, ni a Zoila.
Zoila me sigue mirando, es una puta, eso sí lo he oído, mamá es una puta, también lo he oído, Zenaida fue una puta. Yo no estoy sordo. Zoila levanta el brazo y me abofetea pero no siento los golpes, me empuja y verla despeinarse y gesticular para que la escuche produce risa. Yo me tapo los ojos.
Zoila nació en octubre de 1969, dos años después de Zobeida (mi mamá) y veintiocho años después de Zenaida (mi abuela). Yo me llamo Zanto.
Mi casa la conoce todo el mundo porque entra mucha gente; unos abrazan a mamá, otros a Zoila, muy pocos a Zenaida que se levanta todas las mañanas y hace el café para los hombres. “Dígase hombre y se han dicho todos los derechos”. Entran en mi cuarto, estrujan mi cama. Mamá siempre sale colorada y le enseña el cuello a Zenaida. Zoila sale también pero con los ojos del color del cuello, disminuidos, fumando entre risas, mientras mamá y Zenaida le dan por la cara como si buscaran emparejar a Zoila del cuello para arriba. Ahora es una mancha roja del busto hacia arriba. Zenaida siempre llora y se vuelve arrugada como mis sábanas. Las lágrimas se confunden con los mocos y empapan el piso, Agustín, el amigo de Zoila, sale del cuarto y le pone un billete en la mano:
—Aquí tiene pa’ que se compre un pañuelo. Y usted —dice mirándome—, tome y cómprese otros audífonos.
Zenaida dice que yo me quedé sordo por escuchar tanta música con esos aparatos.
***
Zoila abre la boca después de quitarme las manos de los ojos. “Lengua de trapo”, dice claramente, se esfuerza en deletrear las palabras.
Mamá me dijo que no tengo padre:
—Bueno, de tener tienes dos, o uno, no sé bien cuál es.
Médicos los dos, y trabajaban de guardia en la misma sala de mamá ese mes. Mamá es enfermera.
—Tienes que ser doctor como tu padre —dice ella.
Yo quiero ser policía.
***
Zoila se quita el tacón y golpea mi cabeza. Aguanto el dolor. Los vecinos la empujan y la sangre gotea por mis pestañas. Zenaida llora y aguanta mi antebrazo, embarrándolo de un verde que se tiñe con el rojo de mi cabeza; quedamos unidos en un pacto por sus mocos y mi sangre.
—La madre está en el trabajo —dice la vecina de enfrente.
***
Ayer vino un policía a la casa; pero vino antes de ayer y antes de antes de ayer. Mamá le tocó las manos y la cara, él seguía hablando y sí lo escuché. Por primera vez desde hace mucho escuché a alguien en casa. Le dijo si había visto unos paquetes; yo los vi en el escaparate y debajo de la cama. Unos paquetes blancos con un polvo del mismo color, que Zoila absorbía por la nariz junto a Agustín. Se tiraban desnudos en el piso y terminaban manchando mi colchón. Zenaida no absorbía, botaba, la nariz de Zenaida siempre bota.
***
—Ahí viene el carro —grita una vieja.
***
El policía vino hoy por la mañana. Zoila nunca está cuando él viene. Mamá le tomó la mano y le acarició el pecho; lo tomé por la otra y lo llevé hacia el escaparate. Mamá lo detuvo. De un golpe abrió la cerradura de la gaveta. Sacó los paquetes. Acarició mi cabeza y después le dio un empujón, le gritó puta a mamá, que lloraba viéndolo irse. Mamá me arañó la boca. Dolió.
***
El carro de la Policía se detiene y se baja el oficial de mamá con dos más. Esposan a Zoila, que grita y grita fuerte, pero no la escucho. La boca hace intentos por zafarse y tragarme. El policía me seca la sangre con un pañuelo y me da un apretón de manos. Salgo corriendo para el cuarto, tomo el radio con una mano y con la otra saco un paquete que está escondido debajo de la cama. Si eso es lo que quieren a lo mejor me llevan. Zoila saca la cabeza por la ventanilla, vociferando. Yo rompo el paquete y veo alejarse el carro con intenciones de no volver. Zenaida me abraza. El polvo se disemina y la gente estornuda, están como envueltos en una nube. Tomo el radio y me lo pongo en el oído, se escucha un viento fuerte, unos niños jugando en la playa, sonríen a todo volumen, acá afuera se escucha la sirena de la Policía, estoy muy feliz y se me salen las lágrimas por la alegría. El grito de Zoila se va perdiendo en la carretera, Zenaida me toca para que atienda, seca mis lágrimas y las ensucia con sus manos:
—No llores —arruga sus labios y luego se sopla la nariz—, tú no tienes culpa de nada.