A LA MUERTE DE AGUSTÍN DE ROJAS
Por Gina Picart
Aunque Daína Chaviano me había recomendado en el taller Oscar Hurtado leer la novela Espiral, de Agustín de Rojas, yo no conocí personalmente al escritor hasta 2003, durante un encuentro de escritores en Matanzas. Al llegar nos alojaron en el hotel Guanímar. Desde el primer momento me llamó la atención aquella figura manierista que parecía pintada por El Greco y era tan semejante a la de Harold Gramatges, anatomía leptosómica y nerviosa donde tan a menudo se encierran espiritualidades intensas y sublimes, siempre marcadas de algún modo por la intuición de la Belleza. Pero si Harold tenía un porte casi angélico de tan iluminado, Agustín, en cambio, recordaba a un quijotesco hidalgo español, porque se percibía en él cierto matiz muy parecido a un orgullo de casta del que seguramente no era consciente, pero resultaba comprensible, pues los Rojas son una de las más antiguas familias de abolengo de la Isla de Cuba, habiendo desempeñado siempre roles de jefatura muy señalados.
No fue hasta la noche, en la velada de recibimiento que nos ofreció la UNEAC, cuando pude acercarme a él y abordarlo, pues estaba todo el tiempo rodeado de personas que intentaban acapararlo. Recuerdo que había una fuente, y en derredor unas jóvenes danzarinas ondulaban sus cuerpos llenos de gracia al compás de la música, pero Agustín estaba en otra cosa: intentaba organizar una mesa de dominó para cuando volviéramos al hotel. Conversamos de su novela y de ciencia ficción, pero a las pocas frases desplacé el tema hacia la magia y el esoterismo, y anoto como dato curioso que en aquel momento, mientras yo le disparaba a bocajarro a un Agustín gentil, pero poco interesado, mis criterios sobre la reencarnación, él me miraba con una mínima sombra de risa bien disimulada en el fondo de sus ojos por su exquisita educación aristocrática. Debí parecerle estrafalaria. Al término de la noche la mesa de dominó fue colocada en la plazoleta del Guanímar, y Agustín jugó feliz hasta la madrugada en compañía de Jesús David Curbelo y de una Susana Haug por entonces adolescente. No recuerdo quién fue la cuarta pata.
Años después visité Villa Clara por vez primera y participé en un panel de conferencias. Agustín se encontraba entre el público, respetuoso y atento. Me habían dicho que padecía alguna clase de trastorno mental, desde hacía tiempo se hablaba de eso entre los escritores, pero pasamos juntos bastante rato en un parque y luego en una cafetería, y nuestra conversación resultó interesante y fluida, la brillante inteligencia de Agustín permanecía intacta. Recuerdo que hablamos mucho en torno a El Publicano, su última novela, que yo había leído tres veces y considero espléndida. Estaba muy delgado y algo demacrado, pero sus ojos seguían siendo vivaces y traviesos. Al día siguiente lo vi encogerse como un niño bajo un regaño de otro escritor, Lorenzo Lunar, motivado por una intervención peliaguda de Agustín durante una de las conferencias. Agustín, a pesar de su edad, no aprendió jamás las oblicuidades ajedrecísticas que ayudan a sortear la vida cotidiana y hasta a medrar con suerte en sus aguas turbias; era inocente como un niño, y de una franqueza y sinceridad capaces de trastornar a quienes le rodeaban. Pecados caballerescos imperdonables si quienes evalúan poseen el ojo fétido del que con tanto dolor habló Martí. Entre las cosas sobre las que conversamos le comenté que me había enamorado de la ciudad y estaba pensando hacer una permuta. Agustín me miró unos instantes, sacudió despacio la cabeza con aire de sabiduría y advirtió lapidario: “Es muy bella, pero no te entierres aquí o te convertirás en una muerta viva”.
En mi última visita a Villa Clara lo encontré aún más enflaquecido, muy pálido y muy inquieto. Se movía hacia todas partes, andando sobre sus largas piernas y agitando los brazos en ademanes nerviosos. Nos sentamos en un parque e intentamos hablar, pero resultó muy difícil, porque Agustín parecía obsesionado por la existencia de cierta mujer con poderes oscuros que amenazaba su seguridad. Quise que me dijera el nombre, porque —en caso de ser cierto— yo estaba dispuesta a enfrentarme a ella para defenderlo, pero él jamás lo pronunció, y solo insistía en que lo único seguro para escapar de sus maldades era mantenerse muy alejado de esa “bruja”, como la llamó. Traté de convencerlo de que la única prueba que debíamos aceptar de quien dijera poseer semejantes poderes era ver que esa persona tuviera una vida feliz y nadara en la abundancia, porque de lo contrario estaríamos en presencia de un charlatán. Paradójicamente, en ese, nuestro último encuentro, fui yo quien ya no deseaba hablar de magia ni de esoterismo, y no porque esos temas me causaran risa, sino porque en una de esas vueltas impredecibles que da la vida me habían provocado desgarros muy profundos, y para protegerme de una recaída me había vuelto absolutamente racional. Como a pesar de mis peticiones para cambiar de tema no lograba contener su discurso, terminé esquivándolo y me alejé de nuestro banco bajo los árboles dejándolo allí solo, un poco desconcertado por mi comportamiento en nada parecido a mis modales habitualmente corteses y suaves. Sé que lo herí, y hoy, al recibir la noticia de su muerte, la vergüenza y el arrepentimiento que siento desde aquel día me han mordido una vez más como una boca de fuego en pleno pecho. Mi hija me dijo aquella tarde: “Mamá, no debiste dejar a Agustín de esa manera, mira que se le ve muy malito…”. Sí, nunca podemos saber cuál será nuestra última oportunidad de decir a quienes amamos cuánto los hemos querido y respetado, y lo importante que ha sido para nosotros que existieran y los hayamos conocido.
Entonces, Agustín, te estoy diciendo ahora que te quise y te respeté mucho, aún cuando ya otros habían dejado de hacerlo. Que junto con Hurtado y Collazo, te considero entre los grandes precursores y maestros de la ciencia ficción cubana, y que tu novela El Publicano, por la sensibilidad con que está escrita, su visión profundamente original de la figura de Cristo y la fuerza de su estilo, se inscribe entre las mejores novelas históricas creadas en el Caribe, y otra vez alzo mi voz para acusar a la crítica de sordera y ceguera en lo que a esa novela se refiere; a la pedante, injusta y necia crítica que tampoco supo nunca comprender ni valorar Onoloria, y que insiste en mirar con desprecio todo texto que le parezca reo de ciencia ficción y fantasía, aunque ni siquiera lo sea en realidad.
Siempre fuiste para todos nosotros un ejemplo de ética y una fuente viva de inspiración, y para muchos lo seguiste siendo aún cuando te abandonó la razón, o tal vez sería mejor decir: cuando te instalaste en alguna de esas dimensiones extrañas de las cuales está expulsada la gente cuerda. Flaco, demacrado, pálido, desgreñado, la mirada perdida y la andadura sin paz por las calles de tu ciudad natal, fuiste nuestro numen tutelar, enseñándonos siempre la virtud de no hablar mal de los colegas, la modestia de no envanecerte aunque sabías que eras uno de los grandes, la dulzura del maestro que alza la antorcha para que otros prosigan el camino, la extraordinaria importancia de la cultura para un artista.
La muerte, Agustín, nunca es leve, pero para quien vive asustado puede ser un alivio tremendo. Como ha dicho Duarte, siempre fuiste demasiado bueno para este mundo en donde reina la chusma bandida que tanto hería tu espíritu luminoso. Espero en Dios, en el Dios en que los dos hemos creído, que tu alma tenga paz, amigo. Y perdóname si puedes, Agustín, aquella última vez en que no pude ser digna de ti.
HA MUERTO EL HIJO DEL DRAGÓN
Por Víctor Hugo Pérez Gallo
“Este libro está dedicado a quienes eligen el miedo”, fue la primera frase que leí del grueso volumen que mi abuela me regalaba por mi cumpleaños en la lejana tarde de 1992. Un año de penurias que yo, un adolescente con los ojos siempre listos para el asombro, no me percataba desde el mundo de utopías que había construido sobre mis libros.
Cuando mi abuela iba a La Habana —metrópoli de mis sueños en aquel entonces—, mis primos le pedían caramelos, ropas, flautas de juguete; yo le pedía libros, preferentemente de ciencia ficción. Así me fui haciendo de una pequeña biblioteca que aumentó con los años en ese perdido poblado del norte de Camagüey que se llama San Miguel del Bagá, donde pasé parte de mi infancia, correteando entre ruinas de trochas españolas e historias de mambises. Allí supe que el pueblo había sido quemado dos veces por los insurrectos; allí leí con fascinación, con horror infantil, ese libro en mi opinión poco reconocido por la crítica cubana: El año 200. Una novela que sería un clásico en cualquier lugar del mundo.
Yo me había leído con fruición a casi todos los escritores soviéticos de ciencia ficción: los hermanos Strugatski, Vladímir Savchenko, Alexander Kasantzev, Evgueni Lukin, entre otros tantos; había leído Alien el octavo pasajero, Los mercaderes del espacio; alguna que otra vez había hojeado una edición bilingüe búlgara de cuentos de ciencia ficción y releído la excelente obra de Karel Čapek. Había leído también hasta la saciedad a los escritores cubanos, entre los que sobresalía Oscar Hurtado, por su sincretismo de las leyendas universales y cubanas y la ciencia ficción (claro que la palabra sincretismo la aprendí después, en la universidad).
Pero El año 200 era otra cosa: era un desafío a mi inteligencia adolescente, era un mundo nuevo construido de tal forma que era cierto, no habría podido ser de otra forma. Después he tenido la oportunidad de leer obras que se le acercaban estilísticamente; en solo un mes —mientras pasaba un posgrado en Barcelona— aproveché y me leí a Philip K. Dick casi completo. Pero nunca he sentido de nuevo las sensaciones que me produjo la lectura de El año 200 y sus descripciones de un mundo futuro. Una novela apenas mencionada en la actualidad y que merece una reedición de lujo. Comencé a preguntarme quién era ese autor. Supe que era de Santa Clara. Alguien me dijo que tenía otras obras; las busqué, las devoré.
En alguna librería de libros de viejo, años después, me vendieron El Publicano. Yo era un estudiante de la universidad que iba a escuchar hablar de Platón y Descartes con los zapatos cosidos con alambre, y que dio sus últimos dineros para poder leerse la historia de un Cristo, acaso más humano que el bíblico, escrita por Agustín de Rojas. Ya quería conocerlo, porque sus libros a lo largo de los años habían sido mi acicate para escribir, para no decaer ante las miserias humanas. Eran un aliciente para poder seguir viviendo en el lodo de la vida cotidiana. Y siempre posponía mi viaje a Santa Clara, donde amigos queridos me invitaban. Me decía que podría ir el mes que viene, el año que viene, el siglo que viene.
En estos días terminé una novela que me hubiera gustado que él leyera y expresarle, como le dije en sueños muchas veces, que admiraba su obra y su vida de hombre recto y fabuloso. Pero no tuve tiempo. De repente, en estas tardes lluviosas de septiembre del 2011, mi abuela que me crió y Agustín de Rojas ya no existían.
Me había quedado solo, agarrando con fuerza El año 200 y deseando que no fuera cierto, anhelando que su muerte solo fuera una más de las fantasías que yo leía cuando era adolescente.
Gina Picart Baluja (La Habana, 1956). Escritora, periodista, investigadora, crítica literaria, guionista de cine, radio y televisión. Licenciada en Filología y en Periodismo por la Universidad de La Habana. Su primer libro, La poza del ángel (Ediciones UNIÓN, 1994) obtuvo en 1990 el Premio David de Ciencia Ficción y el Pinos Nuevos de Narrativa en 1993. Ha publicado, además, los siguientes libros: El druida (Relatos, Editorial Extramuros, 2000); Malevolgia (Novela, Editorial Letras Cubanas, 2005); La poética del signo como voluntad y representación (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ensayo 2005, Extramuros, 2006). La ciudad de los muertos (Cuentos, Editorial Oriente, 2007); Historias celtas (Noveleta, Extramuros, 2007); El reino de la noche (Noveleta, Ediciones UNIÓN, 2008) y Oil on canvas (Premio Alejo Carpentier de Cuento 2007, Editorial Letras Cubanas, 2008). Su cuento “El príncipe de los lirios” obtuvo la Primera Mención en el Concurso Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2007.
Víctor Hugo Pérez Gallo (Nuevitas, 1979). Sociólogo, narrador y ensayista. Egresado del II Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS. Ha obtenido: Premio de Cuento Escalera de Papel, Santiago, 2000. Mención en Premio de Cuento Erótico, Camagüey, 2000. Premio NEXUS de Cuento Fantástico, La Habana, 2003. Premio de Cuento Corto miNatura, La Habana, 2003. Premio de Cuento Tristán de Jesús, Bayamo, 2006. Mención en Premio Celestino de Cuento, Holguín, 2003. Premio Oscar Hurtado de Ciencia Ficción, La Habana, 2010. Relatos suyos han sido incluidos en: Nadie va a mentir (Antología de Cuentos Eróticos, Ácana, 2001); Sendero del futuro (Antología de Cuentos Fantásticos, Sed de Belleza, 2005) y en diversas revistas literarias cubanas y publicaciones electrónicas. Ha publicado, además, el libro La eternidad y el peligro de morir todos los días (Ediciones La Luz, Holguín, 2011).