—Cuando niña había dos cosas que percibía de manera muy distinta: el paso del tiempo, más duradero, como si fuera infinito; y el eco, el eco de todas las cosas —me empezó a contar cuando íbamos de la mano por la calle, frente a la panadería donde todas las tardes tomábamos café con galleta de chocolate o torta de coco—. Recuerdo que el eco lo escuchaba en todos lados; es como si antes las cosas hubiesen sido más amplias, menos apeñuscadas, menos condensadas y debido a ello producían ese eco. O tal vez tenía que ver con la cuestión del tiempo; quizá, el hecho de que el tiempo pasara con menor velocidad permitía que las voces y los sonidos se disiparan y se prolongaran en un espacio determinado y dejaran un eco más perceptible.
Esa vez no íbamos a la panadería por café. Tan solo pasamos por el frente ya que se encontraba camino al parque del barrio donde queríamos sentarnos un rato a charlar bajo algún árbol. No era tan tarde, hasta ahora como la nueve y media de la noche, pero en aquella ocasión la calle se encontraba solitaria y más fría que de costumbre y tan solo se veía uno que otro reciclador con su carreta de madera y su perro guardián abriendo bolsas de basura para sacar su material de todas las noches: una que otra lata, cartones, botellas, televisores rotos o hasta alguna prenda intacta para llevársela puesta.
Giramos en la esquina de la panadería para llegar a la calle principal y de allí seguimos arrastrando los pies sin decir mucho hasta llegar al semáforo de la calle que había que cruzar para entrar al parque. Era un parque largo, no circular ni cuadrado, bordeado por dos calles en las que durante el día circulaban más carros de los que podían caber en ellas. Pero en aquella ocasión no pasaba ni uno solo, así que cruzamos antes de esperar a que la luz cambiara. Empezamos a andar al paso de siempre, contemplando el paisaje de todos los días, pero, para nuestra sorpresa, el parque, que a esa ahora siempre estaba repleto con individuos charlando en las bancas, comiendo un helado a pesar del frío, trotando por su camino de adoquín –y también repleto de grupitos de varios jóvenes inofensivos, en su mayoría hombres con una chica en medio ellos, con sus guitarras y sus voces desafinadas y alguna botella de aguardiente o al menos una cerveza en la mano de cada uno y un cigarrillo encendido entre los dedos de alguno– esta vez se encontraba vacío, a excepción de uno que otro perro callejero, a cambio de los perros de raza y collar fino que siempre se veían arrastrando a sus dueños para ir por alguna pelota.
Al otro extremo del camino adoquinado que le da inicio al parque hasta perderse entre sus árboles, se veía una figura sentada en el suelo y sosteniendo sus rodillas con ambas manos: estaba descalzo y con abundante pelo saliendo de cada lado de su cabeza como un payaso entristecido. Empezamos a acercarnos hacia a él, pero entonces escuchamos, proviniendo de los faroles de los postes de luz que siguen el camino recto del parque, el estallido de bombillas que se quiebran y más adelante el chasquido de vidrios haciéndose añicos contra la tierra, las bancas y el adoquín del camino. Cada sonido significada menos luz, menos claridad, a cambio de más sombras, y la sensación de un agujero que cada vez se hacía más grande entre nuestras tripas. Ya que habíamos caminado varios metros dentro del parque, no consideramos regresar por donde vinimos. Preferimos continuar nuestra marcha adelante hacia el hombre allí sentado, para poder llegar al otro extremo y salir de esa pequeña selva oscura en busca de luz.
—Señor, ¿está bien? Señor… —le preguntó ella, inclinando su cuerpo y su rostro para igualarse a su altura, de modo que su pelo crespo y claro le quedó colgando, casi tocándole el rostro al hombre. Pero Aquel no respondía nada, ni siquiera hacía gesto o movimiento alguno. En vista de que no había reacción alguna de su parte, emprendimos nuestro camino de nuevo. Pasaron varios minutos, quizá horas, pues perdimos toda noción del tiempo, de los segundos. Tan solo se mantenía el eco de nuestras pisadas, nuestros murmullos, de las ramas de los árboles que rozábamos. Al parecer caminamos por varias horas sin ser capaces de encontrar una salida o siquiera un rastro de las calles que bordean el parque; hasta el camino adoquinado se había perdido. Bajo nuestros pies tan solo sentíamos barro y el crujir de la hojarasca.
Pero luego de nuestra interminable travesía laberíntica, recostada en al tronco de un árbol, apareció una figura de pie. A pesar del temor, y en vista de que intentar huir no había dado resultado hasta el momento, nos acercamos a él. Una vez estuvimos al menos a un metro de distancia, en medio de la oscuridad y nuestros ojos ya más adaptados a ella, pudimos distinguir que se trataba del mismo hombre de hacía un rato con su pelo de payaso. Se me ocurrió que estuvimos andando en círculos todo el tiempo; creo que ella también lo presintió.
Esta vez el hombre abrió sus ojos que entre tanta tiniebla resplandecieron como dos faros cálidos que se presentan para develar el camino hacia un muelle.
—Tan solo descansaba los ojos de tanta luz en estos postes —nos dijo mientras se ponía de pie—, pero con toda la bulla que andan haciendo, mejor les hago una obra de caridad y los ayudo a encontrar su camino —y se dio media vuelta para emprender su marcha—. Síganme.
Detrás de él nos fuimos como forasteros en nuevas tierras guiados por el único individuo allí presente; éramos como una pareja de ciegos sin bastón.
Seguimos sus pasos veloces en la oscuridad sin detenernos. Por momentos sentíamos que lo íbamos a perder y a veces ella tenía que tantear en la oscuridad por mi mano o yo por la de ella. Pero finalmente los pasos se hicieron lentos y se convirtieron en un eco en crescendo a medida que descendíamos por una superficie inclinada con una textura entre cemento y musgo por la cual debíamos apoyarnos con el talón de nuestras manos para no resbalarnos. Luego aparecieron los olores, los más putrefactos que hubiéramos sentido en toda la vida; se desplazaban con el viento que a esa hora empezaba a azotar haciendo que los árboles se quejaran. Nuestras pisadas se fueron mojando con el agua que salpicaba hasta las botas de nuestros pantalones, lo cual revolvía ese olor asfixiante en el ambiente. Pero luego llegamos a una superficie más elevada y seca en la que el hombre nos pidió sentarnos. Había al menos unas tres luces que se movían de lado a lado ansiosamente, acompañadas por un olor a cigarrillo que empezaba a combatir la desazón del lugar.
—Son cigarrillos encendidos —le dije a ella, que parecía desconcertada por las luces que flotaban y el olor putrefacto mezclado con tabaco.
Fue entonces cuando sentí acercándose a la mía, áspera y quizá vieja, una mano que me pasaba un cigarrillo de los que fumaban todos ellos. Y, pese a no ser un ávido fumador, sin pensarlo dos veces, lo puse entre mis labios y esperé a que lo encendiera la misma mano para aspirar. El fósforo dejó su destello por un instante y por fin conocí la sonrisa sin dientes del hombre que encontramos bajo el árbol. Algo en esa sonrisa me tranquilizó a mí al igual que a mi compañera, pues también dejó ir de mi mano para recibir un cigarrillo a pesar de que en alguna ocasión me contó que en su único intento de fumar había quedado sin aire. Al parecer esta vez le hizo bien, pues de inmediato empecé a sentir el humo que ella exhalaba, su caricia y su calor en mi rostro cada vez que vaciaba sus pulmones.
Fue entonces cuando sentimos copos de ceniza rozando nuestra piel; el viento los arrastraba acompañados con un olor como el de las parrillas en un asado familiar. Y luego el fuego. Era una hoguera alrededor de varios desdentados, desgreñados y arruinados que sonreían con la misma sonrisa del hombre con pelo de payaso que ya no me parecía entristecido.
—Aquí van a estar bien; a salvo, como dicen allá afuera. Todo terminó. Vinieron por todos, por todo, pero a los de aquí nos dejaron en paz. Eso ya se veía venir —dijo el hombre mientras nos pasaba una botella transparente que olía a alcohol etílico—. Somos como las ratas, como la caca que baja por las tuberías de las casas y los apartamentos y termina acá, indeseable, pero imposible de erradicar; o quizá no imposible, más bien les resulta impráctico y laborioso extirparnos, bastante aparatoso como para que alguno pierda su tiempo ingeniándose una manera de llevar a cabo su cometido de deshacerse del detrito que yace aquí abajo —y de ese modo terminó su discurso para luego sencillamente indicarnos con un gesto de sus manos que bebiéramos de la botella.
En mi caso ni siquiera lo pensé dos veces y me tomé un largo trago. Luego ella, ya con más confianza, siguió mi ejemplo, a sabiendas de que lo mejor sería quedarnos allí, como en familia, en ese caño por el que todos los días cruzábamos para ir al trabajo, siempre ocupado por gente descamisada comiendo y haciendo sus necesidades, un lugar al que jamás se nos había pasado por la mente visitar. Así fue que el trago y la hoguera cerraron ese agujero de terror en nuestros vientres el resto de la noche, la noche que al extinguirse la hoguera se supo prolongar a través del eco permanente que provenía del agitar del viento sobre las ramas de los árboles y el aullido nocturno de los perros callejeros.