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Don´t Disturb: Crónica de un encuentro en Cartagena de Indias

Libro Don´t Disturb

CAPÍTULO III

Ya entraba la noche cuando se despidió de Sergio, con el compromiso de juntarse en el mismo lugar al día siguiente.  Cuando ya estaba cruzando la puerta de salida, Antonio escuchó que su amigo le gritaba:

—Oye, si quieres seguir la juerga ahora, te recomiendo que te subas a una  Chiva Rumbera, son esas micros antiguas pintadas de colores, es re barato y te van sirviendo ron todo el viaje, llevan una orquesta adentro, una que toca ballenatos, cumbias  y salsas, pasean por la ciudad y huevean de lo lindo, ya te habrás dado cuenta que aquí la gente es super alegre.

—¿Dónde se toman esas micros?

—Anda a cualquier hotel, pasan como a esta hora, aquí cerca está el Hotel del ex convento de Santa Teresa.

—Ya pues, para allá voy.

Salió a la estrecha calle de Santo Domingo y se fue caminando lentamente con la esperanza de despejar un poco su cabeza algo embotada por el alcohol. La humedad le pegó la camisa a la piel. A muy poco andar se encontró con el hotel y efectivamente había un bus pintado de colores, la parte trasera despejada de asientos cobijaba a una orquesta de una decena de músicos con trompetas, bongoes, tumbadoras y guitarras. La Chiva ya estaba con el motor en marcha.

Pagó su entrada a un mulato que le entregó unas maracas y una botella de ron y trepó a uno de los pocos asientos que aún quedaban disponibles.

Media hora después se sintió absolutamente borracho y eufórico mientras la orquesta atronaba con “Carito” uno de los últimos éxitos de Carlos Vives. La Chiva se estremecía al compás del baile desatado entre los pasajeros, mayoritariamente turistas colombianos y algunos gringos identificables tanto por su rubicundez alcohólica como por lo arrítmico de sus meneos.

De pronto reparó en una rubia que iba sentada dos filas más adelante. La había visto subir en el hotel del ex convento, y en ese momento no le había parecido demasiado atractiva. En realidad no era precisamente bonita, pero se había sacado la blusa y ahora se le alcanzaban a ver unos pechos voluptuosos, escasamente cubiertos por la parte superior de un bikini ínfimo. La rubia lo miró y le obsequió una risa y una mirada coqueta.

Antonio se dedicó a observarla con más atención. No podía despegar los ojos del bamboleo de esos senos que se sacudían al ritmo de la música cuando ella se paraba a bailar, y al compás del traqueteo de la Chiva cuando se sentaba.

Ella iba en el último asiento de su fila, sentada de espaldas a la ventana, mirando hacia el resto de los pasajeros de esa banca, de forma que el generoso movimiento de sus senos casi nunca quedaba oculto para Antonio. Cada media hora la Chiva paraba en algún bar o plaza para que los pasajeros comieran algo o simplemente fueran al baño. Decidió que en la siguiente parada tenía que abordarla.

Pararon en la orilla de una de las viejas murallas que acordonaban la ciudad, la vio bajar y ella nuevamente se volvió hacia él con una sonrisa. Pudo comprobar que el resto de su figura no desmerecía a sus argumentos superiores. Unas nalgas caribeñas prominentes que emergían de una cintura de avispa, en parte desnudas gracias a un short pequeño y apretado que le permitía lucir la parte inferior de sus tersas asentaderas. Los firmes glúteos armonizaban con esas piernas largas y bien contorneadas. La vio bajar de la Chiva y encaminarse hacia un baño al pie de la muralla.

Antonio llenó su vaso de ron y Coca Cola y subió por la escalera que conducía a una explanada en la parte superior de la fortaleza. Miró de reojo hacia el baño pero no vio salir a la rubia.

En la explanada se habían reunido los pasajeros de unas cinco Chivas con sus respectivas orquestas. Esas decenas de músicos ejecutaban una cumbia contagiosa mientras la muchedumbre bailaba en las penumbras de la noche nublada. Una oscuridad sólo a ratos interrumpida por las luces de algún vehículo de los  que aún circulaba por el malecón.

Se instaló en un asiento al interior de un minarete ubicado en un ángulo de la muralla. Ahí quedó alejado del grupo y se dedicó a observar por una ventanilla a los juerguistas, tratando de encontrar una cabellera intensamente rubia. En eso estaba cuando sintió a su lado una voz sensual.

—Bueeenas, ¿puedo acompañarte?

Era ella, quien sabe cómo surgió del lado exterior del minarete y entró agachándose por la pequeña puerta.

Antonio en la oscuridad le tendió la mano izquierda para ayudarla a pasar.

—Por supuesto, acompáñame, claro que en el asiento es muy pequeño, ¡pero aquí hay asiento! —dijo golpeándose los muslos con su mano derecha.

Ella se rió y sin dudar un instante posó sobre él sus redondeces, recostó su espalda contra su pecho y comenzó a menear la cintura al compás de la música. Antonio pensó que era una feliz coincidencia que el tema fuera justamente “El caballito”. Se sentía como un corcel sobre el cual estaba iniciando una cabalgata una exquisita amazona caribeña.

La rubia sin perder el ritmo de la música comenzó a frotar su trasero contra su sexo que había despertado al llamado de la sangre. Las manos de Antonio se deslizaron por los costados de la cintura de la mujer y ascendieron hacia arriba y adelante hasta introducirse por debajo de la parte superior del bikini para liberar esas tetas que lo obsesionaban, las apretó y acarició con sus palmas mientras sus dedos pellizcaban unos húmedos pezones.

Estuvieron un par de temas más en un cada vez más desesperado roce de nalgas con entrepierna. Las manos de Antonio se repartieron a lo largo de la anatomía de la mujer, con la mano derecha continuó amasando ambos senos mientras la mano izquierda descendió hasta el short, abrió el botón, bajó el cierre y se escurrió bajo el calzón hasta llegar a unos labios absolutamente húmedos.

El fantasma del sida lo hizo titubear un instante pero en ese momento ella deslizó  su mano izquierda hacia su pantalón, le bajó el cierre, desplazó su cuerpo un poco hacia adelante y con una destreza admirable extrajo su centro de gravedad hacia afuera del pantalón.

Él le bajó el short junto con el calzón, ella facilitó la maniobra parándose apoyada en la pared, siempre dándole la espalda. La tomó de las caderas y penetró la vagina jugosa que no dejaba de moverse al compás del poderoso ritmo de ballenato que estremecía las caderas de la rubia.

Acabaron cuando los pasajeros comenzaban a retirarse y la mujer no se abstuvo de proferir unos gritos de placer.

—¿Y de dónde tú eres? —le preguntó mientras se subía los calzones y el short, y se acomodaba el diminuto sostén del bikini sobre sus rosados pezones aún enhiestos.

—Soy chileno, tú eres de aquí por lo que veo.

—Soy colombiana, pero no de Cartagena, estoy de paso. Hotel Decamerón, habitación 609 —rió coqueta.

—Bueno, quítale el 0 y queda un número que me gusta mucho, ¿Qué tal si vamos para allá? —dijo Antonio mientras terminaba de acomodar su ropa.

—¡Eres un goloso!

—Es que tú me despiertas el apetito.

—Sí… ¡vamos!, esto hay que celebrarlo, te advierto que soy un poco adicta, yo no me quedo tranquila con esto. No me malinterpretes, …¡estuviste fantástico!, pero cuando me excitan mucho me dan ganas de que me den más, ¡Hay María Laura porque te gustará tanto gozar!

—¿María Laura es tu nombre?

—María Laura Monasterios, aunque como ves tengo poco de monástica —rieron ambos—. ¿Cómo se llama él?

—¿Quién?

—Ese caballero tan rico que me presentaste hace un rato —Antonio  reparó en que ella estaba mirando hacia sus partes viriles.

—¿Te refieres a él?, nunca le he puesto nombre, pero si te parece le ponemos “La Bestia”.

—¡Ayy que fanfarrón!, vamos a ver qué tan bestia es, porque esto para mí no fue más que un aperitivo, vaya, un entremés.

La conversación estaba excitando nuevamente a Antonio, la tomó de la mano, la condujo hacia afuera del minarete y se encaminaron hacia la Chiva que ya había arrancado sus motores.

—¿Y tú cómo te llamas?, ¿en qué hotel estás?

—Antonio Feger a su servicio para lo que usted disponga, Hotel Caribe, habitación 308 —rieron una vez más.

Media hora más tarde, después de parar a bailar en una discoteca, repararon en que estaban a una cuadra del Hotel Caribe. Ella tomó la decisión.

—Mejor vamos a tu hotel, ya estamos al lado.

A la mañana siguiente Antonio despertó con dolor de cabeza, miró primero hacia su velador y vio su reloj marcando las 7:10. Luego con temor comenzó a volverse hacia María Laura. Habían tenido una orgía memorable en su habitación, pasando por las más osadas prácticas, pero ya con los efectos del alcohol en retirada, temió haber caído en el síndrome del borracho: despertar arrepentido al lado de un adefesio, erróneamente elevado a la categoría de belleza por el influjo distorsionador de los tragos.

Pero la mujer que estaba tendida durmiendo desnuda a su lado, seguía siendo la dueña de un cuerpo escultural. Entonces Marina acudió a su mente. Un sentimiento culposo lo embargó a pesar de que formalmente no tenía motivos. Por esas extrañas jugarretas de la mente recordó que le había prometido bajar 2 kilos durante el viaje, su pretendida lo estaba encontrando algo pasado de peso. “Bueno, anoche por lo menos debo haber bajado un medio kilo”, pensó y se sonrió.

Se levantó, se dirigió hacia el baño y se dio una ducha rápida. Decidió ir a correr por la playa para comenzar a cumplir su promesa de bajar de peso, de algún modo le parecía además una penitencia. A pesar de ser ateo frecuentemente lo invadían sentimientos de culpa en las situaciones más inesperadas.

Se puso un buzo deportivo con zapatillas. Cuando abría la puerta escuchó la voz somnolienta de María Laura.

—No te escapes, cobarde. Todavía me debes algo.

En ese momento, cayó en cuenta de que nunca había pensado que pudiera tratarse de una prostituta. Su ego masculino se sintió fuertemente afectado. ¿O sea que no había seducido a nadie? ¿Era una mera jornada de trabajo de la rubia? Y lo que era peor: ¿sus orgasmos habrían sido profesionalmente fingidos?

Como si le estuviese adivinando el pensamiento, ella interrumpió su soliloquio. Sin volverse a mirarlo le dijo.

—Yo creo que La Bestia no se va a negar a jugar con María Laura un par de veces más, me lo debes. Después yo te invito a almorzar, vamos a La Vitrola, es un restaurant bien chévere del casco antiguo.

Antonio rió aliviado.

—Vale, voy a correr a la playa y vuelvo, a la Bestia le vendría bien desayunar carne colombiana, se ve que le ha gustado.

—¡Cuídalo!, los espero.

Cerró la puerta y bajó por la escalera, salió por la parte trasera del hotel, atravesando la piscina. No había nadie aún a esas horas de la mañana. Atravesó la reja, cruzó la calle y comenzó a trotar por la playa en dirección opuesta al casco antiguo.

Su cuerpo ya no estaba acostumbrado al ejercicio, la velocidad del trote decayó a los quince minutos de forma que antes de las 8:00 ya estaba reingresando de vuelta al Hotel, bastante, cansado. Esta vez tomó el ascensor, a lo lejos divisó a la recepcionista que estaba concentrada en algunos papeles y cuentas, seguramente de consumos de los pasajeros.

Introdujo la llave en la cerradura, abrió y entró cerrando tras de sí la puerta. María Laura seguía acostada, vio sus piernas desnudas desde el pasillo de entrada. Entonces descubrió que la cartera de la rubia estaba abierta, tirada en el suelo, y su contenido desparramado por todo el pasillo: cosméticos, un pasaporte, una billetera y joyas.

Sintió una fuerte sensación de que algo iba muy mal, divisó su propia maleta también abierta y su contenido vaciado sobre la mesa. Caminó hacia la cama y vio un enorme charco de sangre que cubría el colchón rodeando la silueta desnuda de la mujer.

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