A Adele
Una hormiga camina por el borde del cubo. La observo desde el inodoro, desnuda y con lo que me queda de cabeza sepultada entre las manos. Es la tercera vuelta de su circulus vitiosus. Ella no se decide a bajar o no encuentra cómo, por quién o para qué establecer un puente entre el borde y la loza en el piso.
Comparo mi quietismo, mi estúpida manera de aceptar todo, con su inútil empeño de desandar lo ya caminado. La hormiga no me ve. No define la masa amorfa que soy. Yo, sin embargo, pudiera dibujarla. Haría un dibujo biológico. Pondría énfasis en sus patas y antenas. Su corazón alargado, en forma de tubo y el cordón nervioso que termina en el cerebro. Las hormigas también tienen cerebro.
Lo leí en un libro que me prestaron alguna vez. Era un libro de esos temáticos y aburridos que sabes nunca leerás, pero igual lo agradeces. Me gustó el título: La vida social de las hormigas. Era de una editorial española y tenía una factura envidiable.
Lo acepté porque no quise decir que solo leo ficción. Me gusta el conflicto. Gracias por tu libro, guárdalo, mételo donde mejor te quepa. Y por si la persona de quien proviniera el compendio intentaba comprobar mi lectura, escogí una página al azar y ahí estaba el gráfico de la anatomía de una hormiga.
Mi dibujo no sería tan exacto como el del libro. Nunca he sido buena para los detalles y obviaría algunas partes, pero sería un dibujo sincero. Tú corroborarías mi sinceridad. Si estuvieras aquí, ya hubieras venido tres veces hasta el baño, para expiarme por la rendija de la puerta y pasarme algún papel con siluetas alargadas y sensuales, y yo riendo derretida sobre el inodoro.
¡Ábrete, Sésamo! Y tu cara aparece hecha de guiños y sonrisas.
¡Ciérrate, Sésamo! Y ya nunca más.
La puerta se cerró detrás de ti, pudiera tararear con pesadumbre. Pero esa no es una canción de moda. Las modas son importantes. Las modas definen los momentos y las historias.
Ahora se escucha a esa inglesa tristemente triste, a Katy Perry, Taylor Swift y su “You Belong With Me”, a Emeli Sandé y a Gotye con Kimbra.
La gente disfruta el bodypainting de Gotye con Kimbra. La gente quiere que se besen y que la pintura confunda su beso con los trazos del fondo. Que abran sus bocas y poco a poco cada uno vuelva a ser somebody that I used to know.
Tú escuchas a Laurie Blue Adkins, dices para ganar autenticidad.
—¿Quién diablos es?
—¿Cuándo te veré otra vez? —no respondes.
Me escribes una canción entre las siluetas alargadas y la dejas por debajo de la puerta.
Tenía la esperanza de que vieras mi cara y recordaras
que para mí esto no ha terminado.
No quiero tu canción de Laurie Blue Adkins. Es otro contexto. Yo no soy quien termina. Eres tú quien se va. No hay historia semejante a la nuestra y si la hay no tan mal traducida. Deberías ganar en autenticidad. Omitir un nombre no es auténtico. Llamarla Laurie Blue Adkins no es auténtico. Desaparecer tampoco. Menos reaparecer.
Tu voz resultó conocida al otro lado de la línea. Una cita a ciegas y ahí estaba yo. En la última mesa del café. Con la sensación de hacer el ridículo. Esperando.
Te sentaste en la entrada. Una revista Casa de portada amarilla y verde se abrió entre tus manos.
No sé el número ni el año, pero me cautivó la rosa náutica en rojo vino rodeada de espinas al centro de los puntos cardinales. No sabía que eras tú y continué burlándome de un cuento muy bien escrito que acababa leer en La Gaceta, minutos antes de que llegaras:
Una muchacha se enamora de otra muchacha que a la vez estaba enamorada de otra y se van las tres de compras al centro comercial más cercano de una ciudad de alguna parte, se encierran en el baño y se besan y se tocan y se deshacen las ropas, una saca un cuchillo de los grandes de los de hacer bistecs de lomo de res o de elefante y exige comerse el seno izquierdo de la otra, y la otra le saca un ojo a la que exige y con el cuchillo grande lo tritura y lo comparte con la tercera que se ha cercenado el pulgar de la mano derecha y una vez listo lo brinda a sus compañeras, y comen juntas sin dejar de tocarse y llegan al orgasmo de sangre y fragmentos de seno dedo y ojo, descansan una sobre la otra hasta que alguien quiere usar el baño y ellas apuradas y felices recogen las sobras se visten salen del baño, y a mitad de la calle quedan para el día siguiente en el mismo lugar de la misma ciudad con metas nuevas, mañana quiero tu ombligo y yo tu oreja y yo tu clítoris o tus labios menores y sueñan que ya se encuentran se acarician se desvisten y se desmenuzan hasta desaparecer.
Con amor al prójimo, era el título.
Tú fingías la mayor atención a las hojas de la Casa envejecida. Y yo burlándome de lo que se escribe hoy. Así estuvimos hasta que viniste hacia mi mesa.
—¿Me presta su revista? A cambio le presto la mía.
El pelo te cayó sobre la frente y lo apartaste con rapidez.
Agradecí tus ojos y tus labios carnosos bien dibujados. Te había visto alguna vez, supuse. O quizás eras una cara de esas que siempre resulta conocida.
—¿Eres tú? —y no pudiste mentir.
Extendiste la revista, pero dejé tu mano en el aire, aferrada al acto de extender.
—¿Qué quieres?
—Que leas un poema de Guillén.
—¿Para eso me has citado?
El acto se deshizo y la Casa cayó sobre la mesa.
Era el número 208, 1997 el año, y no aparecía ninguna referencia a Guillén en el sumario.
—No, para otras cosas.
—¿Por ejemplo?
Para que vayamos al centro comercial más cercano de una ciudad de alguna parte encerrarnos en el baño y besarnos y tocarnos y deshacernos las ropas sacar un cuchillo de los grandes de los de hacer bistecs de lomo de res o de elefante y exigirte el seno izquierdo para comérmelo y que tú me arrebates el cuchillo y me saques un ojo y lo tritures…
—¿Has leído esa cosa?
Reímos una, dos, tres horas, hasta que el café cerró y salimos al bar más cercano, por una botella de algo capaz de prolongar el encuentro. Bebimos uno, cinco, diez tragos de vodka cubano. Vinimos a casa eructando caña mal cultivada y nos propusimos desmenuzarnos hasta desaparecer.
Mi deslumbramiento por Guillén fue el inicio. Habías indagado más. Siempre hay gente que te conoce, algo que te delata. Hablaste de ti. Supe de tu rara aversión hacia las mariposas. Supe tu nombre. Tu Maestría en Cultura Comunitaria y tus sueños de conocer a alguien que te hiciera realmente feliz. Fuiste cursi. Cantaste hasta boleros y rancheras mientras bebías el último trago. Entre el mareo y la risa sentí ganas de alabarte por la osadía.
Esto es único, dijiste. Quise conocerte, conseguí tu número y aquí estoy. En tu casa, dando una serenata en tu sala. Dios es grande, único.
Te recostaste al espaldar con los ojos cerrados.
Tuve intenciones de acariciarte, de buscar un cuchillo grande y extirparte un ojo para quedármelo de recuerdo, pero te dormiste en el sofá. Me cansé de observarte y me acosté contigo. Abriste los brazos y fuiste mi Sésamo. En la mañana bebimos leche y decidimos matar los rastros de alcohol bajo la ducha.
—Tú primero.
—Tú que eres huésped.
—Primero la anfitriona.
Y respeté tu orden aun sabiendo que querías un baño único. Tener nuestros cuerpos juntos. Desmenuzados.
Nos vimos cada tarde en el café y terminábamos siempre en el sofá cantando tus bolerones. Nunca te acompañé en las rancheras. No podía caer tan bajo. Fue un circulus vitiosus siempre repetido. Hasta una noche en que ya hastiada de tanto hablar lo dije:
—Quédate.
—Siempre me quedo.
—Sí, pero te vas en la mañana. Quiero que te Q-U-E-D-E-S.
Viniste con tus libros y tus ropas anchas de hilo, no sin antes advertirme que nada significaba nada por más que una quisiera que algo más signifique. No entendí. No quise entender. Quería que estuvieras aquí cantando bolerones y rancheras. Escucharte. Desmenuzarte sobre el sofá. Prepararte el agua tibia, el desayuno, la cama.
Y fui damisela para ti. Reina inventada. Una breve estancia en alguna parte de un centro comercial y era feliz con tu ojo triturado como sustento.
No tenía ni idea del estado en que estábamos
… un corazón inconstante
y mucha amargura
y soy un poco frívola
y la cabeza me da vueltas…
Esa es la canción que quiero cantes, no la que cobardemente dejas bajo la puerta.
Igual de cursi y negativa.
Firmada también por la inglesa de moda.
—No es auténtico. —repito.
—Tres meses no más.
—Demasiado, supongo.
—Te dejé ser.
—Te di el espacio para que pudieras respirar
mantuve las distancias para que pudieras ser libre
Y espero que encuentres la pieza que te falta
Todo es mentira. No te espero, aun así retornas. Dices que regresas para Q-U-E-D-A-R-T-E. Abro mis puertas otra vez y refugio tus ladrones en mi cuerpo, pero te marchas la mañana siguiente o quizás esa misma noche mientras duermo. Te llevas mi seno izquierdo envuelto en papel cartucho. Comes de él. Vives de él.
Una semana después apareces con el hambre disfrazada en una antología de cuentos fantásticos que dices haber comprado especialmente para mí. Lees una historia y me duermes sobre tu pecho. En la madrugada, cuando te has ido, despierto y juro no abrir más mis puertas a lo que nada debe significar. Entonces siento la ausencia. Mi ojo derecho.
Creo ver a alguien que puedes ser tú, pero no debes ser. Jamás caminaría tu silueta tan asida a otro cuerpo que no sea el mío. Te persigo por los extraños laberintos de la ciudad que en alguna parte exhibe un glamuroso centro comercial. Espío a través de la rendija en la puerta del baño donde devoras ese otro cuerpo.
Regreso a la cama y cerceno mi pulgar como castigo. Llegas después con infinitas historias. Me llevas al baño me quitas la ropa y arrancas mi otro seno.
Desapareces
una,
dos,
tres semanas.
Regresas solo en busca de mis glúteos para alardear con tus amigos en algún parque.
Así vas exhibiendo todo.
Las piernas bien rasuradas.
Los dedos de los pies sin rastros de cutícula.
Los brazos agiles, siempre abiertos.
Las costillas uniformes.
Las clavículas alguna vez fracturadas en un juego infantil.
Los cabellos rizos para cambiar el look por un tiempo.
Una pequeña porción de cerebro para una temporada de conferencias en alguna universidad.
Mientras, quedo encerrada con los bolerones y rancheras que no canté. En lo que pudo haber sido y apenas comenzó. En el reflejo de la que fui aun queriendo no ser. Sentada sobre el inodoro. Siendo la masa amorfa que la hormiga no ve. Orinando gracias al fragmento de vejiga que me dejaste. Defecando un poco de dolor en la gran vajilla. Tarea fácil para los escasos 12 centímetros de intestino que me quedan.
Mi ojo único llora una lágrima. No sé dónde cae. La hormiga tampoco la ve. Sigue afanada en sus vueltas por el borde del cubo. Su circulus vitiosus, es peor que el mío. Me burlo como lo hice ayer de “Con amor al prójimo”, pero burlarse no es la salida.
Quiero levantarme. Ir hacia la sala. Tumbarme en el sofá donde fuiste Sésamo. Escuchar esa canción que pudiera cantarte si no te hubieras llevado también mi voz para gritar babosadas en algún concierto. Caminar junto a ti por esos lugares en los que nunca estuve. Andar asida a tu cuerpo como la silueta alargada y sensual que solía ser.
Quiero borrarlo todo. Borrarte. Pero no puedo moverme. Te has llevado mis articulaciones. Las has abandonado en alguna de tus caminatas.
Nada debe interpretarse como nada. Eso soy, más que masa amorfa y con lágrimas.
La hormiga da su última vuelta y establece el puente. Desciende desde el borde hasta la loza del piso y avanza hacia lo que queda de mi tobillo. Cuando se acaba la piel asciende por esos hilos invisibles que hasta ahora me sostienen. No siento sus delicadas patas sobre mí. Ni su aguijón que penetra en una piel que no encuentra. Se enfurece y sube hasta mi oído.
—No eres nada. —susurra.
Lo sé, respondo con una caída de párpados.
—Nada es nada, ¿recuerdas?
Después baja con tanta prisa que mi único ojo es incapaz de seguirla. Se pierde en algún lugar del baño y se desvanece.
Yo sigo en el inodoro. En mi circulus vitiosus de eructos con sabor a alcohol de caña mal cultivada y tabletas. Tú empujas ligeramente la puerta, me extiendes una jarra de té verde y en una hoja ocre, repleta de dibujos biológicos me entregas el pedazo de un poema de Guillén firmado por Laurie Blue Adkins.
—Algo así le faltó a la Casa del 97. —afirmas y recitas con pose solemne:
Cuando, de mi garganta
va escaparse un gemido
—el mío, mi pequeño gemido de animal filosófico—,
aprieto labios y dientes;
boca de esparadrapo:
y así nadie puede oírlo.
—¿Qué quieres ahora? —pregunto con un movimiento de labios perfectamente entendible.
—Tu boca. La necesito para actuar esta noche en una obra de teatro en la que debo besar a una muchacha que se enamora de otra muchacha que a su vez está enamorada de otra…
No respondo. Te dejo hacer y poco a poco con las manos que solías desvestirme sacas elegantemente el cuchillo de siempre y retiras con cuidado mis labios, mi lengua y algunos dientes.
—Dios es grande, único. —dices y te retiras.
¿Cuándo te veré otra vez? Quisiera preguntar antes de que cierres la puerta. Pero no me alcanza la canción de Laurie Blue Adkins, ni la nariz, ni las mejillas, ni las cejas, ni mi único ojo para conseguir un gesto que contenga alguna interrogante.