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Disles que no me maten

Portada del libro: El martillo y la hoz

Es probable que usted no haya leído mi primera novela policiaca. La tirada fue apenas de dos mil ejemplares y eso, en un país donde todo el mundo sabe leer y escribir, es apenas una gota de agua en el mar; sobre todo si se tiene en cuenta que me gasté todo el dinero de mis derechos de autor en comprar la edición casi completa.

Esto de comprar gran cantidad de ejemplares de mi novela lo hice con un noble objetivo: llevar el libro al público a quien en realidad estaba dirigido. Me daba lástima ver mi novela, tan linda, con su encuadernación en cartulina cromada y todo cuento, en medio de la Feria del Libro, pasando inadvertida ante las miradas de los turistas indiferentes.

Como la trama de mi novela ocurre en los bajos fondos de un barrio marginal de mi ciudad, decidí llevar a la práctica eso que alguna gente dice hacer desde una oficina y a lo que han puesto el nombre de Cultura Comunitaria. Y me fui con mi novela al barrio.

Una tarde me senté en la esquina más concurrida del barrio y me aventuré a leerle algunos fragmentos a un grupo de muchachos que bebían algo que según supe después era aguardiente hecha a partir de miel de purga fermentada con mierda de niño chiquito. Me fue algo difícil sacarlos del sano entretenimiento que encontraban en el juego de la chapa, sin embargo, cuando logré leerles el primer fragmento se entusiasmaron tanto que insistieron en que les dejara el libro que llevaba conmigo a cambio de un litro de aquella bebida exótica. “Pa que se inspire, asere”, me dijo uno que parecía ser el líder del grupo porque convenió conmigo la presentación de la novela la tarde siguiente en el mismo lugar. “Yo me ocupo de la promoción”, aseguró, “y al que no venga de la gente que yo invite le rompo el culo a patadas, no se preocupe.”

La tarde siguiente, cuando llegué a la esquina, me sorprendió un molote de gente que se disputaba un lugar lo más cerca posible del poste donde ocupaban una evidente presidencia los muchachos que la tarde anterior habían estado conversando y bebiendo conmigo. “No se preocupe, escritor, todo está organizado”, me dijo Dignoser, que así se llamaba el líder del grupo. “¿Trajo los libros?”

—Traje cinco o seis —le dije.

—Con eso no alcanza para el lanzamiento.

—¿Lanzamiento?

—Claro, ¿no es así como se le dice a cuando se vende un libro?

—Sí…— contesté y miré al molote que se revolvía ante mi presencia.

—¡Con orden, caballero! ¡Con orden que la gente que está rectificando la cola aquí desde por la mañana no se va a quedar sin ná! —gritó una negra con tipo de campeona panamericana de lanzamiento de la bala, con unas chancletas aplastadas por el excesivo peso y el excesivo uso y los calcañales más sucios que la conciencia de Poncio Pilatos.

—El tipo trae nada más que siete libritos de mierda —exclamó decepcionado un maricón con siete collares de santería al cuello, y el molote volvió a revolverse como una anaconda después de zamparse un toro.

Yo pedí calma a la multitud que respetuosamente se organizó al escuchar mi voz.

—Voy a mi casa a buscar más —dije.

Un rubio alto, sin dientes, con la camiseta rota y peor aspecto que un músico de heavy metal se adelantó a decirme algo, pero Dignoser lo detuvo con un gesto de su mano.

—Tiene media hora, escritor —me dijo con solemnidad y yo supe que de mi puntualidad dependía no solo el prestigio del muchacho en el barrio sino también mi integridad física.

Solté el bofe en la bicicleta, pero a los veinte minutos ya estaba de regreso con cien ejemplares de mi exitosa novela. Otros veinte minutos más tarde regresaba a mi casa sin un solo libro. En el bolsillo tres dólares y cincuenta pesos cubanos y amarrados a diferentes partes de mi bicicleta dos mazos de lechuga, una cabeza de puerco, dos jabones Lux, un pomo de champú por la mitad, tres sábados cortos del aguardiente de marras y un jarrón de porcelana china de la dinastía Ming con su chapilla de inventario del Museo de Artes Decorativas. Comparado con los derechos de autor era un buen negocio. Además, mi novela había caído en manos de su verdadero público.

Pero la historia no concluye aquí. Reencontrarme con un barrio parecido al de mi infancia, cuyos recuerdos me habían servido para la construcción de mi primera novela, era toda una tentación. Las buenas relaciones que había establecido con Dignoser y sus amigos me permitían conversar con personajes de tremenda riqueza y colorido y, quizás, hasta encontrar historias que me permitieran acometer una segunda novela más veraz que la recién concluida. Qué lejos estaba yo de imaginar el precio que habría de pagar. Comencé a darme cuenta cuando noté que a Dignoser habían comenzado a llamarlo en el grupo por el nombre de Gravilla. Gravilla era el bautismo de uno de los delincuentes de mi primera novela. Pero aquello era solamente un botón de muestra, poco a poco fui conociendo personalmente a cada uno de los personajes que yo había creado: Pedro Pechoemulo, Chago el Buey, Frank la Puerca, El Puchy, Pedrusco el Rey del Brillo y El Gordillo acudían a la esquina cuando yo visitaba el barrio, a compartir conmigo el aguardiente. Increíble era la manera en que habían encarnado mis personajes, baste decirles que El Gordillo, que antes se llamaba Robin Díaz Hurtado, engordó más de quince libras para asumir su personaje y esto le costó que su novia lo dejara. Sin embargo, él sentía que el sacrificio estaba recompensado; era famoso, su nuevo nombre aparecía en un libro. Y esto solamente fue el inicio. Como mi objetivo fundamental era escribir una segunda novela tuve la infausta decisión de discutir el desarrollo de la trama con mis nuevos amigos en la esquina. El asunto de la nueva novela era una serie de crímenes que ocurrirían después de un robo de gafas en un almacén de una corporación. La policía debía ubicar la mercancía en el barrio a través de un informante y ahí comenzaba la pesquisa. Lo que nunca imaginé fue que al día siguiente de haberle expuesto la idea a mis amigos ocurriera un robo similar en los almacenes de la TRD de la ciudad. Coincidencia, pensé. Otra tarde tuve una penosa discusión con El Gordillo. El muchacho no aceptaba la condición de informante que yo le quería imponer en mi proyecto de novela y armó un tremendo escándalo en la esquina, hasta quería fajarse conmigo porque eso de chivato no le servía a él. Dignoser, o sea Gravilla, intervino a mi favor y entre El Puchy y él le dieron una mano de patadas al Gordillo por chivato y por traste y le prohibieron que volviera por la esquina. Aquella noche el complejo de culpa no me dejó dormir.

La tarde siguiente llegué bien temprano a la esquina. Todavía no estaba ninguno de los muchachos, pero me esperaba Leonardo, el Jefe del Sector de la Policía en el barrio. Era un joven de treinta y tantos años, igual que el personaje de mi novela, de hablar pausado y buenos modales como mi héroe. Su verdadero nombre era Raúl, pero ustedes ya saben.

—Vamos a hablar de hombre a hombre, escritor —me dijo.

—¿Qué es lo que pasa?

—Como usted verá, yo me encuentro en una situación muy difícil. Tengo que actuar y en este enredo hay dos o tres socios de aquí del barrio. El Puchy es como mi hermano, estuvimos juntos en Angola antes de hacerme policía y todo eso que usted sabe. Yo sé que él tiene que ver con esto y anda huyéndome. También me preocupa lo de Pechoemulo.

—¿Qué pasa con Pedro Pechoemulo?

—El cadáver no aparece.

—¡El cadáver!

—Claro, el cadáver. Se supone que lo hayan asesinado. Si Chago el Buey es el que tiene las gafas y Pechoemulo lo sabe y quiere joderlo en el negocio, es lógico que lo mate… Claro, que eso no lo va a hacer el mismo Chago, él se cuida mucho de esas cosas. Seguramente va a usar a alguna de su gente… No, al Gordillo no, ese es un infeliz que hasta yo le saco información y lo que hace es enredarse cada vez más con Chago y esa gente… Pero… puede usar a Tanganica. Tanganica acaba de salir de la cárcel y es incondicional de Chago el Buey. Además, en el barrio se comenta que estando él allá adentro, Pechoemulo andaba con su mujer, Mabel la Rubia, ¡tremendo cuero!

¡Todo un argumento! La verdadera solución para mi novela. Yo había soltado la idea y los personajes se me habían ido de las manos. Eso cuando ocurre en la hoja de papel es magnífico, pero cuando la creación literaria y la realidad se revuelven una con la otra, y la vida de un hombre está en juego ya es harina de otro costal. Sin embargo, a Leonardo no parecía importarle nada la tragedia. Él estaba en lo suyo, y para él y para todo el barrio si Pedro Pechoemulo no estaba muerto le faltaba poco.

Traté de explicarle que todo aquello era una locura, que había que hacer algo para detenerlo.

—Detenerlo, sí —me dijo—, hay que detenerlo. Voy para la Unidad de la Policía a buscar una orden de detención a nombre de Inocente Ascuy, alias Tanganica… Ese tiene que ser el asesino —y me dejó solo en la esquina.

Los muchachos no aparecieron aquella tarde. Cuando la cosa se pone mala en el barrio es normal que todo el mundo se pierda. Casi era de noche cuando decidí volver a mi casa. Deseaba con toda el alma un trago de aguardiente y allá todavía me quedaba un poco de la que había negociado por mis libros. Al pasar frente a la casa del maceta del barrio, o sea Chago el Buey, vi salir a un negro grandísimo vistiendo un pitusa y camiseta azul, tenía un collar de cuentas blancas y rojas en el cuello y la barba arreglada en forma de candado. Me saludó con un gesto y una sonrisa malévola.

Mi primer impulso al llegar a la casa fue deshacerme de la novela. Romperla, quemarla, desaparecerla.

No podía convertirme en un asesino a través de mi literatura. Decidí darle una última lectura antes de hacerlo, cuando terminé me di cuenta que no podía. Hubiera sido otro crimen. Tenía una excelente novela y Leonardo me había dado la solución perfecta de la trama. Traté de reconciliarme con mi conciencia pensando que lo que estaba pasando en el barrio no eran más que coincidencias de la vida y que si aquello tenía que ver con mi novela no era por mi culpa; eran ellos quienes habían decidido asumirlo así. El conflicto interno fue una batalla difícil, pero hay momentos en la vida de los hombres en que deben tomarse determinaciones crueles. Era mi novela y no iba a ceder por un muertecito más o menos. Y no cedí. No cedí ni cuando aquella noche se apareció Pedro Pechoemulo a la puerta de mi casa a pedir clemencia.

—¡Disles que no me maten, escritor! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Disles así. Disles que lo hagan por caridad.

—No puedo. Chago el Buey no quiere saber nada de ti.

—Tú sí puedes, escritor. Puedes decirles que eso no es así. Haz que te oigan. Tú tienes tus mañas. Disles que ya con este susto está bueno.

—No se trata de sustos, parece que te van a matar de verdad. Y yo ya no quiero volver más allá.

—Anda, escritor, disles que tengan un poquito de lástima de mí.

—Vete —le dije.

—Yo le puedo pagar a Chago, yo le puedo pagar. La cosa puede ser así.

—Ya no hay remedio —le dije y cerré la puerta.

Él debió quedarse un rato ahí parado. Quizás antes de irse al bar escuchó el tecleo de mi máquina de escribir.

—Ponme otro doble —dijo Pechoemulo al dependiente. El hombre lo miró indeciso. Pedro Pechoemulo estaba bien borracho.

—Sírvele, que se emborrache más. Que beba todo lo que le dé la gana —le dijo el negro grande, y se pasó la mano por la barba cuidadosamente recortada a manera de “candado”.

Pedro Pechoemulo terminó el último trago de su vida y salió del bar dando tumbos. Tanganica le siguió los pasos. Cuando entraron al barrio, por un callejón oscuro y estrecho, Pechoemulo cayó arrodillado sobre el asfalto. Tanganica lo sintió llorar.

—Por favor, Tanga, mírame, yo ya no valgo nada. ¡No me mates!
El negro se inclinó sobre él y le abrazó el cuello. Luego hizo un gesto breve y se oyó un chasquido.

Leonardo lo encontró arrinconado al pie del poste de la esquina. Por fin se había apaciguado.

—No tendrá nadie que lo extrañe —dijo bajito. Después se montó en su bicicleta y salió a buscar un teléfono.

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