María Regina no entendía por qué el resguardo que le dio su Babalorixá en Brasil no la libró de esa esclavitud. Sólo sabía que no resistía más, y que tenía que aprovechar que Don Marcial había salido hacia Madrid con Dragulescu. Por eso, se sobrepuso al inmenso miedo que intentaba paralizarla y, con una lentitud imposible, fue abriendo la puerta de su cuarto. Sacando valor de no sabía dónde, se asomó: el pasillo estaba desierto. A las cuatro de la madrugada, cuando se fue el último cliente, había echado algo en la leche de El Tarado, y allí estaba al final del pasillo, dormido en el sofá junto a la puerta que comunicaba los cuartos, donde trabajaban y vivían las chicas, con el salón del bar. En la punta de sus pies descalzos, para no despertar siquiera a las otras chicas que dormían en sus cuartos, caminó hacia la puerta, vigilando el sueño del Tarado mientras iba acercándosele. Al llegar junto a ese monstruo, sólo tendría que reunir el coraje suficiente para abrir con la llave maestra. Y huir de El Paraíso. Desde que abandonó Brasil, no se había podido comunicar con su familia, y su madre seguro estaba desesperada. Nueve meses atrás, había salido con otras tres chicas de su pueblillo, en el borde de la selva amazónica, con un contrato para trabajar de camarera en España. Los reclutadores les dieron los documentos, los pasajes y el dinero para mostrar a las autoridades en el aeropuerto. Dragulescu las recibió en Barajas, las metió en un coche y las llevó a un almacén lleno de chicas, donde estuvieron dos días. Eran rusas, rumanas, serbias, ucranianas y de esos países raros, y también otras brasileñas, junto a ecuatorianas, dominicanas, colombianas, nigerianas y otras africanas. A muchas también las habían engañado con el contrato para trabajar de camareras o en el servicio doméstico, acompañando a personas mayores o enfermos, o de azafatas en congresos. Una llorosa colombiana había creído que venía a un concurso de belleza. Pero a otras simplemente las secuestraron, como a una filipina que estaba de turista en Grecia y una búlgara que una banda albano-kosovar la metió a la fuerza en un coche cuando regresaba de su trabajo en Sofía: ambas habían sido violadas por primera vez en Sicilia y convencidas a palizas y a violaciones múltiples e interminables en Milán y Marsella de que no tendrían escapatoria, y que no valdría la pena ni intentarlo, porque ese era su destino. En aquel almacén, Dragulescu las subastó a los dueños de prostíbulos, que examinaron a María Regina y a las otras chicas abriéndoles las bocas para revisarles sus dientes y registrando cualquier intersticio de sus cuerpos, como si fueran ganado. Quizás la frescura de sus dieciséis años le había gustado a Don Marcial, quien pujó por ella y la compró por seis mil euros. Junto a Olga, una pobre rusita que no hacía más que lamentarse en su extraño idioma, se la llevó en su coche. En cuanto llegaron a El Paraíso, las separó, metió a María Regina en un cuarto, le dio una paliza, la violó, trajo al Tarado para que también abusara de ella, y esa misma noche la obligó a “trabajar” a varios clientes, para que comenzara a pagarle “la deuda” de miles de euros, por gastos de viaje y trámites, que había adquirido con él cuando la compró. Pero esa esclavitud iba a terminar, porque en medio de un silencio sólo interrumpido por los cercanos ronquidos del Tarado, ya estaba moviendo la llave en la cerradura. ¡Ay, ayúdame, Xangó!, rogó María Regina, porque la puerta no se abría.
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Ya esto no era España, se dijo Pedro mientras leía el diario en la recepción de su hostal, el Europa. Joder, a sus treinta y pico de años y tener que contemplar cómo seguían llegando africanos. Su tatarabuelo Manuel, que fue mayoral en República Dominicana, decía que los negros eran buenos, pero algunos sólo entendían el látigo. Y mira ahora, les quitaban los trabajos a los nacionales, en las aulas casi no había niños españoles; y en el autobús, uno era el extranjero. Y, para colmo, no se integraban. Los africanos, negros y árabes, eran todos musulmanes: les daban la espalda a las mujeres, querían tener varias esposas y mataban a las hijas si se “occidentalizaban”. ¡Qué tíos! Formaban sus guetos y venían a imponer su modo de vida. Ya aquí no se le rezaba a la Almudena sino a Alá, o a Obbatalá, porque los cubanos y dominicanos vinieron con su oscurantismo, y los ecuatorianos buenos con su Virgen del Cisne, pero los malos con sus pandillas. Porque esa era otra: ya había suficiente chorizo con los nacionales y ahora los teníamos importados: que si las mafias turca, albanesa, rumana, rusa, marroquí, peruana, nigeriana, china y todas las mafias colombianas, desde los cárteles de Cali y Medellín hasta los guerrilleros de izquierda y derecha. ¡Joder! Matones, asaltantes, y hachís, heroína y si hay que dispararle a la policía, se le dispara. Mafias de todo el mundo, uníos: venga, laven su dinero y cómprense la Costa del Sol, que el país es de ustedes. Si hasta estos del bar Paraíso se creen que pueden ser dueños del Europa.
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A su lado, mientras anotaba en el libro las incidencias de su turno, Jesús se preguntaba por qué Don Pedro no empleaba a Assane. Ya se lo había pedido más de una vez y el español no se decidía. Jesús, de ver al senegalés todos los días en la puerta, implorándole trabajo con la mirada, se había condolido de él y había salido a hablarle. No sabía ni cómo, muchas veces por señas, se entendieron. Assane era un hombre decentísimo. Le recordaba a sus primos, más negros que él, con los que se crió en una ciudadela de Santo Domingo. Pero qué podía esperar de Don Pedro, si a él mismo no le ofrecía ningún contrato: así podía botarlo cuando quisiera. La economía de España se beneficiaba con los inmigrantes, pero mientras la mayoría de los españoles los aceptaban, algunos los trataban con desconfianza. Él ya tenía papeles, era técnico de laboratorio, pero no conseguía empleo en su profesión. Esto iba a cambiar, pues él le había hecho un ebbó a Elegguá en la Plaza del Sol. Y sus orishas siempre lo ayudaban. Cuando aterrizó en Barajas con su pasaporte, un billete de ida y vuelta, dinero para los gastos y una carta de invitación de otro dominicano residente legal, él estaba preparado para convencer a la policía del aeropuerto de que era un turista, pero el resguardo que le dio su abuela Cachita hizo que no lo pararan. Ahora necesitaba dinero. Dragulescu y el Don Marcial de El Paraíso, le habían propuesto pagarle cuatro veces lo que ganaba en el Europa para que les buscara mujeres entre las dominicanas, cubanas y de otras nacionalidades. Pero no. Viviendo como pobre y teniendo hasta dos trabajos, había mandado dinero a su abuela y a su hermana, quienes habían vendido hasta lo que no tenían para ayudarlo a reunir los euros que necesitó para el viaje. Pronto las iba a traer a vivir con él, y a su novia, que estaba terminando la universidad en Santo Domingo. Y sabía que lo iba a lograr, porque cuando su babalosha lo consultó, Ifá vaticinó que él pasaría los últimos días de su vida aquí en esta tierra, pero rodeado de familiares.
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En la puerta del Europa, Assane esperaba a que Don Pedro lo llamara a trabajar. Su gri-gri lo ayudaría, porque esa especie de cinturón estaba hecho con las mismas cuentas de madera del gri-gri que dejó, junto al bebé, la princesa Oxuma, su tatarabuela que un día fue al cielo y desapareció junto a su marido, el rey Omgba. Sí, su gri-gri era especialmente mágico, Assane lo sabía. Estaba convencido desde que se lanzó al mar en un cayuco, con su primo Moussa y otras noventa y dos personas, porque no tenía nada que perder, salvo la vida. Les pasó de todo. Se desorientaron en el mar, los traficantes les habían vendido la gasolina con agua y se les arruinó el motor, quedaron a la deriva, se les acabaron las galletas, luego el agua, y los sorprendió una tormenta. El oleaje les quebró en dos el cayuco, y una de las partes se hundió y arrastró a todos los que estaban cerca. Él se aferró a unos palos. Creyó que moría. Se fueron agotando. Se ahogaron su primo y nueve de sus amigos. Había cadáveres flotando dondequiera. Pero a él, Alá lo cuidaba. Los divisó un buque de salvamento Marítimo, que rescató a los veintidós que encontró y los llevó a El Hierro. A algunos los hospitalizaron con hipotermia y deshidratación; allí otro amigo murió de un infarto. A él y a los otros sobrevivientes, los llevaron a Fuerteventura donde les dieron cama y comida. Y como le habían aconsejado, confundió a los entrevistadores para que no pudieran identificar de dónde procedía y regresarlo a su país. Y como seguían llegando otros y no cabían, lo enviaron en avión a Barajas, y de ahí a un centro de la Cruz Roja. Pero ya pasaron los tres meses de ayuda de las instituciones humanitarias y no había logrado nada. Vivía en un parque, junto a otros africanos y dormía en un banco, si lo conseguía, o sobre un cartón junto a un arbusto. Se alimentaba en un comedor social cercano, cuando obtenía vales de la Cruz Roja, o lo ayudaba Caritas. Por las mañanas, se lavaba en unos baños públicos. Después dejaba su ropa, su manta y sus escasas pertenencias en una bolsa grande de plástico que amarraba a la copa de un árbol, junto a otros cientos de bolsas y mochilas de otros africanos como él, y salía a buscar empleo. Los primeros días, cuando pedía trabajo, los “tubab” no lo entendían. “Travail”, les decía y nada. Y quién sabe qué le respondían. Sólo hablaba el wolof de su patria, mezclado con algunas palabritas en francés, y también podía leer el Corán en árabe clásico, pero eso no servía para conseguir empleo. Así que comenzó a asistir a clases de español todos los días en la Cruz Roja. Estaba ansioso de aprender el idioma para encontrar trabajo, ir al médico, y conocer cómo funcionaba esta sociedad. Ya salía a “buscarse la vida”, decía que se llamaba Assane y que era un senegalés muy trabajador, que era albañil y quería empleo, hasta decía que quería “currar”, y algunos tubab sonreían. Pero no lo empleaban. Y entendía que en unos lugares no lo aceptaban porque su español todavía era muy elemental y en otros porque decían que tenían miedo de contratar a un “sin papeles” y que los sorprendiera la policía. Ser un inmigrante era malo, pero además no tener papeles era como no existir, ser nadie. Vino a cambiar su vida y la de su familia, pero ellos allá en Dakar no se lo imaginaban: estaba durmiendo en un parque y con miedo a pasear, a que un policía le pidiera los documentos, miedo a que lo deportaran, a enfermarse, a no aprender español, miedo porque no veía futuro, ningún futuro. Tenía miedo, mucho miedo. También temía vender discos o películas piratas porque era ilegal y eso le podía traer más problemas de los que tenía. Y mucho menos iba a aceptar lo que le pidieron esos dos del bar El Paraíso: le enseñaron fotos de dos nigerianas y una senegalesa que se les habían escapado, y le ofrecieron mucho dinero por encontrarlas. Él sabía dónde se estaba escondiendo la senegalesa, pero dijo que no la conocía. Era para castigarlas a palos. Ni aunque le ofrecieran todo el oro de España. ¿Y si fueran sus hermanas o su novia? No. Por eso se había ido quedando junto al Europa. No conocía la ciudad como para alejarse mucho del parque, y este hostal era la única posibilidad que percibía de conseguir algo que pareciera un trabajo, quizás ahí tuviera “chance”. Lo estaba ayudando Jesús, el dominicano. Él lo tenía todo fácil: hablaba el mismo idioma y tenía papeles. A este Jesús le parecía como si lo conociera de siempre. Él le había dicho que hoy viniera antes del amanecer, para ver a Don Pedro, que él le había hablado de Assane. Necesitaba el empleo. Tenía que ayudar a su familia allá, que eran más de cincuenta viviendo en una sola casa en el barrio Hann-Pecheurs de Dakar: los niños dormían en el suelo, dos de sus sobrinos eran poliomielíticos y todos tenían sarna y varios adultos tuberculosis. Ellos lo habían escogido a él y a Moussa para que emigraran, y les ayudaron a pagar el viaje, que costó una fortuna, porque a pesar de sus treinta años, era de los más fuertes y junto a su primo, tenía más posibilidades de llegar, para que les enviaran dinero y poder alimentarse allí en Senegal. Pero Moussa murió y ahora esa era responsabilidad de Assane. No podía regresar: sería un fracaso y un drama familiar. Si tan sólo este tubab le diera empleo por ahora. Después podría tratar de trabajar en la construcción. Sabía que había muchos accidentes, pero ese era el único oficio que conocía: el de albañil. Ahí se ganaba más y podría traer de Senegal a su novia, que estaba terminando el instituto, y casarse con ella en España. Y si llegaba a ser rico, como su religión le permitía tener hasta cuatro esposas, tendría también alguna española, o hasta tres esposas españolas, pues algunas eran bastante bonitas. Que Alá lo protegiera, y que Don Pedro lo llamara, se dijo Assane, y sujetó su gri-gri.
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¡Abrió! María Regina agradeció a su orixá porque al fin funcionó la llave maestra que un cliente solidario le dio para que abriera la cerradura. Olga la Rusa no había querido huir con ella porque la amenazaron con matar a su niño en Siberia si algún día se escapaba. María Regina cerró la puerta para que hasta el mediodía no supieran que ella se había ido. Con sumo cuidado de no tropezar en la penumbra con una silla o una mesa, comenzó a atravesar el salón del Paraíso. En ese bar había estado trabajando los últimos meses siete días de cada semana, desde las cinco de la tarde hasta las cuatro de la madrugada, llevando para el cuarto unos veinte clientes al día, aunque estuviera con la menstruación o enferma, por lo que a ella y a las otras les daban bebidas o drogas para animarlas y controlarlas. Nadie podía pagar “la deuda”: estaban encerradas pero les cobraban la comida y el alojamiento, y las multaban por estar indispuestas o no atender suficientes clientes. Al final de cada día, Don Marcial les quitaba todo el dinero, para la deuda; y a la que no ganaba mucho, El Tarado le daba una paliza y la amenazaba de muerte: a una chica le rompió dos costillas y le quemó la espalda con ácido. María Regina tuvo que aceptar que la podían comprar, vender y alquilar, que su cuerpo no era de ella sino que le pertenecía a otros, que cualquiera que entrara con un poco de dinero de bolsillo podía hacer con ella lo que se le antojara, pues era sólo “algo” para limpiar la cochina cosa que llevaban entre las piernas. Le dijeron que era una dancer y le cambiaron el nombre, la llamaron Xica. Había sobrevivido, porque estaba agazapada en un rincón de esa cosa a la que le estaban haciendo esas perversiones; pero ella no era eso, no importaba lo que hicieran, no era con ella, ella no estaba ahí. Lupe la Ecuatoriana se drogaba para evadirse, y Dania la Albanesa quiso tirarse por la ventana. Las vigilaban para que no se suicidaran, pero a la que se ponía muy majadera, la desaparecían, aunque perdieran el dinero invertido y tuvieran que deshacerse del cadáver, como a la ucraniana que estaba histérica y más nunca la vieron. María Regina estaba convencida de que si a ella la hubieran sacado a trabajar a la calle, se habría escapado; aunque no habría denunciado a Don Marcial, porque se sabía que también había algún policía en el negocio. Pero todo iba a terminar ahora, que avanzaba en la oscuridad por El Paraíso hacia la puerta final, definitiva. Sólo que, entonces, tropezó con una botella que había en el suelo, y se heló, de sólo pensar que El Tarado pudiera haberse despertado con el ruido.
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Pedro estaba molesto. Las cosas no andaban bien. Sus padres trabajaban todas las mañanas y las tardes en el hostal y ya no tenían edad para eso. Pero él debía garantizar aunque fuera el mínimo de personal, las 24 horas. Por las noches estaba Jesús en la recepción por si llegaba alguien o algún huésped tenía una emergencia. Pero el ecuatoriano que limpiaba el hostal obtuvo los papeles y se fue con otros dos paisanos a poner un locutorio. Quedaba esa vacante por ocupar: se la podía ofrecer al senegalés “cayuquero”, quien tanto le suplicaba para que le diera trabajo. A Jesús lo había empleado hacía meses porque desde que lo vio, le infundió confianza, no sabía por qué. Y Jesús le había estado insistiendo: que por favor, ayudara al “sin papeles”. Sí, él les daba trabajo cuando no tenían papeles, pero cuando se legalizaban, se iban para otro sitio donde les pagaran más. Pedro sabía que el senegalés estaba desesperado por trabajar y hasta podría pagarle menos que a Jesús porque ni siquiera sabía español. Pero era negro. Pedro se molestó aún más, pero ahora consigo mismo, por prejuiciado. Sí, Assane, porque él sabía que se llamaba Assane, era negro. Bueno, ¿y qué?, se dijo. Pensó que estaba irritado porque el negocio no iba bien, pero que no debía tomarla con los inmigrantes. Después de todo, la suya era una familia de emigrantes. Su tatarabuelo Manuel Blanco emigró de muy joven a La Española, donde trabajó de mayoral de negros para un zaragozano que hizo allá su fortuna. Pero no tuvo la suerte de otros indianos. No, su tatarabuelo regresó pobre, y manco. Y muchos años después, a finales de los 60 del siglo pasado, su propio padre, Benigno Blanco, no hallaba trabajo en su aldea y sin haber salido nunca antes de allí, se fue con una maleta y mucho miedo a una urbe moderna como Lucerna, Suiza, adonde llegó sin siquiera un permiso de trabajo, y después su esposa lo siguió. Y le contaron que sufrieron muchísimo porque no pudieron aprender el idioma ni entender unas costumbres muy diferentes a las suyas, pero lo hicieron para mandarles dinero a los abuelos; así contribuyeron al “milagro español”, y para que él, Pedrín, tuviera una vida mejor que la de ellos. Allí nació él en los años 70, en Suiza, y fue entonces cuando sus padres decidieron regresar a España para que se criara en “su patria”. Y ellos le pagaron los estudios de Administración de Empresas y por eso llevaba el hostal de la familia. Pero no, el negocio no iba bien, y él no quería venderlo a pesar de que le ofrecían muchísimo dinero, o quizás por eso mismo. Porque la oferta la habían hecho los mafiosos del bar El Paraíso. Don Marcial hasta le había ofrecido ir a la mitad: le propuso abrir una puerta entre los dos edificios para usar para su “negocio” parte de las habitaciones del hostal, y encerrar ahí a esas pobres mujeres. Le llamarían Europa-Paraíso. Pero a Pedro le daba asco la idea: antes prefería clausurarlo que convertir el Europa en un gran burdel dominado por mafias. Sin embargo, las cuentas no daban, y no sólo tenía que posponer el plan de casarse con su novia, quien acababa de graduarse en la universidad y estaba haciendo una maestría en Italia, sino que hasta temía perder el hostal que sus padres habían comprado con el sacrificio de toda una vida. Pedro estaba molesto y asustado. Pero Assane no tenía culpa de nada y él necesitaba a alguien para limpiar el hostal. Y no se explicaba cómo ese senegalés que vivía en un parque, podía estar siempre tan aseado. Pedro pensó que él era católico y debía ser compasivo. Después de todo, el mismo Jesucristo había sido un inmigrante en Egipto. Sí, estaba decidido. Entonces, se volvió hacia el senegalés, que lo miraba ansioso, y lo llamó.
Jesús lo vio todo, y sonrió, agradecido. Este Pedro no era mala persona, él lo sentía, lo había sabido desde que entró en el Europa a buscar empleo.
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María Regina no sabía por qué había terminado como esclava en España. No tenía que haber ocurrido, porque antes de salir de Brasil se había hecho un trabajo de macumba y mataron un cabrito y el Babalorixá le había dicho que tenía un Petro Velho que siempre estaría ahí para defenderla, y ella supo que era su tatarabuelo, un rey africano que fue llevado de esclavo a Brasil, y allí escapó y se alzó en las montañas. Quizás él la estaba ayudando ahora, porque ya ella se hallaba ante la última puerta de El Paraíso, la grande que daba a la libertad. La abrió y, temblando, se asomó. La calle estaba oscura y desierta. Ahora no podía titubear: tenía que alejarse rápidamente, y perderse quién sabe dónde. Salió, cerró la puerta y no había dado ni un paso cuando vio los faros de un coche entrando por el extremo de la calle. Alcanzó a reaccionar y esconderse tras unos contenedores de basura. Tenía que huir, ya. Si eran Dragulescu y Don Marcial, su vida no valía nada. Vio que salía luz de la puerta del hostal. Pero no sabía si podría llegar allí sin que la vieran los del coche, que continuaba acercándose.
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Assane sostenía la cubeta con agua como un inapreciable tesoro, mientras el tubab Don Pedro le explicaba, y Jesús lo miraba, complacido. Su gri-gri no le había fallado. Estaba atento y radiante de felicidad, a punto de comenzar su primer día de trabajo en España.
Entonces, entró María Regina. Se veía asustada. La muchacha los miró a los tres, y se dirigió a Don Pedro. Le rogó que la escondiera, porque si la descubrían, la iban a matar. Y que le permitiera llamar por teléfono a su familia a Brasil, pronto, para que se cuidaran, no fuera que enviaran a alguien para matarlos, porque ella había escapado. Pedro parecía paralizado, sopesando las consecuencias de proteger a la chica o superado por el miedo. Él sabía bien que los chulos no estaban aislados sino que eran miembros de bandas, un eslabón dentro de las mafias. Jesús se acercó a la muchacha. ¿Por qué Pedro no la escondía ya? Assane no entendía de qué hablaban, pero había comprendido toda la situación. ¿Por qué el tubab no la ocultaba? Pedro miró a María Regina y se estremeció al pensar que la pobre chica tenía aún menos edad que su novia. Y ese convencimiento fue suficiente. Le dijo ven. Y entonces sintió un ruido en la puerta y vio entrar a Dragulescu, seguido de Don Marcial. Dragulescu sonrió y le preguntó a María Regina que a dónde pensaba ir, Xica; y la sujetó por un brazo. María Regina gritó. Don Marcial sacó su pistola. Jesús retrocedió. Assane se protegió tras una columna. Pedro se agachó bajo el mostrador de la recepción. Dragulescu comenzó a arrastrar a María Regina, quien se resistía y gritaba. Jesús y Assane se miraron y ambos comprendieron que los mafiosos iban, al menos, a torturarla. Dragulescu se la llevaba cuando Pedro emergió de detrás del mostrador. Con una pistola en la mano. La sostenía con la pericia adquirida en la mili. Don Marcial lo encañonó pero no se atrevió a disparar, porque Pedro le apuntaba precisamente a él, a los ojos, y no le temblaba el pulso. Dragulescu no soltó a María Regina, sino que extrajo también una pistola. A Jesús, la chica se le parecía muchísimo a su hermana. A Assane, le recordaba a una sobrina que había dejado en Hann-Pecheurs. Dragulescu levantó el arma para golpear a María Regina en pleno rostro, para desfigurarla. Jesús sopesó la posibilidad de lanzarse contra Dragulescu, cuando percibió una sombra: era Assane, quien iba a toda velocidad hacia Dragulescu, desde un ángulo donde este no podía verlo. Entonces, Jesús se lanzó adelante. Y Pedro supo que era el momento de oprimir el gatillo.
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Assane nunca sabrá que a su tatarabuela, la princesa Oxuma, la secuestraron unos negros que la vendieron a negreros en Dakar y fue llevada a América, a La Española, como esclava y obligada a trabajar en una plantación de caña, donde tuvo un hijo del mayoral, y murió en el parto. Ni que su tatarabuelo, el rey Omgba, salió a buscar a la esposa que no regresaba y también fue capturado y vendido, pero lo embarcaron para Brasil, donde terminó escapando a la selva junto con otra esclava y tuvieron un niño que fue el bisabuelo de María Regina, quien tampoco nunca lo sabrá. Jesús nunca podrá saber que el niño que le nació en La Española a Oxuma era su bisabuelo, Leoncio. Pedro nunca sabrá que el mayoral enamorado de Oxuma era su tatarabuelo, Manuel Blanco, quien, atormentado por la muerte de la esclava a la que amaba, se descuidó en el trapiche del ingenio, que le destrozó un brazo; ni que después de curarse, compró con sus ahorros la libertad de una esclava a cambio de que le cuidara a su hijo. Ni tampoco sabrá jamás que Manuel, su tatarabuelo, quien regresó manco y pobre a España, donde se casó más tarde, nunca, hasta el último día de su vida, dejó de enviarle, en secreto, algún dinero al hijo mestizo y bastardo que dejó en La Española: Leoncio, el bisabuelo de Jesús.
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Pedro sólo sabrá que cuando disparó, vio un fogonazo en la pistola de Don Marcial y sintió un golpe en la pierna derecha y cayó al suelo mientras Don Marcial trataba de contener la sangre que le escapaba a borbotones del cuello. Assane sólo supo que los sonidos de dos disparos no lo detuvieron y pudo atropellar con toda su fuerza a Dragulescu, y hubo otro disparo y ambos chocaron de forma brutal contra el mostrador de la recepción y cayeron al suelo mientras María Regina no cesaba de gritar, y el arma también cayó. Y Assane comprendió que no podría llegar antes a la pistola porque ya Dragulescu estaba a punto de recuperarla, y miró a Don Pedro, herido en la pierna, que alzaba su arma. Jesús sólo sabrá que al correr hacia Dragulescu logró distraerlo, pues ya Assane estaba a punto de chocar con el hombre cuando este le disparó a él la bala que lo detuvo en seco. Y mientras caía de rodillas, Jesús vio cómo Assane atropellaba y desarmaba a Dragulescu. Y a él, el pecho le estallaba y el dolor lo obligaba a abrir los brazos. Y mientras todo desaparecía, pudo escuchar otro disparo. Y se preguntó por qué no se cumplió el oráculo de Ifá, de que en los últimos momentos de su vida estaría rodeado de familiares. Y todo oscureció. María Regina sólo sabrá que cuando Dragulescu la iba a golpear en el rostro con la pistola, algo la apartó bruscamente, y por encima de sus propios gritos escuchó varios disparos y vio a Don Marcial y a Dragulescu inmóviles sobre charcos de sangre, y al dominicano tirado sobre el suelo, con los brazos abiertos, y corrió a abrazarlo, a taparle el hueco en el pecho por donde se le iba la vida.
Pedro agarró su escapulario con una mano y con la otra trató de contener la sangre que le brotaba de la pierna. Assane vio que no estaba herido, oprimió su gri-gri, agradecido, y corrió junto a Don Pedro, se rasgó su camisa y comenzó a ponerle un torniquete, mientras María Regina, abrazando a Jesús, estremecía con sus gritos el Europa.