A sabiendas de estar emprendiendo un próspero negocio, con excelentes dividendos, comenzaron a fundir las piezas de los desmantelados centrales azucareros. Se habían comprometido a confeccionar los sables que el Japonés y su esposa Ichi, les pagarían en divisa. Ninguno entendió nada respecto a la explicación dada por ellos sobre un curso de arte oriental. Mucho menos precisaron saber para qué este matrimonio necesitaría de tantos sables en un país que comenzaba a prescindir de la mocha. Era evidente, por las nuevas orientaciones recibidas en los centrales, que nuestra primera industria ya no sería más la del azúcar.
Muchos centrales azucareros habían recibido la orden de ser demolidos. Pese a que por cinco siglos la industria azucarera se había establecido y desarrollado en el país, hasta convertirse en su primera industria. Los bateyes pasaron a ser cooperativas agrícolas y a los trabajadores azucareros se les propusieron los más variados e impensables oficios, como el de agricultor o estudiante.
Se dijo entonces era más costoso para el país producir que importar azúcar. Y sin que la veracidad de esta afirmación estuviera clara para muchos llegó la orden de demolición a muchos de estos sitios en que, de generación a generación, habían dependido de esta industria.
Algunos de los que no quisieron convertirse a la altura de sus edades, casi todos mayores de cuarenta años, ni en agricultores ni en estudiantes eligieron el oficio de negociar con las gigantes piezas que formaban parte del complejo engranaje de un central azucarero.
Nadie procuró, dada la orden del desmantelamiento, por estas gigantes piezas abandonadas a la intemperie. Lo que les posibilitó sacarle provecho a esas moles de hierro que ya se veían anacrónicas en el desolado paisaje en que se fueron convirtiendo esos bateyes.
Al precio en el que se comercializaba el hierro en el mercado negro muchos de estos ex trabajadores azucareros llegaron a conquistar el difícil, soñado y aspirado estatus de ser considerado un maceta.
Muchos de ellos pudieron, por primera vez, sentarse a tomar cervezas sin permitir que les retiraran las latas vacías de la mesa, para que todo el que pasara por su lado supiera de su privilegiada condición.
Les crecieron sus vientres a la vez que dejaron a sus esposas gordas y desarregladas. En su mayoría ajadas y envejecidas por la depresión que les ocasionó un cambio tan brusco en que de la noche al día sus bateyes fueron reducidos a un caserío sin atractivo y sin ningún futuro.
Muchos de ellos se juntaron con muchachas muy jóvenes. Casi todas de pueblos cercanos al batey en que habían dejado de ser obreros del Central. Adquirieron cadenas de oro para sus cuellos y ajustaron dos o tres anillos en sus regordetes dedos. Ahora constantemente sonríen. No sólo como gesto espontáneo provocado por la felicidad que disfrutan, sino para testimoniar su prosperidad mostrando los dientes, ahora revestidos de un dorado que les ilumina la sonrisa.
El Japonés e Ichi habían decidido a dejar sus respectivos trabajos para convertirse en trabajadores por cuenta propia. Estaban dispuestos a enseñar, en su apartamento, todos los pormenores de la ceremonia con que los japoneses, mediante el harakiri, ponen fin a sus vidas.
Veinte pesos convertibles el sable llamado wuakisachi y un peso cada clase, en igual moneda. Para los más aventajados el curso les costaba veinte pesos convertibles, pues solo tendrían que hacerlo en veinte sesiones. Pero algunos, algo más lentos en su aprendizaje, precisaban matricular nuevamente y hasta otros se verían obligados a hacerlo una tercera vez. Bien se sabe que el conocimiento no llega a todos por igual.
De nueve a once de la mañana lo habían decidido como el horario disponible para los interesados en aprender la ceremonia del harakiri y de dos a cuatro de la tarde los dispuestos a dominar el seppuki, es decir el suicidio por honor. De nueve a once de la noche estaba previsto como el horario asignado para la aclaración de dudas de todos los participantes en ambos cursos; el de la mañana y el de la noche.
—Los tres saltos a la derecha. La misma cantidad a la izquierda. La extensión de los brazos para recibir el impulso de vida. La inhalación de aire para tomar la energía universal y dejar abierto los chacras al universo. Para finalmente ubicar el sable, cinco dedos encima del ombligo. Como fuente de vida del Hombre toda el área a su alrededor, conocida por hara, posee una energía muy especial que permite sea penetrada la piel con elegancia y escaso dolor —explicó Ichi a sus atentos alumnos.
— Pero este aprendizaje es solo el final de una preparación que a partir de esta primera sesión recibirán en este curso —aseguró el Japonés y les orientó hacer un círculo a su alrededor.
—Nos proponemos hacer del suicidio, de tan alto índice en nuestro país, una decisión madura y asumida por quienes se sienten listos para pasar a la segunda etapa de un ciclo que comienza con la muerte. —dijo con voz pausada Ichi.
Como la mayoría de las esposas, y pese a sus estilos de vida oriental, era ella quien llevaba la voz cantante en su casa y por tanto en el curso que ambos impartía con toda la profesionalidad exigida por estos ancestrales saberes.
Ichi-chan, qué crees de esto, Ichi-chan que crees de lo otro, le consultaba siempre el Japonés a su esposa.
Si para algo no estaba preparado era para tomar por sí solo una resolución. Decir si o no, sin conocer la opinión de Ichi sobre cualquier asunto, aún los más triviales. Sus alumnos obviamente enterados de esta dificultad pocas veces se dirigían a él, prefiriendo evacuar todas sus inquietudes con Ichi.
El chan, que unía al Ichi, es la manera cariñosa en Japón de dirigirse a los niños.
Y es que era ésa justamente su única amargura, el no haber tenido hijos. Para ellos tenía reservado los nombres; Akinari, Kioichi, Haruki, Kasuya, Junichi, cuando aún por la edad de su esposa se veía en posibilidad de ser padre de cinco lindos niños. Pero ninguna mujer es perfecta, como no lo es ningún hombre y en Ichi reconocía muchas virtudes. Muy pronto se acostumbró a la idea de no reprimirse sus desarrollados instintos paternales con su dulce y complaciente esposa a la que comenzó a tratar como si fuese una de las niñas que años atrás tanto deseó.
— Parecería que el atravesarse con el wuakisachi es algo sencillo. Pero como todo saber ancestral lleva un aprendizaje, tiempo, dedicación, concentración. Y más que nada una inspiración oriental muy particular. Sobre todo porque no se trata de ir al encuentro de la muerte, sino desde la filosofía oriental abrirse a conquistar todo cuanto se nos reserva más allá de la vida. Es decir ese segundo aire posible de aspirar luego de la muerte —aseguró a sus alumnos el Japonés, dispuesto a compartir sus profundos conocimientos sobre este tema.
Ichi, por muchos años había sido profesora de ciencias en un pre universitario. No era ese su nombre, sino un apodo que desde pequeña adquirió gracias a sus ojos achinados, la cola de caballo con que siempre se peinaba un cabello demasiado lacio para hacerse otro tipo de peinado y sus pies algo zambos.
Nadie podía asegurar, con certeza, que su origen fuera asiático. Mucho menos japonés, porque nadie nunca conoció a su padre. De quien tuvo que haber heredado todas estas características pues su madre, que sí fue conocida por todos los vecinos, era rubia, alta y esbelta. Nacida en Mataguá, un pueblo cercano a Santa Clara, se le conoció varios maridos pero ninguno había sido el padre de Ichi. La que al parecer no tuvo padre, a lo que agregó por desgracia una madre fugaz, pues desde su partida hasta los días de hoy nunca más supo de ella.
Cuando en los años ochenta se sucedió un éxodo por el Mariel provocado por los sucesos de la embajada del Perú, Ichi, que estudiaba el segundo año del Instituto Pedagógico, fue abandonada por su madre. Había resuelto una capacidad en una de las muchas embarcaciones que llegaron a ese puerto en busca de cubanos decididos a marcharse definitivamente del país.
—En cuanto pueda vengo por tí. Te diré: Mírame, soy tú mamá. Porque estaré tan rejuvenecida que no me reconocerás. Sigue estudiando para que llegues preparada a un país que como todo el primer mundo es muy competitivo —fueron sus palabras de despedida.
Por esos días de suficiente sufrimiento como para perder libras de peso y la escasa alegría que su rostro achinado podía reflejar, conoció al Japonés.
Él recién había regresado de un curso que por un año lo preparó, en la ciudad de Yokohama, para instalar y luego darle mantenimiento a las modernas máquinas japonesas de una futura fábrica. La Textilera, como se le comenzó a llamar, se levantaba en las afueras de la ciudad y desde los inicios de su construcción se aseguró sería la más grande de América Latina.
Lo que más llamó la atención a Ichi de su futuro prometido fue el halo enigmático de su lento andar. Los prolongados silencios con que prefería observar y expresarse y lo elegante e inusual de los kimonos de seda, adquiridos con el estipendio recibido como estudiante de un curso que además de propiciarle el dominio de un oficio le permitió encontrarse con la cultura oriental, incorporada desde entonces como suya.
Como el Japonés vivía en una casa demasiado pequeña para su numerosa familia y ella se había quedado sola en el apartamento que había compartido con su madre, decidieron casarse a los cinco días de ese primer encuentro.
Después de una luna de miel un fin de semana en el Hotel Santa Clara Libre, decidieron convertir el apartamento de Ichi en un espacio lo más parecido posible a lo que él recordaba haber visto en Japón.
Vendieron muebles y adornos para con una decoración minimalista darle una imagen oriental al apartamento. Colocaron en la sala una lámpara de papel, en forma de globo, que además de sus kimonos y una estera había sido de las pocas adquisiciones permitidas por su estipendio de estudiante. En una de las paredes de la sala desplegaron la amplísima estera en que con caligrafía japonesa, aseguraba él, decía: El hombre, al menos una vez en la vida, debe perderse en un erial y experimentar una soledad absoluta, sana, un poco aburrida incluso. Y así descubrirá que depende completamente de sí mismo y conocerá sus capacidades potenciales.
Fragmento extraído de una de las novelas de Jack Kerouac, uno de los escritores más reconocidos del Japón, quien había pasado tres meses solo, como guarda forestal, en una cabaña levantada en la cima de una alta y perdida montaña.
Esta detallada explicación podía ofrecerla lo mismo él que ella, pues de tanto escuchárselo, a Ichi le parecía dominar el idioma japonés y conocer profundamente la obra y la vida de ese novelista.
Bajo la lámpara de papel colocaron una estera de fibras confeccionada en Bulgaria, posibles de adquirir, por aquellos años, en cualquier establecimiento comercial. Sobre ella reposaron sendos cojines cocidos a mano por Ichi, en los que se acomodaban, cada tarde cuando regresaban, él de la fábrica y ella de las clases del Pedagógico, para tomar el té. Lo servían en un sencillo juego de porcelana rusa adquirida en la tienda destinada para que los recién matrimoniados pudieran satisfacer alguna de las necesidades creadas a partir de esa decisión de juntarse e iniciar una vida en común y que no eran posibles de encontrar en ningún otro comercio.
Con buena suerte en aquella tienda nombrada por Casa de los Matrimonios, los recién casados podían comprar una olla de presión, una plancha o dos calderos, un irrompible radio Veff, o una cámara fotográfica soviética, cuatro platos o un juego de café o de té, una sobrecama de chenille o un juego de sábanas, una guayabera o un pantalón para los hombres, los cuales también podían aspirar a un par de zapatos de vestir.
Las recién casadas podían escoger entre un vestido, blusa o saya, entre dos blúmer o dos ajustadores. A veces se le ofertaba algo de maquillaje y perfumes y algún otro accesorio como cintos, carteras o monederos. Además de un par de zapatos que con buena suerte podían ser de vestir.
Sentados en el suelo, sobre los cojines, hacían sus meditaciones y recibían a las escasas visitas que cuando aquello llegaba hasta su apartamento. Podían estar uno frente al otro mirándose por horas sin pronunciar una palabra. Si algo define la cultura oriental es el apego por el silencio, el valor que se le otorga al lenguaje del silencio. También sentados en el suelo y separados por una mesa ratonera desayunaban y cenaban, pues el almuerzo lo tenían que hacer sentados en las incómodas sillas occidentales del comedor del Pedagógico y de la Textilera.
Por todo este comentado, por inusual, modo de vida, a él lo dejaron de llamar por su nombre: Roberto Pérez Rondón, para apodarlo, hasta el día de hoy, como el Japonés.
Veinte años después de haberse conocido, cuando el salario de un profesor se convirtiera, como el de todos los profesionales, en insuficiente para satisfacer las necesidades más imperiosas de una casa y la Textilera dejara de ser la más grande de América Latina porque muchas de sus naves se cerraron por falta de materia prima, Ichi y el Japonés pensaron en acogerse al estatus de trabajadores por cuenta propia. Se entusiasmaron en abrir su propio negocio, consistente en promover la cultura japonesa en todas aquellas personas que sintieran algún atractivo por ella.
—Buenas noches. Perdone que lo moleste a esta hora —me dijo Ichi apenas le abrí la puerta de casa—. No lo tome a mal, pero por casualidad vimos entrar a su casa a la pintora Zaida del Río. Queremos hablar con ella. Dijo a la vez que tomaba por un brazo a su esposo para colocarlo a su lado.
— Es que no sé si pueda atenderlos. Está recién llegada y supongo cansada de conducir tantos kilómetros. Les respondí sin saber qué era lo correcto hacer ante una petición como esa.
— Necesitamos de ella, por favor —dijo con un susurro de voz el Japonés, como si la necesidad fuese más imperiosa que su timidez.
— No regalo cuadros a nadie porque terminan vendiéndolos. Se perdió la sensibilidad para disfrutar de la belleza. Ahora solo se piensa en el billete. Ese perro me ha mordido varias veces. —dijo Zaida, que con un suave pero enérgico movimiento de su cadera me había desplazado de la puerta para ponerse a mi lado, después de haber sonado todas sus esclavas y pulsos al ponerle énfasis a sus palabras con una gesticulación inusual.
Como si no la hubiesen escuchado, Ichi y su esposo la reverenciaron con un leve movimiento de la cabeza y las manos juntas a la altura de sus barbillas.
—Un honor para mí y para mi esposo conocerla personalmente, somos admiradores de su gran obra.
—Bríndale un poco de té a esta gente que se ven algo débiles. —me pidió mientras dejaba libre el espacio que ocupaba en la puerta para que los vecinos entraran.
—Supimos, por la prensa, que Usted acaba de regresar del Japón. Mi esposo y yo estamos a cargo de la presidencia y la vicepresidencia de la Sociedad Amaterasu Omikami, que como seguro conocerá es la deidad más importante de la rica mitología japonesa. Es por eso que le queremos pedir que nos prestigie con su presencia y nos hable, cualquier día que desee, sobre cualquier tema sobre la rica cultura japonesa —terminó de decirle Ichi al tiempo en que llegué a la sala con dos tazas de té humeante, que puse en manos de mis vecinos. Ambos me la agradecieron con una nueva reverencia.
—Me gusta la idea. La creo posible. Pero en el calamitoso estado que aprecio en ustedes les recomiendo, después de tomarse la infusión, se vayan a descansar y mañana yo compro en el Mercado algunas viandas y una cabeza de puerco para hacer una buena caldosa. Con los estómagos bien fortalecidos les hablo del Japón y de lo que quieran. Soy muy buena conversadora, no lo duden —les dijo Zaida, segura de que mis vecinos estaban enfermos por su extrema delgadez.
Más que nada esto respondía a sus hábitos vegetarianos. Aún cuando se lo hice saber de variadas formas ella aseguró se estaban muriendo de hambre y que para una guajira, como ella, no había nada peor.
—La vida es bella, extremadamente bella y hay que estar alegres como manera de agradecer todas las bendiciones y dones que la naturaleza nos regala cada día y como posibilidad, a nuestro alcance, de estar saludables —aseguró Zaida después de una pausa en que nadie dijo nada.
Segura, por la seriedad y la delgadez de mis vecinos, de que estaban atravesando por una depresión profunda.
Se quitó los tenis blancos que calzaba. Luego las medias que colocó encima de la mesa de centro. Retiró el cinto de su pantalón cuya portañuela dejó abierta. Se soltó el pelo que tenía ajustado con una felpa y dijo:
—Me voy a dormir que la noche se hizo para descansar. Y no puedo seguir viendo a estos dos infelices frente a mí.
Dejándome solo en la sala, con mis vecinos que no se habían podido tomar el té por estar paralizados por la emoción de haber logrado convencer a la afamada pintora de visitarlos y compartir con ellos sus experiencias.
—Que persona más sencilla —le comentó Ichi a su esposo.
—Es obvio cuánto ha bebido de la cultura oriental —respondió él.
—También nos gustaría que usted nos ayudara a confeccionar una biblioteca de literatura japonesa, para lo cual ya contamos con varios títulos —dijo Ichi depositando su menuda mano sobre la rodilla de su esposo, sentado a su lado, como manera de avisarle que le tocaba hablar a él.
—Tanto de clásicos tan apreciables como Ueada Akinari, como de contemporáneos que han llegado al mercado occidental con mucho éxito como Haruki Murakami, y Kyoichi Katayama, con la que tenemos el privilegio de cartearnos —apuntó el Japonés en un susurro, sin apenas mover los labios.
Al amanecer, con las luces apagadas, por no resistir la luz en las mañanas, Zaida se despidió. Me encargó cuidar a mis vecinos, Ichi y su esposo, reiterándome lo mal que los había encontrado.
—Si no se alimentan no llegarán a la próxima semana en que podré regresar para complacerlos en su petición.
Vestida con un mono deportivo, se colocó un paño hindú en la cabeza, se cubrió los ojos con unas gafas oscuras y segura de que no sería reconocida por nadie me dijo adiós desde el elevador.
En el parqueo, la Retirada la recibió con un ramo de flores silvestres en el que resaltaban vicarias y romerillos. Zaida colocó el ramo en el asiento trasero de su auto. Con una sonrisa agradeció las flores. Se sentó frente al timón e inmediatamente arrancó el auto. Un humo ligeramente gris quedó como rastro de su veloz retirada y en cuestiones de segundos ya se había perdido por la Carretera Central.
Antes de que Zaida hubiera tenido tiempo de arrancar el auto un grupo de vecinos, detrás del uno, dos, tres, dicho por la Retirada, comenzaron a aplaudir y darle bombochíes a la pintora. Bombochíe, chie, chie, bombochie chie chie, cha, Zaida, Zaida, ra, ra, ra, entonaron los vecinos emocionados de saber que esa noche la famosa pintora había pernoctado en su mismo edificio.
—Ha sido como tenerla en nuestra casa —aseguró la Retirada al Periodista, que había llegado tarde a la despedida.
Conversando sobre el privilegio de residir en un edificio visitado por personalidades de la cultura y la emoción con que Zaida había recibido el ramo de flores, cada cual regresó a su rutina. Felices de haber compartido unos segundos con alguien tan famosa.
Algunos vecinos cercanos al apartamento del Japonés e Ichi habían comenzado a manifestar preocupación por el riesgo al que se exponían de encontrarse en el pasillo de su piso con personas atravesadas por un sable.
—Algo así nos entorpecería la dinámica diaria que cada uno de nosotros y de manera muy diferente, sostenemos. Encontrarse con un muerto, para nuestra cultura constituye un mal augurio, además de un pretexto para que se le amargue el día a cualquiera. Y motivos para estar molestos tenemos como para tolerar uno más —dijo el Periodista, mientras anotaba en su agenda algunos datos sobre este asunto que los vecinos con gusto le ofrecían.
— Qué importancia tendrá encontrar a un desconocido si yo hallé a mi hijo sin vida al lado mío, en mi propia cama —dijo la Poetisa, restándole importancia a sus quejosos vecinos.
—Lo de menos es que comiencen a aparecer suicidas por los pasillos del edificio porque con llamar a la ambulancia o a la policía sería suficiente. Lo que sí me parece grave es no saber de dónde sacan nuestros vecinos los sables que les venden a los matriculados en su curso. Pues estamos hablando de sofisticadas armas orientales. No de las mochas o machetes nuestros —dijo la Retirada, para a continuación hacerles saber a los presentes que su prioridad en esos momentos era recuperar los terrenos en los que está enclavado el Centro Cultural.
—Para definitivamente impedir que ese antro de mal gusto y agresión a la cultura nacional sigan dañando a nuestros jóvenes —dijo en exaltado tono.
— De su constancia depende. Esos terrenos son parte de mi patrimonio familiar —aseguró la Poetisa que no había dejado de tararear su canción preferida.
—Yo he hablado con el INDER y sus funcionarios desconocen exista en nuestro edificio un proyecto de artes marciales —afirmó el Periodista que había abandonado para siempre el puesto de venta de bocaditos de cerdo, pues una inspectora de salud pública lo había multado con mil quinientos pesos por mala manipulación de los alimentos, por no tener guantes puestos para preparar los bocaditos.
—En mi larga vida —le dijo a la Inspectora—, jamás he visto a los vendedores de pan con cerdo usar guantes. Es más, en mi vida no he visto a un gastronómico con guantes. Es más en mi vida no he visto un guante que no sea para cortar caña y eso fue en los setenta, cuando la zafra de los diez millones que me movilizaron permanentemente para cumplir con una meta que siempre me pareció muy alta para cumplirla.
Seguidamente mandó para el carajo a la Inspectora y le dejó el medio puerco asado con una caja a la mitad llena de panes que aún le quedaban por vender. Prefirió volver a su anterior oficio, el de periodista, que si bien económicamente no le reportaba absolutamente nada, tampoco le creaba deuda alguna. Justo cuando se encontró en el pasillo de su casa a los vecinos comentando sobre el curso impartido por el Japonés y su esposa.
Después de haber mandado para el carajo a la Inspectora y de habérsele establecido un fuerte dolor de cabeza que no calmaron ni dos Ibuprofeno, regalados por la Poetisa, ni dos Dipironas que le hizo tomar su esposa, decidió salir en busca de una crema de afeitar para darse la gratificación de rasurarse con todas las de la ley. Como lo hacía cuando tenía dieciocho años y comenzaron a salirle los primeros vellos de lo que finalmente fue una menguada barba.
Entonces estaba en la URSS, como estudiante de la Escuela de Maquinistas y descubrió la existencia de varios productos, propiciados por el desarrollo soviético, para los que como a él había llegado la hora de afeitarse.
Es usual cuando las personas, a determinada edad, sufren una decepción como la afrontada por él, quieran regresar a través de un recuerdo a una edad que la memoria la conserva como una etapa de extrema felicidad.
A los dieciocho años él estaba feliz, disfrutando de las bondades del socialismo y de una ucraniana, estudiante de su escuela que se convertiría en la primera mujer en manejar una locomotora. Con ella hacía el amor, comía chocolate y bebía vodka, hacía el amor, comía chocolate y bebía vodka. Hasta rendirse ambos sobre una amplia cama con colchón de pluma de ganso perteneciente a la abuela de la ucraniana, en espera de despertar y volver a repetir el ciclo de los tres ingredientes de la felicidad que gracias a su larga estancia de tres años en la URSS, había disfrutado con creces.
Recorrió tiendas, de las que hacen su oferta en moneda nacional y en divisa y en ninguna encontró una crema de afeitar. Pero su afán de darse una gratificación le sirvió de excusa para andar por la ciudad. No hay nada mejor para la ira que dispersarla caminando. El ejercicio es aconsejable para aliviar los síntomas provocados por una recondenación y él lo sabía. Por lo que para nada pensó inútil su larga caminata en busca de algo que finalmente no halló.
De regreso a su casa, en los portales del Mercado Estatal, se encontró con el Chino, que le suplicó valorara su determinación.
—Percances con los inspectores siempre se tienen. Pero no hay mejor negocio que la venta de alimentos. Los cubanos tenemos un aptito voraz e insaciable —le aseguró mientras se acariciaba su pronunciado vientre.
Con un gesto de su mano le respondió el Periodista. Sabía que con él garantizaba la compra de un pernil diario. Pero su decisión era firme, pues tenía una sola palabra y no sería cambiada pese a las súplicas del vendedor de carne. Quien le había confesado reiteradas veces lo difícil de su oficio en que cada día se encontraban menos clientes con suficiente capital como para comprar una mercancía que se había encarecido tanto.
Le aclaré a la Poetisa, a la Retirada y al Periodista que en estos momentos me encontraba muy ocupado en la escritura de una nueva novela.
—Siento no poderlos atender. Me van a operar de la vesícula, como ustedes saben y como todo el que se dispone a ser intervenido quirúrgicamente debo dejar todos mis proyectos terminados —les dije verdaderamente apenado de no poder continuar conversando con ellos.
Habían llegado hasta mi apartamento para conocer sobre qué tema había versado la entrevista entre la famosa pintora, el Japonés y su esposa. Para luego hacerme saber de su preocupación por el curso iniciado en el apartamento de estos vecinos.
—¿Cómo se llama tu nueva obra? —preguntaron los tres a coro, con un entusiasmo que me conmovió. Justo cuando estaba por cerrar la puerta de mi casa.
Por lo que no tuve más remedio que inventarles un nombre. Ni recuerdo cuál. Porque lo cierto es que mi novela aún no tenía nombre, ni final, ni una editorial esperando por ella. El único que tenía sus esperanzas puestas en la historia que intentaba escribir era yo.
—No le parece un peligro que permitamos ese tipo de tentación a probar la muerte. A la manera japonesa, pero finalmente una incitación al suicidio —me preguntó el Periodista, colocando, con discreción su pie derecho entre el marco y la puerta de mi apartamento.
—Si hasta el día de hoy no hemos encontrado ningún suicida es porque el curso que imparten los vecinos o se relaciona con otro asunto o sencillamente no es para nada efectivo —les dije con la mejor de mis sonrisas.
—Tengo la mejor opinión de ellos y hasta el agradecimiento de que han ayudado a mi hijo en la escritura de sus haikus prestándole literatura japonesa sobre esa manera de hacer poesía —se sintió obligado el Periodista de hacer esa salvedad.
—Nadie puede tener queja de unos vecinos tan correctos. Y tener la posibilidad de verla ella vestida de japonesa, con unos elegantes kimonos es un atractivo que al menos yo agradezco —aseguró la Poetisa.
Con toda la delicadeza que precisan las buenas costumbres fui cerrando lentamente la puerta, hasta lograr barrer el pie del Periodista y conseguir, finalmente, dejar del otro lado a mis vecinos y regresar a mi escritorio.
—No se lo tomen a mal. Los escritores precisan aislarse. Así mismo responde mi hijo cuando dice estar concentrado en una nueva obra. Aseguró quien había sido obligado a retirar su pie del marco de la puerta.
—En cuanto a los sables que comercializan los vecinos no tenemos por qué preocuparnos. Son muy buenas y cercanas las relaciones con los japoneses que hasta han descubierto el gusto por nuestra música y prosperan los cursos de nuestros bailes en varias ciudades niponas. Por lo que nada de particular tendría recibir, como agradecimiento, esas armas. Así que olvidemos lo hablado y concentrémonos en el asunto del Centro Cultural que es el que más nos daña —le escuché decir a la Retirada, del otro lado de mi puerta cerrada.
Es obvio que nadie se atrevió a contradecirla y se marcharon silenciosos y ágiles hacia sus casas. Como el que anda ligero de preocupaciones.