Poesía

Diatriba a una mujer que no sabe amarme

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1

Mujer, tu cuerpo concurre en largas inquietudes,
precede al aura,
se cultiva en la volatilidad del ojo,
en la pendular estancia del silencio.
Tus ansias desentrañan primitivos
tormentos, cortejan largas sinfonías
limitadas por la cadencia mortal del tiempo.

Tu cuerpo es un dispendio de horas
cruzando el misterio doliente en que naufrago.
Habita en ti la fiereza del horizonte,
el duelo consistente del agua,
la perdurable inestabilidad de los minutos.

Brevemente en ti existo.
Punza tu tálamo agitando falsas cortesías.

En realidad, en ti predomina
una honda embestida,
una luz cortante anidando entre mis venas.
Nace en ti la infamia, la sentencia de la zozobra,
la periódica deserción en que sucumbo.
Ajena a toda circunstancia
desdeñas la profundidad de mi lamento.

2

¿Qué equivale a dominarte, mujer?
Un sueño encarecidamente ajeno,
una abstinencia subrepticia,
un nerviosismo donde se poseen
la distancia y los pesares.
¿Quién sostiene sobre sus yemas
el desdén en que culminamos uno en el otro?
¿Qué soy yo después de erigirme en ti?
Acaso quebranto, paraíso efímero
donde se halla el destierro de mí mismo,
derrumbamiento en que las raíces
amamantan la maraña del desprecio;
precipitación de los sesos
hacia el arbitrio de la dispersión…

3

Luminosamente tu cuerpo danza,
obstinado manifiesta la vibración del silencio;
la llama de la noche sujetando
la partitura de tus movimientos;
la claridad del deseo.

Cual violento péndulo esgrimes
la salvaje estatura de tu bella cólera;
tu tempestad
se transforma en el canto de tu cuerpo;
eres la larva que nace al mediodía
manifestando su territorio:
acaso derrumbe o reinvención de la agonía.

Germina en ti el énfasis del naufragio,
al unísono la sangre emprende
el tránsito, vuelves a la inquietud
del nacimiento, a la germinación suprema
en que has prevalecido.
Sustancia y muerte eres;
luminiscente eco desbordado en la soledad.

Renaces en ti,
crisálida venida a la hora exacta
en que se parte el día.
Íntima Eva, hilarante forjas mis costillas mortuorias,
forjas, también, pecaminosa, tu aroma pálido.
Renaces en ti, furtiva, a la hora precisa
en que se disipa el hálito que te lastima.
Eriges el aire al moverte,
cándida raíz que no toca mi mirada.

4

C
a
e
s
desposeída al silencio,
enmudecen tus pupilas
negándome el soplo de lo que eres:
precipicio y cólera eres,
largo sufrimiento eres.

Todo canto se ha hecho al compás
de tu desnudez inmortal:
mujer/larva
en que florece la armonía abismal…

5

Intento amorosamente,
—tierna larva cubierta de voluptuoso
llanto—, decirte que eres la espiga
luminosa en el vergel de mis sueños.
Pero hay quienes no escuchan
el vértigo del tallo,
la ardorosa fecundidad de estar,
la eterna urgencia de la soledad.

En ti se enciende una oscura aspereza,
la señal en que se hunde mi concupiscencia:
aparece la convicción inmisericorde
de la palabra “amor”.

Has nacido marcada por la asfixia
de jardines babélicos,
por el retorno viscoso de los mundanales
signos. Es preciso renacer;
desandar la vereda donde se labran
los carbuncos amoríos.

¡Detente!,
no andes la travesía
donde las salutaciones de Dios
postergan la consagración del deseo,
no andes los sembradíos de la esperanza.
Guía la dolorosa cruz,
vierte la duda: mis viejos huesos sobre el iris
de tu gravedad.

6

¡Fúndame!
Como al más vil polen disípame.
Hasta que mires la costilla
faltante que eres tú, rásgame.
Disípame, mujer, para recrearme.

¡Despójate!,
deja viva la fecunda arista
del dolor que después entenderás
la ternura de la reminiscencia,
y te derramarás como si a ti llegara
el otoño. Y entonces aborrecerás
el bálsamo de la voz,
la febril necesidad que te daña.

Tierna larva,
renuncia a la carga del decoro.
Y si ya arropada en la luminosidad del silencio,
en mi cuerpo volcado sobre el lecho
agónico, esperas la consigna de la palabra,
entonces, agotadora y violenta
habrás amurallado la evasiva amorosa,
habrás confirmado la crueldad y la ironía,
la púa abismal que nos ha pinchado,
habrás finiquitado el vértigo del tallo,
la ardorosa fecundidad de estar
y la eterna
urgencia de la soledad…

Eduardo H. González. México, D. F., 1975.

Ha publicado poesía, cuento y ensayo literario en EE. UU., Chile, Argentina, España y México. Es Licenciado en Ciencias de la Educación, Maestro en Educación y actualmente cursa el Doctorado en Educación. -3er. Lugar en el Certamen Nacional de Poesía “Francisco Javier Estrada”, convocado por Casas del poeta, A. C. México, 2008. Mención en el Certamen Internacional de Poesía convocado por Latin Heritage Foundation, EE. UU., 2011. Finalista en el Certamen Internacional de Poesía El mundo lleva alas, convocado por la Editorial Voces de Hoy. EE. UU., 2011. Mención de honor en el 68 Concurso Internacional de poesía y narrativa convocado por el Instituto Cultural Latinoamericano. Género: poesía. Argentina, 2019. Ha sido incluido en numerosas revistas y en la antología de narrativa Los muertos no cuentan cuentos (Fondo Editorial del Estado de México, 2014). Como compilador publicó: La tibieza de la melancolía (Editorial Pedagógica Neza, 2016). Inicio de la llama. Homenaje a José Francisco Conde Ortega (Letras Independientes Ediciones, 2013). Armónica obstinación del verso. Homenaje a Dolores Castro (Letras Independientes Ediciones, 2011). Serpentinas de agua. Poesía para niños (Letras Independientes Ediciones, 2010). Asimismo publicó El jardín de las epifanías (ensayos, Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, 2017). Es director del Programa Literario Que no callen los poetas Palabras por la Fraternidad. Actualmente se dedica a la docencia e imparte talleres de creación literaria.