Ciencia Ficción

Detector de intrusos

Ella lo vio no más llegar a la Plaza Cadenas. Estaba de pie junto a la tanqueta batistiana, como esperando algo. Alto y delgado, de hombros anchos, tan imposible de ignorar como un ángel en un carbonera, con aquel jeans y aquel pullover casi imposiblemente blancos, y la melena negrísima, abundante y rebelde como por tanto tiempo la llevara ella, despeinada por el viento, envolviéndole el rostro pálido con esa exacta aura de divertida y tierna soledad que Karla siempre creyó que nadie más que ella podía poseer en el mundo.

Caminaron el uno al encuentro de la otra como si no existiese nadie más, atravesando la multitud como un cuchillo al rojo a una barra de mantequilla.

Una vez frente a frente, se miraron durante casi un minuto, sin tocarse. Ambos cruzados de brazos. Los de ella enmarcando los senos pequeños pero duros y vibrantes, los de él plegándose en torno a los pectorales tensos y rocosos.

Quizás habría bastado con esa mirada… pero se impuso sentarse en el único banco vacío del parque y hablar y hablar, sin dejar de mirarse, hasta poco a poco construir ese clásico puente de palabras que las normas sociales obligan a dos desconocidos a erigir sobre el abismo de su anterior ignorancia para poder volverse amigos… o algo más.

Aunque desde el primer momento ya ellos intuyeran que eran cualquier cosa menos dos desconocidos, y sus cuerpos les gritasen que toda palabra sobraba:

—Princesa, me parece que te he visto antes.

—Mentira; si nos hubiéramos visto lo recordaríamos, aunque fuera en la Plaza en un desfile del Primero de Mayo. Primer strike, príncipe… pero prueba otra cosa. Porque a mí tu cara también me parece conocida… y te juro que no es putería barata…

—A ver, ¿eres del interior? Yo soy de Maracuyá Abajo.

—Pues mira tú, yo también soy de ahí. ¿Dónde viven tus padres?

—En la calle Renunciación, frente a la barbería del albino Diosdado…

—Esa calle se llama Sacrificio, y ¿la barbería…?

—Sí, chica, la de los postes giratorios rojos y el indio de madera en la entrada…

—Esa misma pensé, pero ¿del albino Diosdado? Dirás de Papo el negro…

—No me fundas; el dueño se llama Diosdado, no Papo, y es albino, no negro, bien que lo sé, si casi cada tarde iba con su hijo a coger guajacones a la poza de la zanja. ¿Te acuerdas de lo lindos que se veían cuando les daban los reflejos del sol sobre las chinas pelonas de colores?

—Sí, como arcoiris con aletas nadando… menos mal que me hablaste de la poza de la zanja; por un momento creí que nunca habías estado en Maracuyá y que solo estabas aprovechándote de que alguien te había dicho que yo era de allí para poder ligarme en una onda místico-nostálgica…

—Nunca le había dicho a nadie que era de ese pueblito, ¿y tú?

—Pues chico, mira: yo tampoco…

Pero el diálogo principal lo sostuvieron las pupilas de una con los gestos del otro, los tímpanos de él con las resonancias de la voz de ella, la pituitaria de Karla con los suaves y viriles aromas que exhalaba todo Karlo.

Y al fin, casi sin darse cuenta, la mano masculina pasó muy cerca de la bronceada y desnuda espalda femenina. Muy cerca, pero sin tocarla…

—Hazlo de nuevo.

—No te me hagas la gata, que ni te toqué. Ni siquiera te erizaste.

—Por eso mismo… ¿sabes una cosa bien rara? Nunca nadie me ha podido pasar la mano cerca de esa zona de la espalda. Y muchísimo menos tocarme ahí. Yo lo llamo mi detector de intrusos. Me erizo, me revuelvo, me es superincómodo. Si esta es como la segunda o tercera vez que me pongo este vestido, por eso mismo.

—Tu detector de intrusos… tiene gracia. Sobre todo porque, lo creas o no lo creas, a mí me pasa lo mismo. Claro que para un hombre es distinto, menos mal que no vamos por ahí con el lomo al aire como ustedes.

—Sí, pero con esas espaldotas de nadador, seguro que todas tus novias quieren acariciarte del cuello para abajo…

—Capté el piropo, ¿o fue una indirecta muy directa? Pero ni hablar, no lo resisto. Ni cuando mi mamá me lo hacía de chiquito…. Oye, tengo una idea: ¿Qué tal si…?

—¿… si averiguamos si a ti tampoco te pasa conmigo? A que vives cerca.

—Me encantan las adivinas, princesa. Justo al doblar de la esquina. ¿Vienes?

—¿Quieres venir a mi casa?, dijo la araña a la mosca. Pero sabes que no va a pasar nada, ¿no?

—Querrás decir nada que los dos no queramos, ¿no?

Y como los dos sí querían, fueron al pequeño apartamento de él, cuyos padres estaban oportunamente de viaje por las provincias, y ahí: ras, ras, besos, ropas al suelo, pieles ardientes, horizontalidad desesperada, humedad compartida y todo lo demás.

Sólo que esta vez no fue como son casi siempre las primeras veces: dos cuerpos antes ajenos explorándose con miedo y curiosidad, construyendo tímidos y apresurados un efímero nosotros, trazándose los respectivos mapamundis del placer y el pudor, de lo delicioso, lo permitido y lo tabú.

No; más que un descubrimiento, fue un retorno.

Como el obeso que tras perder decenas de libras puede volver a rascarse un sector de su cuerpo por largo tiempo inalcanzable. Como el convaleciente que recupera el uso de un miembro tan inútil que ya ni recordaba poseer. Como el ave que salta grácil al aire que incluso desde antes de que saliera del huevo era ya su elemento. Como si dos músicos amnésicos recobraran la memoria tocando a dúo esa melodía que una vez les fue tan familiar como el latido de sus corazones.

Como masturbarse en un cuerpo ajeno, pero a la vez deliciosamente propio.

Un río de sensaciones despeñándose en una cascada de orgasmos, una marea alta de placer, un convencimiento absoluto de que ni antes ni después hubo ni podrá haber nada similar, de que ella es la que es, de que él es el que siempre tuvo que ser, de que las dos mitades de la naranja se han encontrado, y de que encajan entre sí de modo tan exacto que casi ni se percibe su línea de reunificación.

Y luego, tras el sudor y los espasmos y los gemidos y la nada volviéndose todo, más palabras. Ahora sí indispensables, pero asimismo más torpes que nunca para intentar teorizar lo evidente e inexplicablemente extraño.

El, amante de la mitología:

—Puedo soportar tus caricias. Puedo soportarlo todo de ti. ¿Conoces la leyenda griega de los hermafroditas? Los dioses los envidiaban y temían, por eso decidieron separarlos para que un día no los destronaran. Y hasta hoy todos buscan su otra mitad. Creo que una vez fuimos uno, Karla. Tal vez, como en algunos hermanos siameses, nuestra unión estaba en la espalda, exactamente en la zona del detector de intrusos.

Ella, igual de fantaseadora, pero más dada a la ciencia ficción:

—Karlo, ¿y tú has oído hablar de los universos paralelos? Imagínate que ese detector de intrusos fuera una especie de antena cósmica, un cordón umbilical de energía invisible que une a cada ser con sus sosias en otra dimensión. Claro, solo algunos podríamos percibirlo. Por eso cada vez que alguien nos interfiere ese flujo de fuerzas con su biocampo nos incomodamos tanto. Entonces, como no nos pasa nada de eso cuando estamos juntos, significaría que…

Justo entonces entraron Ellos.

¿Ellos? Los ángeles guardianes, los demonios, los vigilantes, los centinelas del tiempo y el espacio, los hombres de negro. Los que siempre llegan en el momento oportuno, y no se dejan ver sino para impedir que las cosas se salgan de sus raíles. Los que vigilan que los milagros no ocurran y las reglas se cumplan incluso cuando alguien descubre cómo violarlas. Los tipos sin imaginación, responsables y con sentido del deber… los serios aguafiestas de siempre, en fin.

No hay modo de luchar contra Ellos. No dan tiempo para resistir… ni tendría sentido intentarlo aunque lo dieran. Son demasiado fuertes.

Pues, ¡ras!, de pronto la pared del apartamento se disolvió, se hizo permeable o transparente, Ellos la atravesaron muy campantes, hubo un resplandor azul y Karlo cayó desmadejado mientras que Karla apenas si atinaba a cubrir sus jóvenes desnudeces con la sábana. Muy a lo película del sábado por la noche.

Pero no gritó. Quizás, de cierto confuso e intuitivo modo, se lo esperaba.

Eran tres, aunque hasta con uno solo habría bastado. Dos de Ellos, con la fría e impersonal eficiencia con la que lo hacen todo, alzaron a Karlo, lo vistieron y lo sentaron en una butaca para pasarle en torno a sus cabellos desordenados algo que parecía un secador de pelo pero que no lo era.

Karla trató de detallarlos. Pero no es posible detallar a lo que no tiene detalles. Porque todos Ellos eran solo sombras, cambiantes, oscuras, imprecisas, tan fugaces como imágenes de alta velocidad de sí mismos.

El tercero le habló a Karla. Dueño de la situación, sin furia ni rencor; muy calmado, tranquilizador, con palabras claras e inteligibles, con una voz que ella sintió familiar, incluso después de ser deformada por algún artilugio similar al que ensombrecía y volvía igual de anónima su figura.

—No te preocupes por él. Sólo está dormido, y cuando despierte no recordará nada de estas últimas dos horas. Es un procedimiento estándar, no lo dañaremos, somos expertos. No es la primera vez que solucionamos anomalías como esta.

A lo que ella, aterrada pero aún controlándose, replicó:

—¿Olvidar todo? Pero, ¿por qué? ¿Quiénes son ustedes? ¿Y por qué yo no…?

Y el tercero de Ellos solo pudo contestarle, casi triste:

—¿Hacerte olvidar? ¿Y para qué? Ya no tiene sentido intentarlo más, princesa. Estamos cansados de hacerlo. Eres una saltabarreras única. Una transgresora nata. Te nos has escapado demasiadas veces. Te hemos dado todas las oportunidades habidas y por haber, pero siempre vuelves a las andadas. Ya has ido demasiado lejos, y no podemos tolerarlo más. Porque te has vuelto la manzana podrida que podría echar a perder todo el barril, el virus que amenaza infectar al mundo y a los mundos, el agente agitador. Porque, por muchas veces que te hagamos olvidar, siempre terminas por volver a comprender cómo funcionan las cosas, y lo peor de todo: últimamente te ha dado por tratar de explicárselo a los demás…

Levantó algo que Karla nunca había visto, pero que supo un arma, y le apuntó.

—Pero, ¿entender qué? ¿Explicar qué? —intentó aún protestar Karla, llorosa.

Y el ángel, guardián, centinela u hombre de negro suspiró para decir, con el cansancio de quien repite por enésima vez lo mismo:

—La verdad. El Multiverso. Que hay tantos universos como granos de arena en una playa, solo que todos están tan cercanos como si fueran el mismo grano. Que en muchos de ellos existen nuestros dobles, casi idénticos, solo diferentes de nosotros en mínimos detalles. Nuestros yo en otras dimensiones. Tan cercanos y a la vez tan infinitamente lejanos como las letras de la página de un libro lo están de las de la página siguiente. Que, aunque por desgracia son muchos los que pueden sentir esa… vecindad, esa… relación, por suerte, sólo unos pocos, como tú, pueden ir más allá, y usarla como un puente para cruzar entre realidades. Y de esos pocos, los que no colaboran, los que no se nos suman, son un peligro que no podemos tolerar. No es culpa tuya, está claro… Pero únicamente nos queda una cosa por hacer. ¿Comprendes? Esto me va a doler a mí más que a ti. Pero, ya sabes, alguien tiene que encargarse del trabajo sucio…

Y diciendo esto, con un ademán aún más triste, apartó su máscara de sombras para dejarla ver su rostro y oír en su voz lo que era a la vez disculpa y sentencia.

Aunque ahora Karla ya no dijo ni hizo nada, sino que sencillamente se quedó anonadada esperando su suerte. Porque aquella faz que la miró por un largo instante sin máscaras ni velos, inexorable y dolido, era la suya… y a la vez no lo era.

Así que dejó que la envolviera el resplandor, no inofensivo y azul sino terriblemente rojo, borrándola para siempre de este universo… y de todos los demás.

Después se fueron Ellos, y, como era de esperarse, no quedó rastro alguno de su visita. Ni de Karla.

Y Karlo, por supuesto, tampoco recordó nada al despertar.

Ahora, cuando alguna muchacha le acaricia la espalda, a veces le parece que falta o sobra algo. Pero podría ser su imaginación. Siempre ha sido tan sensible…

 11 de marzo de 2008

Yoss. La Habana, 1969

Es uno de los escritores cubanos más leídos dentro y fuera de Cuba. Obtuvo el Premio David 1988 con Timshel y ha publicado desde entonces novelas y volúmenes de cuento entre los que se destacan W (1997); Los pecios y los náufragos (Premio Luis Rogelio Nogueras 1998); Al final de la senda (Letras Cubanas, 2003); Precio justo (Premio Calendario 2004); Pluma de león (Letras Cubanas, 2007) y diversos títulos en Europa, entre ellos la cuentinovela I sette pecatti nazionali (cubani) en Italia (1999) y Se alquila un planeta en España (2001). Cultiva también el ensayo y es autor de diversas antologías dedicadas a la literatura de ciencia-ficción. Junto con Raúl Aguiar compiló Escritos con guitarra. Cuentos cubanos sobre el rock (Ediciones UNIÓN, 2005).