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Desamparados

Poesía

Foto por Pylyp Sukhenko en Unsplash

I

Son estas calles prohibidas
las que recorrí dormido alguna vez,
de norte a sur,
las que aguardaron los secretos de mi infancia,
los juguetes rotos,
los libros de más y mil retratos.

Todo se ha perdido.
Aquí donde estamos ahora,
(estatuas de cal bajo la lluvia),
alguna vez surgieron otros huesos,
otras palabras con mayor sentido
y se izaron campanadas en señal de libertad.

Alguien habló de tiempo.
Mañana existirá otro pueblo.
Mañana nos sentaremos a bebernos el pasado
sin tanta desidia taladrando nuestras sienes.

II

Pero yo no hablo de esperanzas,
pues la poesía nada sabe
de esa luz que se desvive
por no apagarse en nuestro aliento
y que se aferra con las uñas
a un horizonte nuevo, tan lejano.

La poesía solo sabe del dolor,
de ese barrio que nunca descansa
pues no puede cerrar sus ojos
un segundo, sin presentir la bala saliendo de la boca
como una boa entre los árboles,

el cuerpo tendido de un estudiante sobre el asfalto,
el policía lavándose la sangre en casa ajena
repitiendo de memoria sus excusas,
mientras el ruido de las sirenas
rompe el silencio en azulejos.

La poesía solo sabe del dolor
cuando el escalofrío se apropia del oxígeno
y no se puede mirar al cielo
sin sentir el calor amargo de esa daga
perforando el esternón,
la amenaza de ser arrebatado del mundo
por el mundo,
o el desequilibrio que supone ser humano
a mitad de un destino sin memoria.

Y no tenemos manos enormes
para arrancar las fronteras, una a una.
Y no tenemos mejor forma de gritar.
Y no tenemos más armas que el simple acto
de escribir hasta la sangre
lo que nos asfixia,
lo que nos ofrecen y nos quitan,
lo que nos obliga a desconfiar del vecino
con tanta rabia y necedad.

III

Son estas calles prohibidas
las que ahora regresan a nosotros
en forma de buitres o de sueños
y se abren para nosotros como avenidas,
sin que podamos caminarlas
con estos pies empapados de sangre.

CUELGA LA TIERRA

Él extiende el norte sobre el vacío, y cuelga la tierra sobre la nada.
JOB 26:7

Aquí está Job, de nuevo, con los brazos abiertos
esperando la lluvia ácida del mes de agosto.
De lloro, han tejido tus años
una segunda piel sobre su cuerpo:
caparazón de hambre y barro.

Aquí está Job —ni mar ni monstruo marino—
tan solo un hombre pequeño y pobre que se posa sobre tu hombro
y el aire atraviesa sus llagas,
y no se inmuta la luz ante su imagen de perro inválido.

Has hecho tú una valla alrededor de él, de su casa y de todo lo que tiene

¡Te lo arrebato para siempre!
Lo sostengo con ímpetu de fiera amenazada. Ahora sí:
Aquí está Job sobre mi palma, tembloroso.
Nadie puede lastimarlo ahora
ni siquiera el Verbo insolente, anudado a tus costillas,
ni siquiera la espada o el diluvio que inventarás más tarde
cuando la ciudad duerma su siesta junto al Leviatán.

Nada podrá tocarlo. Cerraré la mano si te acercas
y entonces será una isla mi puño
en la cual habitará el hombre pequeño
y amanecerá el día de la nada
(porque la palabra día existirá en la memoria de mi pulso
como existirán manzanos y cavernas
y una gran playa sin turistas donde Job acampará la madrugada
esperando que yo nombre a su familia
y su familia brote enseguida de mi aliento,
nazcan girasoles en las piedras de los ríos,
surjan nuevas bestias que invoquen la penumbra
y construyan por la tarde un camino de agua
que llegue hasta las caravanas de Temán)

¿Quién prepara para el cuervo su alimento,
cuando sus crías claman a Dios, y vagan sin comida?

¡Aquí, aquí! Querrás luego buscarlo para ungir sus pies con aceite
y decirle: hijo, has vuelto a mi regazo agradecido,
pero nadie te dejará pasar de la puerta del jardín
aunque ofrezcas a Orión como regalo
o te rasgues las ropas a la orilla del León,
porque Job, tan pequeño, estará pescando en mi huella dactilar
con una nueva Tierra de Uz a sus espaldas.

Yo te mostraré, escúchame:
aunque lo llames, no responderá,
aunque te oiga, nadie atenderá tu llamado.
El ojo que lo vio, no lo verá más;
sus ojos estarán sobre mí, y yo no existiré. ¡No insistas!
Deja que tiemble el mundo…
Aquí estarás para siempre, condenado a la lejanía de tu propia obra.
Y aunque ni la muerte ni la culpa puedan tocar el borde de tu manto,
el silencio del hombre pequeño envenenará tu sangre.
Será su felicidad tu peor castigo;
el infierno naciendo en tu cabeza.

PRIMERA PERSECUCIÓN

I

La Montaña olvidó su sitio en las alturas
y se ha dejado caer en medio de la plaza.
Una vez allí, se ha abierto paso entre el bullicio.
Con máscaras de sangre y el cuerpo recubierto con espinas
anda en busca de tu nombre. Y no se detiene.
Nada la logra detener.

II

Ante todo, la premura. La tarde está a punto de ceder su último pulso.
En el reflejo que permite esa poza en el asfalto
es posible ver al sol despedirse para siempre.
Es esta la hora perfecta para el hombre. Cuando las calles inician su gemido
y los niños ocultan del mundo la inocencia.
Aparta de mí este cáliz: ¿Acaso no has visto cómo huyen las aves,
despavoridas, con la llegada del silencio?

III

La Montaña crece; pregunta por tu infancia.
Alguien ha revelado tu rostro a traición.
Te conoce. Ha memorizado el color de tus mejillas.

IV

Jura que no conociste a tu padre. ¡Miente!
Di que tus huellas no existen y que tu cuerpo no sabe del llanto del acero.
Di que desconoces esa aldea donde degüellan duendes cada tarde,
que tus ojos no saben de ventanas y tu voz no podría describir la lengua
de aquella motosierra. Jura que jamás has caminado ese sendero
¡jamás! con la espalda vestida de caimanes,
¡jamás! con las rodillas manchadas de cieno.
Que la lluvia te sabe a caléndulas y solo la tierra húmeda del bosque
rescata del vacío a tus abuelos. ¡Haz de la vida, tu íntima defensa!
Que tus zapatos son de pan. Dile. Que tu boca siembra lo que toca.
Que estás tan cansado ya, de caminar en el desierto…
Vuelve creíble toda herida; que confunda tu silueta con la Noche.
¡Haz que se marche sin haberte conocido!

V

Si sientes que te pesa la sombra.
Si sientes que te llaman los espejos
y que el relámpago grita la historia de tu muerte,
es que hubo cazadores en esta casa.

Si sientes que te nacen hormigas en los codos
y que a medianoche un jinete blanco baja del cerro
para clavar en tu puerta el anhelo de tu madre.
Y golpea, y golpea…

Si sientes que el frío se ha vuelto triste
y que en el patio nacen higueras
que tú no cultivaste,
es que hubo cazadores en esta casa.

Hubo cazadores amando en tu cama,
comiendo en tu mesa, rezando,
muriendo en tus cosas, con un rifle bajo el hombro,
tus propios gestos y un hacha en cada mano.

VI

Se acerca. Las bestias aúllan delirantes.
Recuerda: No conoces quién levantó este techo.
No sabes caminar a oscuras. Ella debe llegar y debe irse
sin sospecha, como el coyote tras el asalto de la luna.

VII

Hijo mío, no te alarmes.
Te conozco.
He recorrido cada esquina y cada puente, cada sinsabor y cada ruido,
cada mirada y cada puerto, buscándote. He visto, sin que lo sepas,
todo aquello que te envuelve; cada culpa nueva y rencor.
Yo sé bien cuándo te sientas, cuándo sales,
cuándo entras, y cuánto ruges contra mí.

Todo lo que compone ese grito ahogado
—lo que eres— ha pasado primero por mi tacto. No te ocultes.
Yo aceptaré tu paladar y soplaré en tus adentros,
te lavaré con vinagre los párpados
porque has nacido, has besado, has roto todo lo han recibido tus manos
y hoy me has visto entrar por esa puerta.

VIII

Acepto lo que pronuncia tu boca, todo; no hay pensamiento, Señora,
que se esconda de ti. De este modo, me entrego. Háblame. Enséñame.
De lejos había escuchado tu siseo y había decidido no mostrarte este pecho
manchado con la sangre de Tus Conquistadores. Mas ahora mi cuerpo te inhala
y solo encuentra, en ti, misericordias; esa llama oscura que conduce
al jaguar en plena selva y bendice la impaciencia de sus crías.
¡Tómame! Me arrepiento en polvo y en ceniza

IX

PERDONO TU LEGADO:
¡Comience a brotar en tu cerebro la montaña!

Libros

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