Narrativa

Delirium

Foto de National Cancer Institute en Unsplash

Odio intensamente los hospitales.

Los doctores solo saben hacer preguntas y rellenar cuestionarios. Las preguntas se repiten una y otra vez, pero con un enfoque distinto, como para comprobar si estás diciendo la verdad.

Y no te dejan dormir en las mañanas.

Te despiertan temprano, antes del desayuno, te dan un puñado de pastillas, y luego te hacen abrir la boca para ver si te las tragaste.

Y no hay café. 

Lo que hay es jugo o refresco y un pedazo de pan viejo.

Tampoco hay cigarros ni ron.

Y desayunas te guste o no porque tienes hambre, porque esas pastillas de mierda te dan hambre.

Luego vas directo a la consulta con los doctores y sus mil preguntas, cuestionario en mano.

Al mediodía te sirven un almuerzo con sabor a mierda en una horrible bandeja de aluminio. Algunos se lo comen a pesar de que sabe a mierda. Otros ni siquiera pueden sostener los cubiertos; tiemblan como si estuvieran muertos de frío y entonces se les derrama la sopa sobre el pijama, como a ti. Quieren comer porque se mueren de hambre pero no pueden. Esos son los que están más jodidos, los peores. En ocasiones se cagan y se mean ahí mismo. En ocasiones lloran o ríen sin parar, o ríen y lloran, casi al unísono, como en un coro malogrado de gente enferma.

Y en la tarde te llevan para un pequeño parque.

En el parque hay unos cuantos bancos y unos arbustos. Algunos caminan de un extremo a otro mirando hacia el suelo, buscando no sé qué. Otros se sientan en silencio en cualquier lugar, incluso en la yerba. 

Alguien se saca el rabo y se mea en un arbusto. Otro hace el intento por masturbarse, pero no se le para. Esas pastillas te dan hambre y sueño, y te quitan las ganas de singar. Aunque quieras no se te para. Pero el tipo insiste todos los días, toma en la mano el miembro disfuncional, inerte, muerto, y cuando ve que nada puede hacer, llora.

Uno está sentado en uno de los bancos, lejos del resto. No quita la vista del enorme libro que tiene entre las manos. Parece que lee tranquilamente, pero no pasa la página. Sus labios se mueven como si leyera en voz baja.

Este parque me recuerda el boulevard de Chaparra. Este parque y ese hombre que parece leer me recuerdan a alguien que también lee en el boulevard, alguien que siempre anda con varios libros al retortero. Este hombre de aquí es también negro y muy alto, corpulento. Quién sabe y es el mismo.

La tarde termina y te obligan a entrar. 

Y hay que bañarse aunque no quieras bajo una ducha de agua fría.

Y después te sirven la comida con sabor a mierda, pero te la comes, no te importa el sabor porque tienes hambre. 

El hambre es lo peor que hay.

Y antes de mandarte a dormir te dan más pastillas. Y abres la boca. Y te duermes y al principio ni sueñas. No entiendes por qué, pero no sueñas. Ni siquiera lo notas y ya te están despertando y te dan otro puñado de pastillas. 

Y así. Las pastillas antes del desayuno, el desayuno, los doctores, las mil preguntas del cuestionario, el almuerzo, el parque, el tipo que lee la misma página, el pajizo frustrado, el baño bajo la ducha fría, la comida con sabor a mierda, las pastillas, la noche sin sueños, la soledad.

Y te sientes solo.

Hay algo más triste que estar solo y es sentirse solo.

Entonces te aferras a los recuerdos.

A tu infancia, a la parte feliz, al menos.

Son muchos primos y la casa parece un encantador manicomio. 

Una prima te enseña a besar y a apretar. Te enseña que si te tocas el rabo es riquísimo y te envicias con amasártelo. Te lo amasas todo el tiempo hasta que entiendes que no es bueno hacer cosas así delante de la gente.

Y creces. 

Creces y a pesar de eso te siguen quitando las meriendas en la escuela primaria, y te dibujan pajaritos en los cuadernos y en el pizarrón.

Pero no haces nada.

No eres más que un cobarde.

Vas al río a bañarte y casi te ahogas. Luego uno de tus primos te enseña a nadar, y a pescar con vara y con tarraya. Tu primo muere una tarde nublada de septiembre. Es epiléptico y sufre un ataque en la orilla, entonces cae al agua, pero como es mayor que tú y más fuerte, no intentas salvarlo. En la noche, durante el velorio te quedas lelo mirando el féretro que guarda los restos. A través del cristal ves sus ojos cerrados, su pose indescifrable. Está muerto y piensas que quizás es culpa tuya. 

No eres más que un cobarde.

Te sientes solo.

Pero sigues aferrado a tus recuerdos.

En el pre comienzas a dejarle notas cursis a Yuri entre las páginas del libro de Matemáticas, en los cuadernos, en la pizarra del aula, en las paredes de la Cátedra de Física, en todas partes escribes su nombre dentro de un corazón, pero a escondidas, en silencio. Te has convertido en el estúpido admirador secreto de Yuri.

Un día cualquiera, ella descubre que existes. De pronto, están bailando una canción de Michael Bolton en una recreación o leyendo libros en la biblioteca, cambiando de puesto para sentarse juntos en el aula, yendo de la mano a todas partes, incluso al campo a recoger ajíes pimientos; jugando a ser novios, jugando a hacer el amor en cualquier lugar y a la primera oportunidad que aparezca, tratando de que no los sorprenda Machado el subdirector, pero los sorprende, y los regaña y de qué manera. Y amenaza con citar a los padres pero no hace nada. 

De pronto ya no importan los regaños del subdirector, ni los profesores, ni los padres, ni nadie, tampoco importa el resultado de los exámenes finales, solo te importa ella.

Yuri baja las escaleras a la salida del comedor, lleva el uniforme azul perfectamente arreglado. Ella sonríe al ver que la esperas, corre hacia ti y se abrazan como si hubiera pasado medio siglo desde la última vez que se vieron.  

Terminas el pre y no te llega ninguna carrera universitaria, pero a ella sí.

Y se van a vivir juntos para su casa en El Batey porque al Tejar no hay quién cojone entre cuando llueve, y porque a ella no le gusta el campo, y porque está embarazada y es mejor estar cerca del hospital.

Yuri anda con unas chancletas mete dedo hechas de suiza, un precario short, y una blusita de tirantes blanca y gastada. Se quita el pellizco que recoge su pelo, lo acomoda dándole vueltas hasta lograr que quede bien corto. Se arregla con las uñas el cerquillo que roza sus cejas, lo divide a la mitad y sonríe. Toma la escoba y comienza a barrer por la cocina. Estás recostado en un balance en la pequeña sala de la casa de madera en El Batey. Tus suegros no están. Ella pasa por tu lado y se inclina para barrer debajo del sofá. Es atractiva, piensas, y la tomas por la cintura y hacen el amor en el piso, con las ventanas y las puertas abiertas, pero nadie ve nada, o no te importa en ese momento.

Yuri duerme profundamente. Luce una bata azul claro y la panza se manifiesta como una montaña bajo la sábana que la cubre hasta los senos. Te despides en la madrugada con un beso breve sobre su frente. Te toca el turno de las siete de la mañana en el central y es día de paga. En cuanto recoges los billetes te vas para La Coctelera con un socio a tomarte unos tragos. El dinero no puedes gastarlo todo, sabes que tienes que llevar comida para la casa, pero también sabes que tienes un paquete de varillas de soldar bien escondido y que si lo sacas en el próximo turno, lo vendes y repones lo que gastes en bebida.

Entran dos muchachas y se acomodan cerca. Una es rubia y la otra es india. La rubia te mira y hace un guiño, un gesto ladeando la cabeza y te parece que está buscando algo, o más bien alguien, alguien como tú. Entonces sin pensarlo te acercas y la invitas a una cerveza, te sientas con ellas y después de un rato se van para el hotel, pero el carpetero les dice que no hay habitaciones. Así que compran una botella de ron y se meten en el río, la india, la rubia, el socio y tú.

Llegas a la casa bien tarde, no sabes cómo, pero llegas. Abres la puerta y pasas. En la sala está Yuri sentada en un balance y de brazos cruzados, luce poseída. Te mira con todo el odio que existe en el mundo. Dice que eres un cochino, un sucio, un cínico, una plasta maloliente de mierda.

Se pone de pie y te examina de cerca, dice que tienes marcas por todo el cuello, marcas hechas por la boca y por las uñas de una mujer. Tu ropa está húmeda y el olor a putas te sale por los poros. 

Ella alza más la voz y amenaza con mandarte a la mierda de una vez. Dice que está cansada y te grita mirándote a los ojos, muy cerca de ti. 

La empujas con todo el odio desde lo profundo de tus entrañas y le dices que se vaya a la pinga. Que se vayan todos, ella, la puta de tu suegra y el tarrú de tu suegro, también. Todos juntos.

Ella cae contra los muebles, después al suelo, y llora y se lleva las manos a la barriga. Tus suegros salen de la habitación. Te llevas un empujón y unas cuántas ofensas, pero los dejas ahí. Nada te importa. Ni te bañas ni comes y asimismo te acuestas a dormir. 

Roncas como una bestia.

Te despiertan de madrugada y te dicen que te apures porque hay que llevar a Yuri al hospital, que le duele bajo el vientre, parecen dolores de parto, dice tu suegra.

Ni siquiera te cambias de ropa. Ni te afeitas. Ni siquiera te aseas.

Piensas en los dolores de parto.

Y fumas.

Ella tiene poco más de ocho meses de embarazo.

Ahora estás muy preocupado y ansioso.

Sigues fumando.

La atienden en el hospital de Puerto Padre, en ese mismo en el que estás ingresado. Después de horas de espera sale un médico y dice que el bebé murió y están haciendo todo lo posible por salvar a Yuri.

Te desmayas mientras los demás quedan boquiabiertos o llorando. 

No eres más que un cobarde.

Regresas para El Tejar a vivir con tus padres.

No sabes hacer nada bien, solo fumar y beber cualquier cosa hasta perder el conocimiento todos los días.

Hay algo mucho más triste que estar solo, y es sentirse solo.

Recuerdas que empujaste a Yuri y que perdió el bebé por tu culpa.

Recuerdas que fuiste a Vedado 6.

Ese día caminaste muchísimo buscando al viejo y bebiste hasta que se terminó el ron. Lanzaste enfurecido la botella vacía contra una roca.

El perro te miró con sus ojos de perro sato y hambriento. 

Te quedaste dormido.

Escuchaste en sueños el llanto de un bebé. Era el llanto de tu hijo prematuro muerto. Una vez más pudiste verte con tu hijo en brazos, tratando de consolarlo, derramando lágrimas sobre su pequeño cuerpo sin vida.

Despertaste llorando y aterrado. 

Muy cerca estaban los fragmentos de la botella.

El perro te observó sin entender, pero se acercó y comenzó a lamer la sangre que brotó de tus muñecas.

No eres más que un cobarde.

El viejo hijo de puta te encontró de casualidad recostado a un árbol con las muñecas recién cortadas. El viejo rompió tu camisa y puso un improvisado vendaje en las heridas que el perro insistió en lamer, y con dificultad te llevó hasta la bodega del barrio. 

En algún momento abriste los ojos un poco atontado y viste al viejo frente a ti, pudiste ver en lo profundo de sus ojos de viejo sucio. Pudiste verte a ti mismo ahí dentro, en el gris de su mirada de viejo borracho. 

No te dijo nada, solo se puso de pie y se adentró en el monte. El perro lo siguió manso por aquellos senderos hasta que volviste a perder el conocimiento.

Podrás odiar intensamente los hospitales, pero gracias al viejo estás aquí, aunque los doctores te hagan las mismas preguntas y rellenen los mismos cuestionarios. Eres un cobarde y ellos lo saben, por eso antes de mandarte a dormir te dan más pastillas. Y tienes que abrir la boca para verificar si te las tragaste. Luego duermes tan profundamente que al principio ni sueñas.

Y te sientes solo, pero estás soñando contigo mismo y ya no tiemblan tus manos al tomar los cubiertos.

Ahora estás solo en la consulta, sabes que hay algo más triste que estar solo y es sentirse solo.

Observas por un momento las cicatrices en tus muñecas. 

No soy más que un cobarde, dices en voz baja.

Entonces le pides un pedazo de papel y un lápiz al doctor, pero al principio se niega, así que suplicas hasta que pone una hoja en blanco frente a ti, sobre el buró. Ya no hace preguntas, sólo te observa y espera impaciente.

Entonces escribes: 

No soy más que un cobarde, un borracho paranoico y abusador con delirios de grandeza, con ínfulas de escritor. Soy, en cualquier caso, una triste versión tropical, copia barata de Henry Miller o Bukowski. Esta es mi historia.

Maikel Sofiel Ramírez Cruz. El Tejar, Chaparra, Las Tunas, 1981.

Narrador, promotor cultural y Licenciado en Psicología. Creador de la Colección Literatura Contemporánea en Laia Editora, Argentina. Fue miembro del taller literario El Cucalambé. Ha publicado en las revistas Quehacer y El Caimán Barbudo de Cuba y en otros medios de Chile, Venezuela, Argentina, México y España. Finalista del IX Certamen de Microrrelatos Javier Tomeo (España), del III Concurso de Relatos Letraheridos (España) y del proyecto Voces de Latinoamérica 2023, de Astrolabio Editores (Colombia-México). Incluido en las antologías Segunda Colección de Cuentos (Ophelia Casa Editorial, México, 2023), y Crisol de cuentos y poemas de estos tiempos (Editorial Auriseduca, Perú, 2023), Alas (Venado Azul Ediciones, México, 2023), Cuentos sucios, no tan sucios (Laia Editora, Argentina, 2023) Microcuentos eróticos (Laia Editora, Argentina, 2023) y Antología Aniversario 8 (Editorial Abigarrados (México, 2023). Publicó en 2023 los libros de cuentos El bar de las revelaciones (Editorial Kañy, Argentina) y Mi puta idolatrada (Laia Editora, Argentina).