El espacio habitacional más representativo del lecho urbano habanero es aquel que llamamos solar, uncido a los estratos sociales más humildes; pues todos sabemos que se trata de una precaria posibilidad de vivienda, a lo largo de su historia.
Estas edificaciones suelen identificarse unilateralmente con mansiones venidas a menos, ya fuera por la ruina de sus dueños, o al ser sustituidas en un traslado a barrios de alcurnia emergente. Al decir solar, lo primero que viene a la mente es el palacio del estatus colonial, semiderruido, como si La Habana Vieja, Centro Habana o El Cerro solo tuvieran este tipo de hábitat.
Sin embargo, amplias zonas de El Vedado, La Víbora y otros territorios donde alzaron sus residencias familias adineradas desde finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX, con el tiempo se convirtieron en sitios plagados de solares, por razones semejantes a las ya mencionadas. La novela 100 botellas en una pared, de Ena Lucía Portela, da fe de ello al mencionar que existen cientos de ciudadelas en El Vedado y caracterizar una de ellas, sita en un punto muy céntrico de este barrio, llamada por sus inquilinos “La Esquina del Martillo Caliente”.1
También muy añejos solares fueron construidos siguiendo la tipología análoga de casas de vecindad madrileñas, como La Siguanea en El Cerro y La California en Centro Habana.2 Y existen aún edificaciones diseñadas o remodeladas con el fin de explotarlas en “inquilinato solariego”, a veces sin inscripción legal; tal es el caso del famoso barrio de Cayo Hueso. En una síntesis histórica del emblemático enclave capitalino, se consigna que desde el siglo XIX:
La casa típica la constituyó la vivienda uniplanta de madera, cuyo costo era muy bajo, debido a lo cenagoso del terreno. Desde esa etapa se iniciaría lo que daría singularidad al barrio, la vivienda conocida como ciudadela o casa de vecindad. Fueron las más famosas de este tipo: África Ruge (Oquendo y Zanja), Rancho Grande (San José y Marqués González), entre otras.
Las familias residentes en estos inmuebles reducían su área habitable a un solo cuarto, el cual le servía para todas las necesidades. En las áreas comunales se encontraban los servicios sanitarios y lavaderos de ropa.3
Valgan las aclaraciones anteriores para entrar e instalarnos en uno de los solares de tipicidad más añeja, sito en una casona del siglo XVIII en La Habana Vieja. Constituye la única locación en el desarrollo de los ocho relatos que conforman uno de los inquietantes volúmenes de narrativa publicados en el nuevo siglo: En La Habana no son tan elegantes de Jorge Ángel Pérez (Encrucijada, Villa Clara, 1963), Premio Alejo Carpentier 2009.
Pedro Dechamps Chapeaux (1913-1988) realizó un estudio en torno a la presencia del solar habanero en la novela en más de un siglo,4 situando el inicio del tema con Florentina (1856), de Manuel Costales (1815-1866), y el extremo más reciente gracias a Manuel Cofiño por Cuando la sangre se parece al fuego (1975).
Entre los dictámenes conclusivos a los que arriba Dechamps, destaca la condicionante de crisol que concentra en estas edificaciones desde el honrado trabajador hasta los vagos y delincuentes habituales. Ese microcosmos social, marcado por la extracción social de sus habitantes, ha mantenido una atmósfera afianzada en su tipicidad como si “este mundo de los marginados hubiese permanecido estático, inmutable.”5 De ahí que Cofiño declare con fuerza esa inamovible esencia, para abogar por su posible desaparición dado el empuje de justicia social del proceso revolucionario, con sus profundos cambios.
Sin embargo, potentes y sostenidos esfuerzos de la Revolución no consiguieron desmantelar todas las ciudadelas, y el siglo XXI encuentra a un buen número de ellas junto a la proliferación de espacios habitacionales más míseros todavía, los llamados llega y pon que ahora se expanden en los municipios periféricos de la ciudad,6 a pesar de la fuerte batida que recibieron en los primeros años de la construcción socialista, hasta erradicarlos en mayoría.
Tres décadas después de Dechamps me toca calcular, basándome en el más reciente libro de cuentos publicado por Jorge Ángel Pérez, cuánto de típico conserva el solar habanero. Pero antes, también tiro de la cuerda diacrónica y atrapo textos no tenidos en cuenta por mi antecesor en el tema:
En la novela La vida manda, publicada en 1928 por Ofelia Rodríguez Acosta (Artemisa, 1902–La Habana, 1975), se localiza lo infrahumano para particularizar las cuarterías bajo su más corriente identificación de solares habaneros, al describir uno en la calle Ángeles, barrio de Los Sitios —actual municipio de Centro Habana— que contiene el segmento que sigue:
Al fondo, en la cocina desmantelada, abierta al patio, sin persianas, había una “barbacoa”, especie de plataforma sostenida en alto de pared a pared, que en las primitivas construcciones servía en la casa para el “desahogo”.7
A mediados del pasado siglo estos entrepisos de madera comienzan a abundar en La Habana, hasta triplicar —al menos— los espacios habitacionales de la ciudad. Pareciera que la necesidad de vivienda, sobre todo de los inmigrantes de otras provincias del país, hubiese entonces creado esta posibilidad de alojamiento; sin embargo, la misma ya había sido “inventada” cuarenta o más años atrás, pues la novela de Rodríguez la consigna como novedad de albergue, poco común para la época y de franca indigencia.
El célebre cuento de Lino Novás Calvo “La noche de Ramón Yendía”, ubica al personaje central que le da título como residente con su familia en un solar, sito en la calle Cuarteles de La Habana Vieja; se trata de una accesoria, es decir un cuarto con puertas hacia el patio y la calle. El personaje mide la ventaja de mudarse a una modesta casa en un reparto, con tal de salir del solar, incluso a despecho de abandonar el centro de la ciudad. En la meditación del hombre se perfila su extracción social campesina, la cual implica reconocer la independencia de la vivienda como un bien muy apreciado.
Los efectos de los procesos sociopolíticos de la nación en la segunda mitad del pasado siglo, incluido el factor inmigratorio, enuncian claramente que en la actualidad el solar habanero ha modificado una previa razón de existencia, puesto que el grado de pobreza de sus moradores ya no siempre se corresponde con un bajo nivel de escolaridad u otros indicadores de marginalidad dependientes de la extracción social.
Así vemos cómo para una pareja de profesionales recién casados puede constituir un gran logro poseer un cuarto de solar, si ello implica independizarse de sus respectivas familias, o sería igualmente valedera la susodicha habitación tras permutar una confortable vivienda en alguna provincia, si con eso se garantiza radicarse en la capital.
Hoy en día no existen en estos inmuebles fogones colectivos. Los patios, otrora repletos de tendederas y siempre listos como escena del jolgorio rumbero, se han reducido considerablemente por la fabricación de baños y cocinas para uso individual de familias, de modo que ya no conservan aquellas funciones de antaño a tono con la imagen pintoresca que solía imprimírseles en numerosas puestas en escenas teatrales y cinematográficas
Semejante factura costumbrista tampoco podría contar ahora con algunos personajes típicos, como el encargado. Los apuntadores de la bolita subsisten, pero sin visibles señales publicitarias de su “dedicación laboral”, y ya no hace tanta falta buscar babalawos y santeros en los solares, puesto que abundan en cualquier otro sitio de la ciudad. Incluso estas ciudadelas no ostentan nombres, como aquellos tremendistas que hicieran famosos al del Reverbero o La Chacota.
En la trama de la novela La soledad del tiempo (2009) de Alberto Guerra Naranjo, aparece el solar habanero en sus dimensiones psicosociales de hoy:
Es conocido que la vida en permanente desconfianza de un solar impide, tanto a extranjeros como a nacionales, aparcar un lujoso auto junto a la acera./ La vida en un solar se realiza en espacios interiores, y no indica posibilidades de disfrute como la de los portales.8
Reina María Rodríguez en su libro Variedades de Galiano (2008) describe un solar en el actual Centro Habana:
En mi barrio, todas las casas frente a la nuestra son solares donde habitan cientos de personas en pequeños cubículos. Se conocen entre sí cuando gritan ¡fuego!, o hay alguna pelea doméstica (con machetes) entre vecinos. Sale tanta gente desde el interior de las viejas construcciones que ni se pueden contar.9
Aunque sin la misma intensidad crítica, Arnaldo Muñoz Viquillón en el cuento “Los diez mandamientos contra La Habana”, también testifica el hacinamiento en estas cuarterías y sus implicaciones sociales: “En el cuarto de Leticia duermen once personas, es natural que amanezcan diciendo malas palabras”.10
Precisamente, el temido siniestro sirve a Jorge Ángel Pérez para entrelazar los ocho relatos de su más reciente libro, leitmotiv de tan amplia resonancia en la cultura popular habanera que hasta cuenta con canciones bailables, como Fuego en el 26 y, la más famosa, El cuarto de Tula, “que cogió candela por ella quedarse dormida y no apagar la vela”, compuesta por Sergio González Siaba a principios de la década de los 40. El incendio toma tono alegórico de la peor tragedia de los pobres, si se produce en un solar, sino aprovechado por el escritor, aunque sin manipulaciones patéticas.
Adentrados casi una década en el nuevo milenio, La Habana delimitada por penurias en márgenes sociales cada vez más escindidos11 se atiene en este libro de Jorge Ángel Pérez a focos endémicos que han cancelado hasta la idea de una vida en otra parte:
A Gloria le gusta una vieja canción de Los Van Van, esa que dice que La Habana no aguanta más. Asegura que cuando la canta se siente acompañada en sus angustias, que ve una ciudad que la sigue en sus desdichas.12
En el solar de la calle Aguiar, esquina a Cuarteles, donde reside la señora, apenas entra agua. Ella consuela su hambre, también crónica, con algún dinero conseguido por la hija mediante favores eróticos a un extranjero, o gracias a un “bacon que no es bacon” sino colorante. Puede terminar incorporada a la venta ambulante más emblemática de La Habana:13 maní tostado (cacahuete, peanuts, tratará de pronunciar con tal de que los turistas extranjeros la entiendan y compren) y hasta entonará “El Manisero” de Simons.
Franco homenaje a Virgilio Piñera —como buena parte de la obra de Jorge Ángel Pérez—, rinden los calores de la costurera Gloria. La adversidad nacional enunciada por Piñera con Aire frío, vuelve a mostrar terribles proporciones en este cuento: “Gloria aproxima sus desgracias, las del país, al muchísimo calor. Dice que un país que sude tanto no puede prosperar”.14 Un alto nivel de sugerencia da fin a lo narrado cuando la mujer consigue el alivio del frío, mucho frío, parada sobre la Europa en un mapamundi estampado en el piso de un, ya antiquísimo, edificio de la calle Águila.15
Con la antípoda natural al fuego, había comenzado el libro de relatos en torno a aquel solar tan cercano de la loma del Ángel.16 Todos allí conocen la desgracia de Esteban, devenida obsesión por el agua, siempre escasa, puesto que “La Habana es una ciudad embrujada, castigada como Sodoma, como Gomorra. Solo que Dios no determinó aniquilarla con fuego, lo que habría sido mejor, mucho más rápido, (…) decidió destruir con la sed a sus pobladores”.17
Desde las primeras páginas el lector entra en contacto con un universo para el cual el escritor crea sus propias leyendas. Lejos de los tintes naturalistas o la convocatoria al coro plañidero ante la “irremediable” destrucción de La Habana en estos “tiempos del cólera”, Jorge Ángel opta por relatar desde lo extraordinario, rozando lo absurdo que de pronto se torna aplastante verdad. De ahí que vengan bien a estos casos las alusiones “garcía-marqueanas”, pues los sucesos y su conteo nos toman de sorpresa, para compartir tragedias y culpas. Será por eso que:
Ramón anda y desanda las calles de La Habana, muletea, pega fuerte en el asfalto y se luce en el golpeteo de adoquines. A veces se burla de su paso cuando avanza, dice que el ritmo es parecido al de las claves: madera contra madera.18
Sin mostrar jamás tristeza, el protagonista del segundo relato ha convertido sus mutilaciones en fortuna, porque acepta las monedas de los turistas extranjeros cuando “se exhibe frente a La Catedral y se deja retratar haciendo saltos, piruetas muy pequeñas”.19
El escritor injerta en este Ramón, hijo de Gloria, elementos claves de la idiosincrasia habanera: el gusto por las apuestas y el baile, el recalcitrante machismo, como si la orientación heterosexual entrara en un código ético de inviolables principios.
A propósito, la más barroca anécdota de un conjunto que se caracteriza por no temer a los regodeos ampulosos, se explaya en “Cena de cenizas”, especie de réquiem por el hartazgo lujurioso generalmente atribuido a los goces homoeróticos. Sin embargo “De América soy hijo” demuestra que los prejuicios, las habladurías del solar, pueden ser detonante de la curiosidad por lo prohibido.
Aunque ajeno a las metas de este estudio, uno de los saldos mayores del libro proviene de sus incursiones en los laberínticos predios de la sexualidad. En los cuentos mencionados y otros, como “Te sacarán los ojos los cuervos que criaste”, se procura un paneo de lo erótico en el cual las evidencias se difuminan, replegadas en las propias complejidades del sexo.
Sí nos compete corroborar cómo la precaria vida en un solar no puede estar ajena a la promiscuidad ni a los intercambios sexuales marcados por el dinero, y no solo a cambio de moneda fuerte, pues a la vez procuran “un poco de cariño, alguien que se contentara cuando apareciera en la esquina de Aguiar y Cuarteles”.20
Con este volumen de cuentos se ha dado el salto que permite divisar la real existencia en las cuarterías habaneras de hoy, fuera de las edulcoraciones folcloristas y a la vez libre de consignas que movilizan hacia un mundo mejor.
“Victoria piensa que la imaginación estaba prohibida en el solar”.21
Imbuido de acertada marcha para abrirse espacio en los discursos más contemporáneos, sin caer en tecnicismos inermes ni poses crípticas, Jorge Ángel Pérez apuesta desde su solar por la preservación de lo verdaderamente humano, más allá de las flaquezas y del dolor.
NOTAS
1. Ena Lucía Portela (2003): 100 botellas en una pared, p. 63.
2. En estos solares radican proyectos socioculturales; en el segundo con más amplios resultados para mejorar la calidad de vida de los vecinos, pues con la ayuda de la Oficina del Historiador los cuartos fueron convertidos allí en pequeños, pero confortables, apartamentos biplantas.
3. Colectivo de autores (1990): Barrio de Cayo Hueso, p. 18.
4. Pedro Dechamps Chapeaux (1983): “El solar habanero en la novela costumbrista”.
5. Ibídem., p. 18.
6. Para aquilatar los rasgos y el alcance de estos asentamientos en la actualidad habanera, puede consultarse el texto de Pablo Rodríguez Ruiz, consignado en corpus referencial.
7. Ofelia Rodríguez Acosta (2008): La vida manda, p. 98.
8. Alberto Guerra Naranjo (2009): La soledad del tiempo, p. 19.
9. Reina María Rodríguez (2008): Variedades de Galiano, pp. 47-48.
10. Arnaldo Muñoz Viquillón (2008): “Los diez mandamientos contra La Habana” p. 38.
11. Para sopesar las asimetrías socioeconómicas que presentan entre sí los barrios habaneros de hoy, puede consultarse el ensayo de Luisa Iñiguez Rojas citado en corpus referencial.
12. Jorge Ángel Pérez (2009): En La Habana no son tan elegantes, p. 48.
13. Tanto que Fernando Pérez la tiene en cuenta para su filme Suite Habana.
14. P. 45.
15. En relación con el envejecimiento que ostenta hoy La Habana, puede consultarse el artículo de Mario Coyula, consignado en corpus referencial.
16. Escenario natural de la novela homónima, más conocida como Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde. En la iglesia allí situada fueron bautizados Félix Varela y José Martí.
17. P. 16.
18. P. 26.
19. P. 26.
20. P. 127.
21. P. 59.