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Cuestión de tiempo

A Philip K. Dick

—Un gato… nieve… una pintura en un cuadro… —el hombre frente a mí endurece la mirada— …una pieza de porcelana… un perro…

—Puede continuar —interrumpe su compañero. Extiende la mano, y toca a otro transeúnte. Lo detiene.

El hombre frente a mí me dedica una última mirada. No, no es de amenaza.

Simplemente, ya no saben mirar de otra forma.

Vuelvo a colocarme las gafas oscuras.

—Gracias —digo.

Y me marcho sin esperar respuesta.

—Documentos —les oigo pedir al nuevo interpelado.

Me alejo mientras repiten con el recién detenido su rutina. Documentos… cacheo… contacto visual… tarjetas al azar, alternándose en la mano de uno de ellos… El transeúnte comienza a responder, bajo la presión de los ojos que lo escrutan fijo.

—Un… un guante de terciopelo… un florero…

Mejor apuro el paso.

Era más fácil antes. Antes de este diluvio de precogs, quiero decir. A uno le hacían llegar su próximo encargo: digamos, cierto anticuario. Uno llegaba a la tienda de antigüedades. Entraba como un cliente más. Hacía tiempo, tal vez al lado de aquel florero sobre ese pedestal de mármol. La campanilla de la puerta avisaba cuando la señora gorda decidía volver a la calle, lamentando no haber tomado antes esa pieza de porcelana. Uno se acercaba con la pequeña pieza de porcelana que no cogió la señora gorda en la mano. La ponía sobre el mostrador, el índice apuntando. Aceptando. Uno esperaba a que el viejo anticuario terminara de envolver, y sólo entonces se abría el abrigo, como quien iba a sacar del bolsillo interior la abultada billetera. En vez de eso, uno extraía la pistola con silenciador. Uno disfrutaba la cara de indefensión del anticuario al ver el arma.

Uno disparaba.

Luego se escondía la pistola nuevamente en el bolsillo, el cañón aún caliente, el silenciador ya separado. La campanilla de la puerta tintineaba cuando uno salía, con algo de premura. Uno se alejaba, mientras esa joven mujer que venía por la acera decidía entrar. Uno sentía el guante de terciopelo presionando con suavidad la puerta, la silueta entrando, la campanilla despertando otra vez. Uno corría, se montaba en el carro. Nadie veía nada.

Uno cumplía con su encargo…

Ahora no. Ahora, si uno llega a la tienda, si uno es capaz de hacerse a sí mismo atravesar la puerta de la tienda, uno morirá a manos del anticuario.

Ahora, el anticuario guarda un arma para uno.

El anticuario ahora ya sabe que, después que la señora gorda salga, el cliente que quede dentro de su tienda tratará de matarlo. La policía precog ya no puede estar a tiempo en todas partes… pero el dinero sí. Y el dinero del anticuario sirve para comprarle lo que se visiona en las colmenas precogs.

Se involucra, por vías nada psiónicas, en impedir lo que pudiera llegar a sucederle…

Y si uno entra, si uno se adelanta y toma la pequeña pieza de porcelana antes que la señora gorda, si uno espera al lado del florero a que esta salga, y luego se dirige hacia el mostrador… uno estará perdido. Uno verá al anticuario alzar esa escopeta recortada, de dos cañones, con cartuchos recién comprados. Uno lanzará la pequeña pieza al piso, y se dirigirá corriendo a la salida, sin pensar, deseando que el anticuario no dispare esa escopeta recortada.

Pero el anticuario disparará.

Y uno será proyectado hacia adelante, romperá con su cuerpo el cristal de la puerta, la abultada billetera y la pistola con silenciador inútiles por igual dentro del abrigo cerrado. Uno morirá sin cumplir su encargo, viendo como esa joven mujer, que se ha detenido espantada en la acera, se lleva a la boca una mano enfundada en un guante de terciopelo…

Sí, cumplir un encargo era mucho más fácil antes. Antes de que esos tríos de precogs en sus colmenas vislumbraran las escenas de los crímenes por ocurrir. Antes de que, evitando a tiempo los crímenes, cambiaran el futuro y nos enseñaran el camino:

Uno tiene que dejar a los precogs hacer primero su labor, para luego poder cumplir con el encargo.

Los precogs…

Estas calles están llenas de precogs, actuando en pareja. Deteniendo transeúntes, imponiendo su breve empatía uniformada sobre terceros al azar.

Buscan una víctima, creada por ellos mismos.

Cuestión de tiempo, para los precogs. Cuestión de líneas temporales a evitar. Cerca de la tienda del anticuario me han retenido por un corto tiempo… y luego me han dejado continuar.

Pobres precogs. Imagino que tampoco sea fácil para ellos.

De tanto cambiar el futuro, ya no se puede confiar en él como antes…

Al doblar la esquina, veo venir hacia mí a esa joven mujer, tan elegante. Caminando por la acera. Casi al pasar frente a la tienda de antigüedades suena la campanilla de la puerta. Una señora gorda empuja desde dentro y sale, la cara toda sonriente, su pequeño paquete en la mano. Feliz, como quien ha encontrado justo lo que quisiera tener, y lo ha comprado sin dudar.

Un auto se detiene frente a la tienda.

La puerta comienza a abrirse ante la señora gorda.

Tres pasos más, y estaré frente al cristal de la tienda del anticuario…

La mujer de terciopelo, casi sin yo notarlo, tropieza con la señora gorda. El paquetico cae al suelo, suena a metálico, y a roto. A sueño de porcelana roto. La joven entra en el auto, cierra con suavidad la puerta. El guante de terciopelo y la pistola dicen un adiós apresurado (como el hola de no hace mucho) desde el borde del cristal.

Todo ha ocurrido rápido.

Como en los viejos tiempos…

Ante mí, la señora gorda ha caído. Llego justo hasta su lado, evitando el charco de roja pérdida que va cubriendo toda la acera. La veo exhalar, poco antes de ser empujado contra el cristal de la tienda. Un tropel de policías me rodea, y comienza a golpearme. El viejo anticuario sale de su tienda, y se abre paso. No ha sido él, les grita a todos, su rostro entre sorprendido y aliviado.

Por fin me sueltan…

Un precog se acerca, es el de la mirada dura. Observa detenidamente, como a través de mí. Me volteo y miro. Un cuadro, tras el cristal.

Un gato, jugando en la nieve…

Sí, era mucho mejor antes, pienso luego, mientras me alejo.

Pero igual uno cumple con su encargo.

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