Cuerpos a la deriva
No, no sé cuándo se me ocurrió la idea de matarla. Ni siquiera sentía ya piedad por aquel cuerpo podrido en vida, depauperado a su máxima expresión. Asistí al deterioro de manera indiferente, regañándola si se orinaba o no llegaba al baño a tiempo para hacer sus necesidades. No perdía un instante para reírme de ella. Sin importarme sus explicaciones de que era culpa de las pastillas que tomaba. Me lo dijo miles de veces. No le hacía caso. Claro, me cuidaba de no hacerlo delante de su hijo. La criada —lo veía en su mirada— no aprobaba nada; negra sucia e imbécil, pero sabía que no iba a decir nada, para eso le daba buenos regalos. Un día empujé a la vieja. Y cuando vi que caía, levanté el brazo para pegarle. En ese momento, la negra se metió, No, señora, eso no. Ya iba a armar la bronca cuando sentí que mi marido abría la puerta. Puse la mejor cara del mundo y la ayudé a levantarse, mientras decía, Camine despacio, mire que se puede caer. De puro miedo, la vieja se orinó y sentí sus olores putrefactos como una bofetada. Mi esposo, es decir, su hijo, que lo único bueno que tenía era su salario, porque en la cama era un desastre… Peor que eso, era nulo. Estoy segura de que le tenía miedo a las mujeres… no sé, ni me interesa. Resolvía a mi manera, sin preocuparme de él, sin pedir explicaciones, sin deberle nada, ni siquiera sexo. Una vez, hace tiempo, hubo pasión, amor, deseo, pero todo eso cayó en el olvido. Ahora queda rutina, costumbre, la certeza que se ocupa de la casa y la comida y yo solo de lo mío. Cuando apareció un hombre, medianamente aceptable en la cama, que podía hacerme subir en el trabajo y en la vida, no dudé en ser su amante, guardando las formas. Una mujer casada inspira, para la sociedad, una gran idea de respetabilidad, sobre todo con hijos y un matrimonio aparentemente estable. Las interioridades de las parejas no las puede conocer nadie. Todo eso me daba la perfecta coartada para desaparecer a la vieja. El único obstáculo era la negra apestosa, tan diligente pero con aquella mirada recelosa que ocultaba mucha sabiduría.
Que Dios me perdone, Santa Bárbara bendita, Shangó de mis ancestros. Ante tu altar te imploro por esa pobre vieja abusada. Esa niña merece la muerte para que no siga en sus planes macabros. Lo sé, tú me lo dijiste en sueños, me lo susurraste silenciosamente y no la voy a dejar. No soy asesina pero lo considero una misión que me diste. Nada más fácil: yo le preparo las comidas y bebidas a todos en esta casa. Estoy segura, Señora, que todos lo saben pero se hacen los suecos por algún motivo. El marido ni puede caminar con la cabeza llena de tarros y los hijos fingen demencia. Tendré que ser más cuidadosa, creo que mi mirada me delata. Al fin y al cabo, me pagan buenos fulas y robar es muy fácil.
Salió corriendo al jardín cuando lo oyó llegar.
—Mira, amorcito, lo que me dio el jefe por mi buen trabajo. Ahora tengo que pagarlo.
El hombre, un poco receloso, se puso serio.
—En este país, niña, los jefes no regalan carros.
Los ojos le brillaban de codicia a pesar de sus palabras. Ella se encogió de hombros.
—No he dicho que me lo hayan regalado. Llegó una asignación a la empresa y me lo gané en la emulación. La discusión fue larga, pero tenía más méritos que los demás. Ahora tenemos que ver nuestros ahorros para pagarlo a plazos.
Le daba vueltas al carro, muriéndose de las ganas de montarlo y dar una vuelta. Hacía tiempo que sospechaba que aquella mujer, con la que llevaba más de veinte años casado y que le había dado dos hijos, maltrataba a su madre. Le preguntó a la criada directamente, pero la negra ladina solo abrió los ojos.
—No, señor, su esposa adora a su madre.
No vio a la mujer escuchar la conversación ni el regalo que le dio el otro día a la “leal” criada. De eso hacía ya unos días.
Su mujer le hizo un gesto de invitación para que subiera.
—Dale. Pruébalo, es tan tuyo como mío.
No esperó más. Lo encendió como niño con juguete nuevo mientras pensaba en la cantidad de chiquillas que podía levantar tras el volante sin que ella se enterara. Su madre nunca se había quejado, solo le dijo siempre que aquella mujer era mala y no quería a nadie. Ni a sus hijos.
Dio una vuelta por el barrio y regresó radiante. La miró directo a los ojos y carraspeó.
—¿De cuánto son las mensualidades?
La primera batalla estaba ganada.
Y ella lo sabía.
Mira, asere, son gente muy rara y dice mi mujer que a la vieja le pega la nuera. Y todo el mundo lo sabe pero nadie se mete. Como en aquella novela, tú qué sabes de eso, que al tipo lo iban a matar y todos lo sabían en el pueblo menos él… Sí, esa que me contaste, anjá, la crónica esa… ¿Mi mujer? Na, le pagan muy bien, se lleva comida de la que sobra y le dan refrescos, leche y más comida. Aparte del salario. Vive como reina. Pero los santos, asere, los santos hablan. Y eso da miedo. Ya le dije que no se metiera y se hiciera la tonta. Pero ella me dice y con razón que tiene que hacerle caso a su santita. No es fácil, está dura la cosa.
La llevaron al hospital porque se cayó y se rompió la cabeza, un resbalón en el baño, normal entre gente muy vieja y enferma. Fue necesario darle unos puntos en la cabeza. El médico le aconsejó que le buscara una enfermera fija y a ella le pareció buena idea. Por la noche, todavía mareada y con la cabeza vendada, decidió hablar con el hijo y contarle todo. Que la nuera la maltrataba, la empujaba para que se cayera, como hoy, le pegaba o decía palabras hirientes. Los nietos también lo sabían. Siempre lo hacía cuando él no estaba y se amparaba en un falso amor y palabras bonitas. Pregúntale a los niños y la criada. Y te pega tarros al descaro, se pasa la vida diciendo a todos que eres malo en la cama. Oye a esta vieja: esa mujer es mala y te envenena la vida. Salió del cuarto de la madre muy enojado y fue a preguntarle a los presuntos implicados, no de sus tarros, que eso no se pregunta, sino de los maltratos. Los hijos, comprados por la madre y muy aleccionados, negaron en redondo esas ideas. La criada, más cauta y asustada por lo que le había dicho Shangó, intentó darle la vuelta.
—No, nunca he visto nada. Solo que a veces su madre está llorando a solas pero ya sabe usted que se vuelven muy susceptibles a esa edad. Un día me dijo que no podía morirse porque no podía dejarlo con esa mujer y que los nietos eran iguales, que ella los compraba y los hacía insensibles. Y que usted no oía consejos. Me enseñó los brazos llenos de morados y me dijo que eran pellizcos de ella, pero como la doctora dijo que eran por la circulación, no le hice caso. No sé, creo que ella exagera un poco.
Ese “un poco” desató una bronca descomunal. Porque, entonces, era cierto, ocurrían esos abusos, en menor o mayor escala, pero la maltrataban. Su mujer lloró y protestó de su inocencia ante los reclamos de su marido y amenazó con irse de la casa y llevarse a los hijos adolescentes. La sangre no llegó al río y todo terminó entre lágrimas, abrazos y ataques de nervios.
Llegará un día en que estará en el hospital y tendremos que cuidarla. Todos, incluyéndome a mí. Su cuerpo estará perdido. A la deriva. En mis manos. Y entonces será mi momento. Solo ella, yo y la muerte. No, no soy asesina pero al final estaremos solos o lo estamos toda la vida, con la ilusión de que nos quieren, nos cuidan, les hacemos falta. Y todos sobreviven, a su manera, a la larga o la corta. Eso somos: cuerpos a la deriva. Suplicará por su vida y nadie la oirá. Pronto llegará mi venganza. Morirá la vieja apestosa: un alivio para todos.
A Urgencias, al hospital. Una isquemia cerebral fulminante, el azúcar y la presión alta, pulmonía… un desastre de síntomas, La ingresaremos pero con ese cuadro y a su edad, es difícil. Pero la vieja se resistía a morirse. Respiraba quince días después del ataque. Y la nuera comprendió que ya era la hora, no podían más, estaba agotada física y emocionalmente, Ya muérete, vieja del diablo, o te mato. Pero como si entendiera, la vieja no soportaba su presencia y gritaba incoherencias, poniendo ojos de loca y llorando. No podía quedarse sola con ella. Ni lo intentaba, para no despertar sospechas. Pero aquella noche, su hijo, muy cansado, le pidió que se quedara, Está dormida mamá, no se dará cuenta, no puedo más, yo vengo temprano. Y comprendió que era su momento, único para la venganza, Claro, mi amor, yo me quedo.
Tomó la almohada entre las manos, un poco temblorosas ahora, y se la puso sobre la cara. La vieja empezó a patalear, buscando oxígeno, Me quiere matar la bruja hija de perra. Chiquilla degenerada, voy a arrancarle pelos de la cabeza, para que sepan que fue ella. Apretó más, Sí, soy yo matándote, muérete. Los aparatos empezaron a sonar y en un último esfuerzo se incorporó, tratando de apresarla en la cabeza y respirando con dolor, la cara crispada, las manos sin fuerzas. No pudo más y cayó hacia atrás, revolcándose. Las máquinas sonaban y se oyeron pasos muy apresurados de varias personas que se acercaban. Le dio el tiempo justo para quitarle la almohada mientras gritaba, llorosa, Suegrita, suegrita. Esfuerzo vano de médicos y enfermeras.
Había muerto.
No, capitán, parece un suicidio en masa, todos murieron en la mesa, comiendo. La viejita murió días antes, parece que la pena fue mucha… Sí, investigamos a la criada pero ese día no trabajó, era su descanso… Veneno, capitán, en el organismo, los vasos de todos y la jarra… No, no fue una muerte tranquila porque usaron veneno para ratas… No, ya cerramos la investigación, no nos quedan dudas; suicidio masivo, ninguno vivo para interrogar.
Nadie vio la sombra, espectro oscuro, que pasó flotando al comedor. El jugo estaba sobre la mesa, su nuera en la cocina, ni la criada ni un sólo ser por ahí. No fue nada difícil echar el veneno, con sus manos enguantadas. Su hijo pasó por su lado, sin notarla y no pudo dejar de hacerle una caricia en la mejilla. Él sintió un frío repentino y se detuvo, asombrado, No, no hay nadie, parece que me quiere dar gripe. La anciana se dirigió despacio a la puerta que se abrió, invisible a todos y tétrica en su mensaje. Ya en el umbral, antes de hundirse en otro mundo, murmuró, apenas con un aliento agónico, Los espero.
Yamilet García Zamora. La Habana, 1965. Narradora
Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana. Maestra en Museos por la UIA de México, DF y Doctora en Teoría Literaria por la UAM de Iztapalapa, México. Trabaja como Profesora de Redacción y Literatura en la Universidad Panamericana, la UNITEC y el CAM, donde también imparte cátedra a la maestría en museos.