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Cuerno y marfil

CUERNO Y MARFIL

¡Forastero! Hay sueños inescrutables y de lenguaje oscuro,
y no se cumple todo lo que anuncian los hombres.
Hay dos puertas para los leves sueños;
una construida de cuerno y otra de marfil.
“Coloquio de Odiseo y Penélope”, La Odisea

¿PUEDO ESPERAR A QUE DE NUEVO CREZCAN LOS SUEÑOS
cortados en la danza de los días en fila india,
anillos de una serpiente que sólo atisba a morderse la cola?
¿Aun, cuando el albor tembloroso de esta isla
intente embestir la abulia,
puede el hilillo de fe que me sostiene
hacerlos crecer desde mi vientre?
Y es que las conchas que recogí en las playas de la infancia
se han tornado saetas venenosas,
órbitas de hierro lanzadas a la noche
en que mis yacimientos heridos fueron por la sospecha.
Al despertar, no logro zurcir las hogazas de mi sombra,
cristales que albergaron un corazón intacto.
Fragmentos apenas de cuerno y de marfil
adheridos al azogue de mi crepúsculo.

Las verjas de la provincia hoy carcomen el viaje
que en la tiniebla hilé y deshilé
con los dientes apretados,
deteniendo, al alba, espurios esplendores,
el cansancio de los mástiles, la codicia invasiva
y la sospecha de las águilas.
Pozos que ascienden a disipar tus brotes.

Descosida, sin remos, nadie va a lamer los parajes
invertidos en cada pesadilla. La mentira que urdía
puntada a despuntada para ahuyentar la pérdida.
Son las ráfagas de la memoria que regresa
como corcel aguijado por avispas.

La elipsis va trazando mi asedio.
¿O es el mar con sus cercas de púas, la infinitud del azul
que no logré estampar en el horizonte de mis hijos?
¿O es el hambre,
la avidez que me posee como una loba,
que trenza un cáñamo negro
sobre la silueta sin astros del porvenir,
y parte en dos la ausencia,
en tres astillas,
en nada,
en desvarío?

El hambre que callo.

A mis hermanos Zaira y Lester.
A Neno, el hermano mayor
que no vi envejecer.
A mis hermanos de la Isla partida en dos mitades.

NEGRAS, INDESCIFRABLES PROFUNDIDADES
los párpados apretados de mis hermanos.
Semejan puños que se encumbran
sobre la espalda torcida del destino.

No me comprenden. Tartamudean cuando divisan
las esquirlas que he desbastado al alba.
Simulan puños de alambre los labios de mis hermanos.

El ardor bautismal de la memoria
viene a encauzar la noche:
las ígneas estrellas que no se dejaron deletrear,
mientras nos embarrábamos de ceniza y polvo de maíz
en aquel atardecer cuando padre mordía la muerte.
Heredan ciudades sitiadas, limaduras de hierro
los dientes amordazados de los hermanos.

Las cicatrices del cuerpo dibujaron el futuro como Gorgona.
Tres caminos se abrieron bajo nuestros pies.
Tres lunares sobre el blasón de la verdad.
Los nichos de la memoria apretujaron
la escena donde quedamos solos, mirándonos
en el espejo de piedra que el cáncer resquebrajó.

Cómo salvar el monte de sicomoros
que transité en soledad, brizna a brizna,
mientras el horizonte, doblado por la fiebre del engaño,
iba cayendo en la pureza de nuestras utopías
como fruta podrida.

Ahora que retorno sin aliento, vuelve el sabor
de la primera almendra.
Sostengo el guijarro, las migas de pan
que no avivé en mi estampida.
Y surge en las imantaciones de plata viva
la certeza que me espanta:
Tampoco yo los entendí.

Los orbes hostigan, distienden el azar.
Fauces, cuernos sin rostros se agazapan tras las puertas.
En el ocaso se divisan jinetes de mantos púrpuras,
tiemblan las espadas adheridas a la roca.
¿De la sed y los espejismos del desierto, abjurar ahora?
¿Con qué sopor ensartaremos el latido de átomo, el florecer?
¿Ahogo las renuncias en la noche, la ventana ciega
al paso de los barcos que sus velas despliegan
desde la transparencia al pecho?

No hay marcha atrás.
Empollan el relámpago los ojos de mis hermanos
y yo tras ellos
sin replicar,
me
hundo.

No, yo te creo; pero no te acabo de comprender.
J. Lezama Lima

SÉ PARLOTEAR PERO NO ENTIENDO NADA.
El yunque y la espuma,
desazón de la mano que se extiende a la puerta de las murallas,
cárcel, mi delta, el árbol del ahorcado,
graznido de mujer que escupe sobre la rosa de otra mujer,
sé balbucearlos, mas no perturbo sus abismos.

Ese árbol que atesora el pataleo del traidor,
no es fronda, húmeda espesura.
Como un murciélago cuelga henchido de las calles,
la saliva y el miedo del suicida,
del nudo y la garganta
que apisonó el grito.
Ese árbol, que no más ayer
brindó a mis turbia sed la nieve de sus frutos
y el frescor de su sombra lavó como una madre
el espino encostrado en mis cabellos,
ya no es el árbol.
Y yo que lo deletreo,
no lo comprendo.

ORACIÓN

Noche en que bebí las luces del Canal de Panamá,
2001 y para siempre.
Hijos míos, despierten, escuchen el arco que tensa el horizonte.

Rueda nube sobre sus huesos.
Abrígalos.
No dejes que la traición les borre el susto de los párpados,
la fascinación de la tempestad.
Baja Cielo hasta el filo de su cielo sin perturbar la quietud.
En cenizas convierte los perros que persiguen su inocencia
o deja que muerdan de mi carne,
que se sacien en la confusión de alucinados,
ardientes laberintos,
mientras alegres escapan
por el costado adusto de la inmensidad.
Que las sinuosas cumbres no le cieguen las manos extendidas,
ni repriman sus oídos ante el brezo que crece,
que si corren con tigres no ambicionen la fiereza
de las rayas sobre el tensado lomo.
No permitas, Señor,
que sórdida raíz se haga nido en su pecho.

HE PERSEGUIDO.
No es el camino
sino la asechanza quien junta los terrones
que me conducirán a los túneles no cegados de la esperanza.
Tras la luz, y más allá de la luz,
un árbol vivo me espera.
Pero cómo he de crecer si no he nacido del todo.
Tan solo se vislumbra la curvatura del mar engullendo al cielo,
cosechando la posibilidad de una estación inexistente.

Aún no soy almendra
y ya me bebo de un puñetazo la lluvia que caerá.
Sé que la prisa me subyuga.
Entablo una lucha a muerte con el equilibrio.
Las sílabas que armé en la batalla a solas con el desamparo,
Alzaron el monumento que hoy no puedo escalar.

He perseguido al animal que me define.
El fuego de su hálito se transformaba
en agua sobre la frente herida. Y yo detrás,
en la espesura, rompí la lanza contra mi aureola en flor.

La sustancia descendía desde el rompiente de tu costado, Dios.
Embestí la belleza que me calma el estupor, el miedo.
Solo encontré sigilo en la desidia,
espuma, negras hilachas, desierto: grito ahogado
por los farallones del espíritu.

Qué nueva certidumbre clavaré en mis sienes
para escapar de la bestia que vendrá por mí.

Se acrecentó el vientre en los sótanos del hastío,
la espiga maduró en las rendijas del espanto,
se enredó como lengua solícita en carne deforme.
Y es que siempre he ido de costado en costado,
de babor a estribor me he vuelto sobre la zarza ardiente.
Bajo una luna sin eclipses desmenucé el rubí de la pasión,
mientras la verdad se acurrucaba entre carbones
como una víbora aterida.

Lo vislumbro:
La traición comerá de mis huesos.

Hacia lo tenebroso. Y sola.
Con mi relato voy hacia la muerte.
Casandra, Christa Wolf

DE LA SOLEDAD NO NOS SALVA LA MUCHEDUMBRE.
El puño que en la penumbra vigila atento
y pudiera lanzarnos más allá del horizonte,
no libera tampoco.

Yo avanzo entre la multitud
con aliento escamoso y boca exprimida
por dos hierros invisibles.
Casandra de un tiempo de escindidos cristales,
mi rostro enmudece frente a una pared de músculos
exhaustos, malolientes.

En el vientre de la desmesura
estoy sorbiendo la angustia, hijos, que aún no miraron
sus ojos baldíos.
El sudor de dos brazos me sostiene.
Dos garfios sin aliento,
de plastilina púrpura,
alimentan al monigote que retoña en mi desamparo.

Nada puede devolverme a la serena fragilidad
de las pompas de jabón,
al nido de gaviotas que en el tapiz de la inocencia
impugna la muerte. Piedra
lanzada al fondo del charco,
circunferencias emergiendo desde el origen,
perfectas como nuestro estupor.

(Escarcha que en la noche me devuelves
al mineral más puro,
¿en qué guarida, sin despertar, te escondes?)

Huella tras huella me doma un engranaje
que tornará el aliento en brizna de mostaza,
seco,
deshuesado.

Naufrago,
bajo las botas frías
de pájaros negros.

Siembro en sus desvelos la cima que me huye.

PECES QUE COMEN DE MI VIENTRE,
halcones y corceles que brotan de la espuma,
desciendan hasta el cuenco de cristal
que son mis pensamientos.
Elévenme.

Alucino la esperanza
con la terquedad de un lobo por su presa,
la busco en los sudores hurtados al desdén,
bajo las ruinas de las ciudades que no verán mi eclipse,
que tornarán a alzarse sobre los dominios que Nadie soñó,
y sobre el plástico
y el cinc
y la sal
y el ímpetu
de los visionarios.

Amaso la esperanza sobre la mesa pobre,
en los agujeros olvidados por Dios,
y bajo las sienes claveteadas por el sol negro de la melancolía.
La voy amamantando con la leche de la reminiscencia,
con la serenidad esparcida entre las ramas de la ceiba
que está muriendo, allá, en el patio
donde me coronó el asombro.

(¡Una barca, un estandarte blanco sobre la mar
para posar estas alucinaciones!)

Desde el torreón que en mil fragmenta esta isla,
bajo escudos resquebrajados por los rojos violentos del ocaso,
un extraño paisaje sostengo sobre mis hombros.
Atada de pies y manos a su fatiga,
lo voy conquistando desde la raíz.
Cabeza abajo.

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