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Cuentos clásicos bajo un paraguas extraño

¿Qué es un cuento? Las derivas experimentales de la narrativa contemporánea suelen desestabilizar las convenciones sobre los rasgos definitorios de los géneros, y provocar esa duda en más de uno. Al lector que busque pisar tierra firme le recomiendo leer un libro: Extraño bajo un paraguas, del escritor y periodista Leopoldo Luis.

Hace un tiempo, enfrascado junto a un amigo en fabricar una tipología de los cuentos, identifiqué cuentos escritos bajo el molde Poe, otros del molde Chejov y los del molde Kafka. Y a un cuentero sofisticado como Cortázar se le puede situar en la encrucijada, ora echando mano a lo kafkiano (“Carta a una señorita en París”), ora a lo poeiano (“El ídolo de las Cícladas”).

Luego me topé con un par de ensayos: “Tesis sobre el cuento” y “Nueva tesis sobre el cuento”, aparecidos en Formas breves (Anagrama, 2001)*, que hacía baldío aquel ardor clasificatorio, pues el argentino Ricardo Piglia había expuesto ya magistralmente esa teoría, mediante el desarrollo de un par de argumentos tal y cómo lo harían los maestros iniciáticos Chejov, Poe y Kafka y sus sucesores Borges y Hemingway.

Ahora, ante la auténtica “hechura clásica” de Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013), asalta la tentación de presentar este volumen atendiendo a las fuentes primarias donde abrevan los apenas seis cuentos que lo integran.

El primero, “Los Trotacampos” es el regreso a un escenario muy socorrido en el cuento cubano de ayer pero poco visto hoy, el entorno rural; aunque actualizado a las circunstancias del presente, con un cuarteto de “luchadores” (Tizón, el Enano, el Mago y Stella, la mujer barbuda), estrenándose de artistas circenses “por cuenta propia”.

Leopoldo Luis ha diseñado ahí a sus personajes según la tradición española de la picaresca; y los encaja dentro de ese locus del circo ambientado ya por los cubanos Samuel Feijóo (Juan Quin Quin en Pueblo Mocho) y Eliseo Alberto Diego (La eternidad por fin comienza un lunes) o García Márquez (Cien años de soledad) y Haroldo Conti (Mascaró, el cazador americano), del terreno latinoamericano. También se intuye el homenaje a Onelio Jorge Cardoso, explícito en la ingenuidad atribuida al campesino y el brote de “lo maravilloso” en el desenlace, más no se le escapa al autor la necesidad de impregnar cierto cinismo muy acorde con los tiempos nuevos. Pero si hemos de situar “Los Trotacampos” en función de la estrategia narrativa, y dada la búsqueda de un final que persigue el efecto sorpresa, este relato encajaría bien en el cauce poeiano.

A continuación, “El antojo de Amador Almeida” desenvuelve un argumento centrado en una partida de caza a la que el personaje aludido en el título, recién llegado con aires de opulencia “de Miami o La Habana”, quiere arrastrar a un compatriota del pueblo natal. De entrada esto luce “muy Hemingway”, y lo es; pero sobre todo porque “lo más importante nunca se cuenta”, como diría Piglia. Toda la ambigüedad y la densidad de esta aparente historia de reencuentro entre viejos conocidos, descansa sobre el escamoteo consciente del motivo principal: un evento del pasado, relacionado con el negocio del tráfico de personas por mar.

El tercero, “Héroes de papel”, trae de protagonista al custodio Justino, un “viejo sonso” timado por ese Pucho, tan “buen bebedor como todos los orientales”. Pero la trampa al “amigo” para consumar el robo del Panda (televisor chino en lenguaje del cubano) ni alcanza a remover demasiado las aguas tranquilas — al ritmo de la senectud de su “héroe”— del relato, ni llega a ser final inesperado, por lo que este podría considerarse como el más chejoviano de los cuentos del volumen.

Caso contrario es “El último jonrón”, cuento trucado (y trocado), porque: o esta es la historia de Martincito y de su crimen, de un ex jugador de béisbol y todavía obseso con la mayor pasión deportiva de la isla, que empuña por última vez el bate glorioso del Duke Hernández (“el primero, el de los Azucareros, no el Duke de los Industriales y los Yankees de Nueva York”) contra un visitante indeseado; o esta es la historia de Martincito y su no-crimen, como quiere hacérnoslo creer el amigo que se dice testigo y nos narra el incidente, pues el arrebato de furia tuvo como destinatario un enemigo existente sólo en la imaginación. Aquí Leopoldo Luis blande armas de Poe, pero con las astucias aportadas por William Faulkner en la elección de un narrador parcializado.

De la causalidad latente, o escondida, hacia la casualidad, la intervención del azar, como motor de los giros del relato: este es uno de los cambios introducidos por la narrativa más contemporánea. Con esa herramienta a mano, el autor compone su siguiente narración del volumen al estilo Paul Auster, cuando da cuenta de otra reunión entre viejos amigos, pero una que se desvirtúa de su propósito original en el momento que estos hallan “Un sitio donde comer” (da nombre al cuento), en el cual una lancha se apresta para una salida ilegal del país.

Gregorio Samsa despierta un día convertido en insecto y Josef K. es arrestado una mañana y sometido a un proceso incomprensible. De modo semejante, el anodino Luis descubre una tarde de lluvia que está siendo “vigilado”. En el cuento que le da título y cierra el volumen, “Extraño bajo un paraguas”, Leopoldo Luis se viste de Franz Kafka y presenta una de esas típicas intrigas de “lo absurdo”, como las que prodigara ya en su libro anterior, Adiós, Habana.

Pero toda la analogía trazada entre estos cuentos del escritor cubano y unos maestros precedentes, en modo alguno significa un déficit de originalidad o calco de los modelos. Antes bien, Leopoldo Luis se revela como un autor cuya indagación en la tradición es simple acicate para su búsqueda de un sello personal, que se va haciendo fácilmente discernible ya en el dejo sutil del humor, en la propensión a esquivar el anecdotario costumbrista y ascender hasta fábulas universales, y en la reciedumbre estilística alcanzada mediante la sintaxis precisa del lenguaje.

Un acierto indiscutible de esta nueva incursión narrativa de Leopoldo Luis es la intención del escritor de poner distancia respecto a la fórmula probada, de experimentar y ser otro, con respecto a Adiós, Habana, su libro precedente, a pesar del éxito de aquel. Si en el volumen ganador del Premio de Narrativa de la Ciudad de Holguín 2008 (publicado por Ediciones Holguín, 2009; y reeditado en versión e-book por Isliada Editores, 2013) se multiplicaba alrededor de un mismo personaje, en cuentos conectados como episodios; ahora, en Extraño bajo un paraguas, exhibe como virtud la ductilidad para imponer verosimilitud a escenarios y caracteres heterogéneos, y para explorar diversos tonos dramáticos y variados registros de lo real.

Por si esto no bastara, los seis cuentos de este volumen proponen una exploración en las posibilidades de la narración en primera persona —la excepción sería “Héroes de papel”, aunque su narrador, en definitiva, tiene su alcance limitado al ras del personaje—; y en este acápite del manejo perspicaz del punto de vista, Leopoldo Luis ha logrado una altura que pocas veces visto últimamente entre los nuevos narradores cubanos.

*Existe una edición cubana salida bajo el sello Sed de Belleza, Santa Clara, 2012.

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