Cuando una biblioteca se vuelve laberinto, gran pánico cunde por sus pasillos, que empiezan a ser interminables. Las estanterías parecen ondular con todos sus libros, que adquieren dimensiones amenazantes. Quienes quedan dentro durante el proceso suelen resultar condenados. Los estudiantes que frecuentan bibliotecas son los primeros en entrar en pánico al advertir la gran mutación. Lloran, gritan entre sí y, jóvenes e imprudentes como son, intentan abrir boquetes en las paredes o trepar las estanterías. Previsiblemente caen, con el resultado de un esguince de un brazo o pierna.
No se desafía así a la naturaleza. Hasta el conocimiento se atiene a leyes físicas. Aquellos estudiantes que sobreviven a sus propias histerias acaban por quedarse observando a sus mayores; bibliotecarios, más veteranos en estas lides, quienes adoptan actitudes de cautelosa perplejidad. Tipifican la amabilidad de la desesperación. Aferrados a las crujientes estanterías aguardan perseverantemente a que se asienten las nuevas geografías que moldean los pasillos y reconstruyen la arquitectura del orbe libresco.
Entre uno y otro grupo humano -es decir, entre jóvenes y viejos- hay pocas diferencias, aunque rara vez establecen contacto durante y tras alguna gran mutación. Los separan pocos años de vida; apenas el transcurso de la juventud a la madurez. Los maduros aún recuerdan su paso casi reciente por las facultades de estudio, mientras que los estudiantes los miran casi como a hermanos mayores. El gran cambio los separa todavía más, y para cuando una biblioteca ya es laberinto aquellas miradas que pudieron ser de complicidad entre hermanos se pierden para siempre, al tiempo que las extensiones prácticamente infinitas del laberinto los va alejando a unos de otros hasta que llega el tiempo en que no volverán a cruzarse jamás…
Subsiste una tercera clase o generación de asiduos a las bibliotecas que no siempre se menciona: la tercera edad; los viejos amantes de los libros, eruditos de blancas barbas que pasan sus días consultando los añosos volúmenes. Se toman la fatalidad con humor envidiable. Apenas indiferentes a los estruendos con que las grandes mutaciones reconstruyen los edificios desmoronando estanterías completas y elevando otras, reabren ese libro cuya lectura interrumpieran tras un primer impacto y sin más, se sumergen en su lectura. O se quedan pensativos bajo alguna misteriosa reflexión, los ojos entrecerrados y las manos inmóviles sosteniendo un texto antiguo, ajenos a todos y a todo; definitivamente perdidos en la infinitud del laberinto que quizá, en algunos milenios, cuando se evapore el recuerdo de los últimos sobrevivientes, vuelva a ser biblioteca.