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Cuadrados

Hace una semana que no duermo. Cada noche doy vueltas y más vueltas en la cama sin que el sueño llegue a mí. Lidia, cada noche también, refunfuña a mi lado y me da de codazos. Solo entonces me estoy quieto, pero no consigo apartar la mirada del óleo que adorna la pared. La luna llena que se cuela por el ventanal ilumina una copia del “Cuadrado negro y cuadrado rojo”, de Kazimir Malévich. La adquirí el mes pasado siguiendo una prescripción del facultativo: Hallará alivio en el arte. Nada complicado para empezar, ¿de acuerdo? Así lo hice.

Un fondo blanco cede el protagonismo a un cuadrado negro de tamaño regular y a otro pequeño, de color rojo intenso, más abajo y a la derecha. La pintura no podía ser más simple, ¿verdad? Sin embargo, no bien el muchacho de la galería la hubo colgado frente a mi cama, una pregunta se alojó en mi cerebro: ¿Qué expresa esta obra? Diligente, busqué respuestas en la web; empeño inútil. Rumié el asunto aquellas tardes en que el niño se aburría jugando conmigo a las damas; sufrí un nuevo ataque. Por fin, comprendí que para saber debía interrogar a la obra misma. ¿Qué quieres decir?¿Qué quieres decirme?… ¡¿Qué quieres de mí?! Al cabo de un tiempo de obstinado silencio el pequeño cuadrado rojo comenzó a hablarme. Y no ha parado desde entonces. Por eso no puedo dormir. No puedo dormir y temo, porque a mis preguntas responde con otra pregunta: ¿Jugamos a los piratas?, repetida una, cien, mil veces, incansablemente. Cada noche. Cada noche de esta larga semana, desde que me acuesto hasta que me sorprende el alba. ¿Jugamos a los piratas? En vano he tratado de persuadir al cuadradito rojo de que me falla el control muscular, de que puedo hacerle daño sin quererlo. Su letanía es la invariable respuesta: ¿Jugamos a los piratas? Tú tomas el cuchillo y… Decidido a terminar con todo, le susurro a Lidia: Veré si se ha dormido. Mi esposa no contesta. Sé que últimamente me espía con el rabillo del ojo, pero no importa. Hoy jugaré a los piratas.

Recién me han traído el “Cuadrado negro”, del tal Malévich. Pagué la factura en el recibidor y en persona llevé el óleo hasta mi habitación, para que el muchacho de la galería no advirtiera en la alfombra mis huellas ensangrentadas. Lo colgué en la pared, justo a los pies de mi cama. Otro ocupaba ese lugar pero me deshice de él. ¿Qué objetivo tendría conservarlo? De cualquier manera, este sí me gusta. Es un enorme cuadrado negro en un marco de tela blanca. La figura se extiende por casi toda el área, lo cual se agradece. No hay espacio allí para un cuadradito inquisidor, quejica, chillón, rojo vivo, no. Este es negro y es uno solo.

Lo contemplo acostado, con mis manos en la nuca. ¡Asombroso! El cuadrado es tan negro que destaca en la penumbra como una mosca en un vaso de leche. Me revuelvo, intranquilo. Lidia no refunfuña. Si está molesta se lo calla. Golpearme no puede pues la tengo bien amarrada de brazos y piernas desde hace horas… ¡no!, días ya. Ahora recuerdo que le he dado de comer un par de veces.

La fatalidad me persigue: el cuadrado negro también habla. No, no habla; grita. Más, si cabe, que el antiguo cuadradito rojo. Y claro, mucho más que el otro cuadrado negro, que no pronunciaba letra. ¿Me pregunto si será el mismo? Pero divago. El hecho es que pretendo ignorarlo. Desgarraré mi cara, vomitaré, patearé el colchón, tomaré mis pastillas… Lo que sea, con tal de no oír su reclamo. Un reclamo sordo que llega a mí cual emergido desde el fondo de una cueva. Ese Me ahoga el dolor incesante (monótono tañido de campana que alborota los grillos de mi cabeza…). Fue culpa del cuadradito rojo, le explico muy serio, armándome de paciencia. Me ahoga el dolor. ¿Qué hiciste?… Me incorporo, tambaleante, y cubro el óleo con una sábana. En vano. Su Me ahoga el dolor sigue ahí, fluyendo a través de los agujeros de la tela; contenido, sofocado, como si estuviera bajo un metro de agua. Ahogándose. Me ahoga… ¡Ahógala!

Salto sobre Lidia, con una almohada le obstruyo nariz y boca.

—Tengo que asfixiarte. No te resistas.

¿Me habrá escuchado? Lidia forcejea, revelándose potra salvaje. Desorbita los ojos… Bastante hace, la pobre, con lo débil y abatida que está. Consumida por una pena que no alcanzo a entender, una pena que hasta la indujo a agredirme. Al final no tuve opción que no fuese atarla.

Sus estertores de gata herida provocan que el batín se le escurra hasta la cintura. Imagino su sexo al descubierto. Y hace tanto que no… Me siento a horcajadas en la almohada, mi lengua desciende para curiosear entre unos muslos que invitan. Escupo.

—¡Cerda, te lo has hecho encima!

No está funcionando. El aire se filtra por alguna parte. Retiro la almohada y me aplico a la tarea con ambas manos. Lidia maldice, llora, destroza mis dedos con sus dientes. ¡Arde como el infierno! Mi meñique se le aloja en la garganta. Tal vez sería razonable detener esto. Alzo la vista para implorar al Señor, y desde un espejo en sombras el cuadrado me urge con su negra mirada. Presiono fuerte en el rostro de mi esposa y un crac me anuncia que le he roto la mandíbula. Lo sentí en mis propios huesos, lo juro. De a poco se extinguen los resuellos.

Compré el “Cuadrado blanco”, de… ¿Marlowitz? Marlowitz. Pagué vía Internet e hice que me lo dejaran en la puerta. Por lo del hedor y los gusanos; además, mi mano derecha está gangrenada y no quiero alarmar a nadie. ¿Cómo describir este óleo? Es hermoso, discreto (quizá introvertido) y solo comunica paz. Y me arrulla. Duerme. Es, con certeza, el que buscaba. Duerme. Sí… Hoy descansaré y nada tendrá que ver el pomo de pastillas que he tomado. Duerme. Duerme. Sí, sí… ¿Y él, duerme?

—Como un angelito, querida. Buenas noches…

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