“En mi casa se reunían los masones, los domingos, tras la sesión de la logia. Recuerdo a uno, muy negro, médico de profesión. Otro era tan blanco que le decían Albino, el basurero del pueblo. No se trataban de doctor entre ellos sino de hermanos. Tal vez sea un poco lo que necesita Cuba: fraternidad, más que solidaridad”. Fueron las últimas palabras que pronunció Leonardo Padura frente al auditorio que acudió a escucharlo la noche del 20 de febrero de 2014 en la Iglesia Congregacional de Coral Gables.
Una hora —tal vez hora y media— antes, había sido presentado por el Reverendo Guillermo Márquez-Sterling, a nombre de la institución donde funge como pastor desde 1999 y de la librería Books & Books, auspiciadora del encuentro.
No se trataba de la presentación de su más reciente novela: Herejes, publicada como de costumbre por Tusquets Editores y en la calle desde septiembre de 2013. Salvo la lectura de un pasaje con el que Padura quiso ilustrar el deterioro cabalgante de su natal Mantilla (¿en representación de la Isla?), poco se dijo en relación con el texto. José Antonio Évora y Wilfredo Cancio Isla optaron por exaltar la amistad de larga data que les une al escritor cubano antes que indagar como periodistas en su quehacer literario.
Me pareció bien, sin embargo. Me pareció bien que un par de amigos se reunieran en Miami para homenajear a un tercero con el que hace años no comparten esas pequeñas zozobras cotidianas que comporta el vivir y trabajar en Cuba. Me olvidé por un instante del libro (no me hagan caso, lo que ocurrió en verdad fue que no me alcanzó el dinero para comprarlo) y me acomodé como pude entre los bancos de madera. En la habitación contigua, un empleado (¿de Books & Books?) ponía a la venta Herejes (me abstengo de mencionar el precio) y sendas versiones —en español e inglés— de El hombre que amaba a los perros.
Padura fue el mismo Padura cuyas disertaciones disfruté antes en La Habana, la última en un aula de la Facultad de Periodismo, adonde compareció invitado por Rafael Grillo y acompañado por el periodista norteamericano Jon Lee Anderson. El autor de Las Cuatro Estaciones no parece dispuesto a acomodar su discurso para complacer a ultranza a sus diferentes audiencias. “Hace un momento, en la entrada de este edificio, respondí las preguntas de una periodista que vino a entrevistarme sobre literatura”, mencionó un poco ¿en broma?
“Le interesaba mi criterio sobre la situación cubana, el futuro político del país o cualquier otra cosa. Hubo un momento en que decidí averiguar cuándo hablaríamos de literatura. Entonces terminó la entrevista… Ya he dicho antes que quisiera ser Paul Auster, para que solo me pregunten sobre literatura”.
Yo creo con toda honestidad —esto no lo dijo Padura, lo estoy diciendo yo ahora mismo— que los periodistas (los lectores en general) no van renunciar al asedio. El propio escritor ha mencionado que a los intelectuales se les suele pedir opinión sobre la realidad nacional en cualquier parte del mundo menos en Cuba. Creo también, con idéntica honestidad, que Padura ha tenido el decoro de obrar en consecuencia y asumir desde su narrativa el abordaje de temas que nuestros compatriotas merecen leer, en tanto dejaron su impronta en la conformación de la historia patria y, con mayor actualidad, ejercer un periodismo de opinión que muy difícilmente encuentra parangón entre los columnistas de la Isla. Con esas premisas resulta una quimera que alguien se constriña a conversar con él (únicamente) sobre literatura.
Tal vez con demasiada frecuencia (e insistencia) —sigo diciendo yo— han sido emplazados los escritores y artistas cubanos para que “se definan” políticamente hablando. Es una cualidad ¿genética? que suprime ex oficio las medias tintas. Se está de un lado, del otro, o simplemente no se está. En las imputaciones de “culpabilidad” por el mal nacional se puede llegar a los extremos más absurdos. No todo el mundo sabe —y esto sí lo dijo Padura— que la Divina Comedia fue la obra de un güelfo para atacar a un gibelino (o viceversa) en la Italia medieval (de cuya unidad el poeta era defensor). Nadie recuerda hoy si Dante Alighieri era el gibelino o el güelfo. Lo que todo el mundo sabe a ciencia cierta es que su poema constituye un monumento literario, además de representar uno de los momentos cumbres del pensamiento renacentista. El resto es pura circunstancia.
Entre mis mejores descubrimientos de la noche estuvo el enterarme (por boca de la propia víctima) de que uno de los tres ocupantes del púlpito —alguien, por supuesto, soltó el chiste de nombrar al escritor “Padre Padura”— asoma como personaje en más de un relato firmado por el autor de Herejes. Con toda probabilidad el más notorio ejemplo sea el de Wilfredito Ínsula, un individuo afeminado que aparece en Máscaras (novela de 1997), a quien Wilfredo Cancio Isla califica como “una de las maldades de la ficción de Padura” a las que ha tenido que sobreponerse “con una sonrisa”.
Otro gran descubrimiento (no tan bueno, quizá) está relacionado con la edad de los participantes. No pude sustraerme a la remembranza de las Ferias habaneras del libro, en las abovedadas capillas de la fortaleza de La Cabaña. Una de las que con mayor nitidez recuerdo fue la vigésima, en la sala Nicolás Guillén, el día que repartieron tickets y pretickets para acceder al local y adquirir un ejemplar de El hombre que amaba a los perros (en edición cubana de UNIÓN, 2010), que milagrosamente se esfumó de los estantes en cuestión de minutos. Ahí la mayoría de los asistentes eran jóvenes. Pero en la Iglesia Congregacional de Coral Gables la juventud brillaba por su ausencia. ¿Alguien se atrevería a esbozar una posible explicación del fenómeno?
La noche culminó —para nostalgia de este redactor— con una fila de auténtico sabor habanero (me refiero a una larga fila, no una fila cualquiera) para que los adquirientes del preciado volumen se acercaran al autor y obtuvieran su firma. Me autoexcluí, como podrá entenderse. Evoqué, sin embargo, mi fenecida etapa de periodista cultural y eché mano a la Nikon para tomar un par de fotos. Con luz insuficiente y un flash inapropiado poco podía lograrse, pero al menos serviría para ilustrar este texto, que escribo semanas más tarde en extenuante ejercicio de la memoria. Me disculpo de antemano por los inevitables olvidos.
Mi agradecimiento especial para los escritores cubanos Rodolfo Pérez Valero y Daniel De Prophet (y a Raquel, por supuesto, la esposa de Rodolfo), no solo por giving me the ride (darme la botella, en cubano) sino por la grata compañía y el ulterior chocolate con pastelitos de queso en el Versailles (al que por más que intente no consigo hallar un similar cubano durante la Feria del Libro o fuera de ella).
En lo personal, la historia que narra Herejes permanece anclada hasta hoy en territorio de lo desconocido. Me quedé en la sinopsis: el Saint Louis que en 1939 no pudo desembarcar en puerto habanero; el cuadro de Rembrandt en poder de la familia Kaminsky; la Cuba contemporánea (¡por supuesto!) y no soy capaz de imaginar qué más… No he leído la novela. Esa otra crónica, la de la lectura (herética, como es de rigor), se las debo. Algo va a ocurrir, lo verán. Alguien que aparece de improviso y te presta un libro, sucede todo el tiempo. El propio Padura, si puedo conseguir que lea esto, tal vez me envíe un ejemplar a Miami. Y si no lo hace, bueno, ¿qué tengo que perder? Diré que fue una broma y punto.