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Corpus y Canon: ¿democracia vs. autoritarismo?

Vamos a hacer un test. Escojamos la muestra a la manera de los cuentos: un ruso, un americano, un cubano, un chino, adicionemos hasta llegar a diez: un francés, un mexicano, un turco, un israelita, un sudafricano… y un chileno. Con la única condición de que sean sujetos al menos someramente enterados de asuntos literarios. Delante de ellos coloquemos un estante con libros todos de autores de Chile. Digámosles que escojan el volumen que se llevarían a casa para leer, uno sólo.

Estoy seguro que ustedes consideran innecesaria esta prueba, porque su resultado es harto previsible. Elemental: el 90 % se iría con Los detectives salvajes o 2666 por el nombre sonado de su autor. Roberto Bolaño, dios legitimado en el panteón literario. Lo mismo si repetimos el experimento con Perú: Vargas Llosa. Colombia: García Márquez. Con Cuba: Carpentier o Lezama. Y así…

Una ceiba prominente que hace lucir como hierbas ridículas al resto del bosque. Jesús desdibujando la figura de los demás empalados en la misma jornada. La “vara larga” (el kanón de los griegos antiguos) que impone su autoridad a los chicos del aula (los escritores menores). El Canon (modelo único) que hace invisible el Corpus (democrático conjunto).

La lectura canónica de la tradición literaria es siempre autoritaria. Reductora. Constriñe. Es una revisión que adelgaza hasta el extremo la infinita variedad de los autores y los textos literarios. La construcción canónica de la literatura bien podría representarse como el edificio opuesto a la Biblioteca de Babel borgiana. En lugar de albergue para todos, la vitrina para unos pocos libros elegidos.

Y el “crítico canonizador” no sería el personaje de Borges que se extravía y fracasa dentro del laberinto, sino el héroe Harold Bloom, que emerge titán de las entrañas del galimatías con la Lista Magna (Moisés que baja del Sinaí con la palabra de Dios). Con los libros exactos (y ninguno más que esos) que usted debe leerse antes de morir.

¿Para qué? Dicho en el Verbo del Señor Bloom: “Esa literatura, la canónica, (…) es fundamental conocerla si queremos aprender a oír, a ver, a pensar… A sentir…” Luego, el resto es semillero de barbarie, bazofia sintomática del “declive de la cultura”, instrumental de “La Caída”.

Ahora, según alumbra una noticia reciente, se prepara una nueva cruzada para poner “Orden en el caos. Jerarquización en la anarquía”.  Antes que ese Maelstrom irreverente del libro digital, en nombre de la libertad y la relativización de valores artísticos, se trague los sagrados valores, 57 “Blooms” de 14 países harán una inmersión en el “océano tempestuoso” para reflotar cien boyas: “una biblioteca de cien obras de ficción y cien de no ficción del mundo occidental que no deben faltar en las familias, en las bibliotecas de las casas”.

El propósito luce loable y difícil de contraatacar. Es “una respuesta a la banalización del contenido de la cultura en todos los ámbitos y peor en Internet”.

Pero, ¿hasta dónde puede un “esfuerzo enaltecedor” como este contribuir efectivamente a la conservación de la cultura y la educación de los seres humanos, y no terminar convirtiéndose en otro “recetario” o “reservorio de manual”, un catálogo de efecto boomerang que acabe ahogando, en cambio, el espíritu de libre indagación, tan caro al ser humano en su búsqueda de conocimientos y experiencias de la vida?

¿Cuánto de favor hacemos a la literatura circunscribiéndola a una cifra tope de “obras maestras”? ¿No hay implícita demasiada soberbia, o autoritarismo, en la creencia de que pontificar así un prontuario de libros es la solución a la barbarie cultural? ¿Acaso no hay valores estéticos, nada aprovechable, en todo aquello excluido?

A su manera, ese hacer a un lado la pila de rescatables, y el resto a la pira, no es demasiado distinto de la hoguera de libros de los nazis. ¿O acaso exagero?

Para los amantes del canon no parece haber obra maestra desconocida, preterida, o perdida, por la circunstancialidad de las ideologías o del gusto de la época, o por el pragmático interés de la política. Al igual que los devotos de la capacidad reguladora del Mercado, confían en una milagrosa virtud del Azar para, espontáneamente, “salvar” lo que brilla.

Se oponen al nebuloso relativismo con un determinismo no menos confuso y hasta ingenuo. Creen que ha sobrevivido, y sobrevivirá siempre, por “no sé qué”, lo que valdría la pena. Quizás sobreestiman la Memoria, porque la piensan así, en mayúsculas y como cualidad metafísica, y no de compañera del contingente olvido.

Por eso (y así ofrezco ya respuesta definitiva a los que se interrogan sobre este punto), Isliada nació aliada del Corpus y no para pontificar al Canon de los de siempre. Ni para enterrar su propia y caprichosa vara con la que medir a incluibles y no.

Los hombres invisibles no nos gustan. Creemos lamentable tanta literatura cubana invisible. No hay que conformarse con Bolaño en mano si hay cientos de autores volando.

Porque en definitiva, si es tal el estado de catástrofe de la cultura, ¿acaso para el que está en el fondo del pozo, simplemente leer, enfrascarse en la lectura de un cuento cualquiera, no es ya ir mejorando?

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