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Confesiones

La segunda vez que lanzó la mirada a la calle, la dejó rondar las fachadas disparejas, elevarse sobre el montón de construcciones y caer de golpe contra el campanario de la iglesia. A esa hora del día el crepúsculo acentuaba el color amarillento de El Sagrado Corazón y lo tornaba irreal. Siempre rezaba antes de hacer un trabajo, así resolvía lo del arrepentimiento. Sería difícil lograr la salvación, tocar el paraíso, pero al menos Dios sabría sus intenciones. Nueve Padre Nuestro y un Ave María recitados casi poéticamente frente a la cruz, y luego la confesión. No subía la vista, le aterraba la mirada final de Cristo, la fuerza redentora.

Le indicaron esperar allí, y llevaba varios minutos sentado en la antigua fondita china. El carro frenó discreto. Mercedes Benz antiguo, color marrón, cristales reservados. El conductor sacó una mano e hizo la contraseña: dejó caer el papel de confitura y continuó la marcha. Los tipos nunca daban la cara. No se apresuró. Bajó dos dedos más el refresco y salió.

—Es mío —dijo el niño agachándose primero, burlón.

De dónde carajo había salido. Quiso ser amable, aquellos pequeños diablillos podían desarmarte con una pregunta, joderte un buen negocio.

—¿Podemos negociar? Te compro el papelito.

—No es un papelito, es un tesoro.

—Está bien, te compro tu tesoro.

—Los tesoros no se venden, si no dejarían de ser tesoros.

Perdía su precioso tiempo. Aún le faltaban las oraciones y la iglesia cerraría en media hora. Tuvo el impulso de sacar la pistola y despacharlo, porque ya no veía a un adorable bebé, sino a un monstrico que se le reía en la cara. No, no disparaba a menores. En su historial contaban ancianos, hombres, mujeres, putas hermosas, enfermos, tullidos, maricones, jamás niños. Había perdido algunos clientes debido a aquel precepto inviolable. Algún día, si llegaba vivo a los sesenta, se mudaría a otra ciudad, fundaría una familia y tendría a su pequeño salvaje.

—Un peso y te compras veinte como ese.

—Cinco, y me compro cien.

El niño continuaba enseñando la sonrisa maligna. Metió la mano en el bolsillo. El billete más pequeño era de diez.

—Me vas a estafar, cabroncito.

El niño tomó el dinero, soltó el papel y escapó corriendo. Retornó a la mesa. Lo abrió y se quedó mirando muy fijo. Nunca conocía a sus víctimas, Dios le evitaba esa prueba, y ahora de repente el nombre y el lugar le resultaban angustiosamente próximos, y hasta el rostro se le quiso construir en la memoria. No pudo terminar el refresco, estaba caliente. De no ser un día laborable hubiera preferido pedir aguardiente, salchichas chinas. No bebía antes de hacer un trabajo y de las salchichas solo quedaba el recuerdo. Enfrentaba a la víctima cojonudo, contrario a otros matones que se emborrachaban para darse valor y no recordar ni arrepentirse. No necesitaba el alcohol ni la droga, su deuda espiritual quedaba saldada, y al día siguiente, hombre nuevo.

Guardó el escrito. Mala suerte, dijo. Era una prueba, estaba seguro. Él se debía a su profesión, a su destino. La única sangre no derramada sería la de los ángeles–niños, aunque fueran pequeños bandidos como el reciente. Los demás quedaban condenados.

Pidió otra cola. Bebió varios sorbos. Exigió la cuenta. Se paró en la acera y volvió a subir la vista hasta tocar la punta del campanario. No quiso seguir pensando en la cara conocida. Acostumbraba a cambiar de iglesia. Todos los párrocos terminaban confidentes de la policía. Quería liberarse. Confesaba el crimen no cometido aún y el cura de turno, aunque fingiera parsimonia, se sobresaltaba con la noticia y las palabras olorosas ya a muerte: Padre, debo matar a un desdichado, y a pesar del pecado mi alma se mantiene limpia, no hay rencor y ya estoy arrepentido. He sido elegido para mandar malos espíritus al infierno, ¿comprende?, un trabajo común, como carpintero o abogado. Ya recé varios Padre Nuestro y un Ave María. ¿Me absuelve? Absolvía, y salía disparado para la estación de los polis. Trompetas, traidores de sus juramentos. En El Sagrado Corazón encontró tolerancia, la voz amable, las palabras piadosas del párroco, que no fue directo a los fianas sino a su casa. Quiso comprobar su integridad, el aguante, y repitió una vez más la revelación criminal, las mismas frases, y la actitud no cambió. Entonces decidió elegirlo confesor espiritual, sin fiarse del todo. Mantenía discreción y se transformaba en cada visita: a veces barba y gabán, a veces afeitado y sombrero, o gafas y bigote. La relación fluía natural, a través del confesionario.

Caminaba comedido, como acostumbrándose a la idea. Llevaba la mano izquierda en el abrigo, el papelito apretado dentro. Entró a una florería. Llevar flores estaría bien, lo precisaban las ocasiones especiales. Compró doce girasoles pensando en los doce apóstoles. Un girasol a cada mediador y todo resuelto. ¿Bajo qué santo había nacido? San Felipe Neri, confesor, un santo pequeño, olvidado.

Miró las flores complacido. Le seguía picando la garganta, pidiéndole a gritos el trago fuerte. La garganta o el miedo, porque inexplicablemente comenzó a sudar algo desmedido. ¿Miedo a quién? A Dios quizá. Lo probaba, quería verlo dudar, desfallecer. No puedes hacerme esto, Señor, sabes que es solo un trabajo más y debo cumplirlo bien o me autodespido del mundo.

Volvió a la fonda. El mozo le sirvió un doble. Violaba un precepto sagrado. El ron desapareció a través de su boca y saboreó el ardor, el gusto añejo.

Quedaban pocos minutos, pronto cerraría la parroquia. No era fecha de grandes santos, la encontraría desolada. Mantuvo el paso medio, la vista fija en lo alto, posada en las torres. Se le ocurrió silbar su melodía preferida, Más allá del cielo. Milagros Vocecita la cantaba magistral los domingos en el Ruiseñor, un bar de Oriente. Una negra con voz de mezzosoprano blanca, aunque no le gustaba que le dijeran eso. Las voces eran incoloras y ella no tenía culpa. Cierto, no se podía culpar de impostora, porque hasta cuando hablaba dejaba escapar el timbre filtrado, y quien la escuchase sin verla creería estar oyendo a una jovencita blanca y no una negra camino a los cincuenta. De haber tenido menos años le hubiera propuesto matrimonio. La voz lo cautivó. Se pensó alguna vez cambiando de oficio, de matón a empresario musical, promotor de la sin igual Milagros, talento le sobraba. Conquistarían Europa, los Estados Unidos. ¿Qué pasó con Milagros Vocecita? No se supo. Apareció muerta en un hotel, dos puñaladas le rompieron el corazón. No creyó que lo molestara tanto una muerte; él, acostumbrado a tantas. Intentó averiguar entre matones y gente baja. Nadie sabía. ¿Por qué venía Milagros Vocecita a sus pensamientos? Quizá porque todas las muertes fatales se relacionaban, y esta de hoy también lo inquietaría.

Recordó que no había instalado el silenciador. Pensó pasar a un baño público y colocarlo, sin embargo allí podría encontrar a algún mirón insistente. El confesionario podía servir, lo utilizó en otras ocasiones, su sangre fría lo acompañaba.

Los dos policías apostados en la esquina de Rosario y San Rafael lo escudriñaron indiscretos. Cambió de acera. Los policías siguieron velándolo. ¿Qué coño miraban? A lo mejor los girasoles gigantes. Se detuvo a ojear dos o tres vidrieras y espió la esquina. Los agentes reanudaron el diálogo y le quitaron la vista.

Cuando llegó a la iglesia, el sudor le corría de la espalda a las pantorrillas. La vida colocaba trampas, entrecruzaba los caminos. ¿La vida o Dios? Daba igual, alguien torcía las cosas e impedía su flujo normal, inventaba el dolor y se gozaba en la tragedia. Elegía a hombres como él y los utilizaba como instrumentos ¿Con qué fin? Dios sabría. Muchas cosas no tenían explicación, y buscarla significaba perder el juicio, descreer, confundirse.

Dos mujeres rezaban delante y un hombre detrás. Una tercera aguardaba junto al altar. Demasiadas personas, tendría que esperar la hora del cierre y velar que ninguna devota fanática se quedara rondando. Debía de ser adentro, los demás lugares engendraban mayores complicaciones. Se persignó y respiró profundo. Sin levantar la vista, se arrodilló a los pies de la cruz y colocó los girasoles. Se misericordioso, Señor, tu hijo viene a ti humilde y confundido. No quiero profanar tu casa, solo hago mi trabajo. Pronunció nueve Padre Nuestro y un Ave María, ni más ni menos. Se retiró a las últimas filas, cerca del hombre que tenía la cabeza apoyada en el asiento. Parecía dormido o borracho, vestía mal. Pobre diablo, pensó.

La iglesia no demoró en despejarse, solo quedaba el hombre, que seguía inmutable. El cura salió del confesionario y él se le adelantó.

—Necesito unos minutos, padre, no demoraré.

Miró de soslayo al Cristo y entró persignándose. El confesor no lo reconoció hasta que empezó a hablar:

—Debo matar a un desdichado…

Sacó el silenciador y lo fue enroscando sin ganas. Tuvo que secarse el sudor de la cara, controlar las manos, tomar fuerzas para seguir hablando. Pensó en el hombre de la última fila, la distancia le impediría escuchar.

—…comprenda, solo hago mi trabajo, Padre, un oficio más, como carpintero o abogado. Usted sabe entender porque cumple su misión como nadie, lo he comprobado: dos confesiones de trabajos de muerte y se va a casa a guardarse el secreto. Es muy duro mi empleo en un país como este, quedan muy pocos curas dignos, ¿sabía que la mayoría son confidentes de la policía? Dios los juzgará, y a mí, a lo mejor, llegue a perdonarme, y usted no deberá hacer menos. Sepa que no hay rencor en mi corazón y ya estoy arrepentido. ¿Me absuelve?

Terminado el “en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”, dos balas atravesaron el cráneo frontal del clérigo y se alojaron en su cerebro.

Buscó rápido el fondo, los bancos finales. Notó la ausencia del hombre. Apenas puso un pie fuera del confesionario, descubrió la punta del cañón apuntándole entre dos brazos firmes, provenientes del hombre en harapos. Miró al Cristo. Recuperaba cierta paz, cesaba el sudor, la leve culpa. La voz imperativa le ordenó tirar el arma. Intentó levantarla, pero los disparos no llegaron a cruzarse, el otro se adelantó. Mientras caía, se sorprendió pensando en Milagros Vocecita. Más allá del cielo.

Los curiosos invadieron la iglesia. El policía vestido de malavida habló como si se disculpara:

—Nunca creímos que el cura fuera el próximo. No le dio tiempo a salir del confesionario, a hacer la señal acordada.

Llegaron más policías a despejar la muchedumbre. Una ambulancia se llevó los cuerpos. De una de las manos cayó el papel de confituras. Nadie lo advirtió excepto un niño. Lo agarró sigiloso y lo guardó en su bolsillo. Reía.

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