Lo que llamamos amarnos fue quizás que yo
estaba de pie delante de vos, con una flor
amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas
verdes y el tiempo soplaba contra nuestras
caras una lenta lluvia de renuncias
y despedidas y tickets de metro.
Julio Cortázar
Debí haber sospechado desde la primera vez, pero mi falta de entrenamiento y la lejanía de Manuel contribuyeron a que no. A que yo creyera que una vez más un hombre se sentaba a mi lado con la misma intención con que lo había hecho Manuel diez años antes, en el centro de Centro Habana, y te dejé estar.
Aquella vez estaba llorando por el hombre que precedió a Manuel, y esta por Manuel, pero dejaste que yo terminara de llorar antes de decirme que seguramente era yo recién llegada; y no sabía que a los cubanos no se nos permite llorar en Central Park. Que si acaso sobre el agua, mientras el South Ferry recorre el espacio entre Manhattan y Staten Island, y que tú me llevarías aunque no era necesario que te contara.
Que cuando tu viaje de verdad, el de hace nueve años, lloraste todo lo que quisiste sobre el agua y que, en cuanto te recogieron, te secaste del todo, y que tomas el ferry cada 24 de mayo para autocelebrarte el éxito de la balsa que tú mismo construiste, y también para llorar por no haber llorado en los últimos once meses antes de volver a tomar el ferry.
Yo, que no sospechaba, me alegré de que fuera 24 de mayo, día de tu paseo por el Hudson, y de que tuvieras los ojos tan claros, y bajamos juntos por la 5ta. Avenida hasta el final, donde el viento comenzó a soplar contra nuestras caras mientras insolentemente dábamos la espalda a la mujer de la antorcha. Fíjate que el agua es siempre la misma, dijiste en cuanto abordamos el ferry, y si todavía te quedan lágrimas es aquí adonde pertenecen, y si quieres contarme es aquí, montados en este simulacro de barco, dónde puedes hacerlo.
Vine por tres semanas, te conté, a hacer lo que ya hice, así que no me compadezcas, en una semana voy a regresar.
¿Regresar a qué?, preguntaste.
A todo, dije yo.
(Si te contestaba “adonde pertenezco”, no solo aburrida iba a parecerte sino discursiva, de un retoricismo tan ineficaz como fuera de moda. Si te decía “voy a volver a la realidad”, me creerías incapaz de imaginación; y si se me ocurría evitar tus juicios simplemente quedándome callada, podría envolverme en un aura de misterio impostor que nada bien me iba a quedar).
Así que te dije:
A todo. En una semana regreso a todo.
Fue la primera vez que te vi reír. Nada era perfecto y por eso mismo me pareciste irresistible. Un diente fuera de lugar, una diminuta cicatriz en tu labio inferior y la lengua demasiado temblorosa en el centro de tu carcajada, hicieron que me divirtiera la estupidez de mi respuesta y empecé a pedirle perdón a Manuel por lo que estaba pensando en aquel momento.
Ahora ven, dijiste en el medio de mi solicitud mental de perdón. Te voy a llevar a Saint Patrick para que enciendas una vela, y luego al Rockefeller Center para que veas dónde se patina mucho antes del 24 de mayo, y cuando se haga de noche, a Washington Square, donde siempre hay locos más locos que yo; y fue entonces la primera vez que montamos juntos el metro.
Un japonés tocaba flauta en la estación y ¿cómo no sospeché cuando no tomaste mi mano? No fue una vela lo que encendimos en Saint Patrick sino seis, tres cada uno de nosotros, y a pesar de que te espié con el rabillo del ojo no pude saber qué estabas pidiendo, mientras a mí no me parecían suficientes todas las velas del mundo para que Manuel llegara a perdonarme por lo que yo estaba deseando. La foto que me tomaste allí es la peor de todas. Mi perfil apenas se distingue en la oscuridad, la luz de las velas es solo un vestigio borroso y el inmenso vitral resulta demasiado lúgubre; mucho más que cuando te pedí que nos fuéramos.
Como era 24 de mayo y no se patina, nos sentamos a comer en la pista del Rockefeller Center, y como no servían comida china tuve que sustituir el chicken with broccoli rutinario del East Side por el tuna sandwich que no solo me sugeriste sino que pagaste, porque la invitada era yo, y me correspondía el patético protagonismo (pero protagonismo al fin) de quien está verdaderamente de paso por la ciudad donde el cosmopolitismo acaba por convertirse en el estado natural, y me preguntaste si era verdad lo que dije en el ferry, de que no me iba a quedar.
Pensé contestarte que era verdad y mentira, que me iba y también me quedaba, porque solo yéndome sería posible regresar. Que de alguna extraña manera no había llegado nunca y siempre me había quedado. Pero cómo explicarte que aunque Riverside Drive en todo su infinito trayecto me fuera tan familiar como la vedadense calle 23, y las Twin Towers tan elegantes y disparatadas como el Empire State, yo seguía rogando que Manuel me esperara en una semana y que por eso había llorado en Central Park, imaginándomelo sin esperarme. Que no había encontrado el anunciado glamour en esta ciudad que después de todo no era tan diferente a La Habana, como ya había leído antes y, en fin, cómo decirte que yo prefería seguir añorando a la ciudad que se parece a La Habana, pero no lo es, y viajar hasta Regla para recordar al Hudson y dar vueltas por la calle Zanja para volver a Chinatown. Cómo decirte que si es verdad que la mejor relación que se puede tener con una ciudad es la añoranza, como dijo Borges, no se me ocurría reservar ese privilegio para La Habana, sino para esta otra, donde nunca me estaría esperando Manuel, ni tendría que perdonarme los deseos que yo estaba sintiendo por tus ojos claros y por tu imperfecta boca en los momentos en que aún no sospechaba. Como no ibas a entender mis complicados argumentos me limité a decirte “Sí, voy a regresar. Vine a un encuentro de estudiosos caribeños, que ya terminó”.
No comentaste nada, me llevaste en ómnibus a Washington Square, en el momento en que la locura se disfrazaba de espectáculo que termina con petición de donativos; y de allí fuimos caminando a la parte baja del East Side, donde yo estaba viviendo con el resto de los caribeños del Estudio.
En el camino me preguntaste por Coppelia, por el cine Yara, por el Teatro Nacional, por la Casa del Té y por Santa María. Te costaba trabajo creer lo que yo te decía, y me imaginaba ridícula guiándote por los lugares donde no estábamos. En los bajos del edificio anoté tus teléfonos, y nos despedimos hasta el otro día con un chao que rebotó contra el muro de la entrada; y fue esa noche la primera vez que sospeché que nunca nos pediríamos más de lo que nos estábamos dando.
Me esperaste en la esquina de la calle 8 al almuerzo siguiente; y aunque querías entrar en el Tatiana, terminamos comiendo asados puertorriqueños en el restorán Odessa de la calle A, y te me acercaste justo lo imprescindible para la foto que tomó la camarera, y fue cuando sentí tu perfume.
Demasiado suave para mi gusto, demasiado lejos de la acostumbrada rudeza de Manuel; pero no puedo decir que me resultara desagradable, y aunque ya no era el momento de mis primeras sospechas, todavía me pregunté si realmente no podría yo lograr que, en algún momento, antes de que terminara la semana, ocurriera algo que luego Manuel tuviera que perdonarme. Inmediatamente después del flash en el Odessa, aprovechaste para levantarte a recuperar la cámara que la puertorriqueña me extendía, y dijiste que ya era hora de irnos a los Claustros.
De nuevo el metro, esta vez sin japonés, por el Train A que nos llevó hacia el final del túnel hasta la 190 Avenue, cuando ya solo quedábamos tú y yo. Tan subterráneos estábamos que me silbaban los oídos, y como no te escuchaba, me señalaste al ascensor que nos llevaría hasta la superficie.
Salimos a la entrada de los Jardines y me imaginé delante de ti con una flor amarilla en la mano, como si estuvieras sosteniendo las dos velas verdes de que hablaba Cortázar, que tan bien nos hubieran venido para atravesar los misteriosos pasillos de los Claustros, aunque en realidad no teníamos nada. Como idea era excelente, no solo para homenajear a Julio, sino para explicarme por fin la causa de que nuestros dedos no se rozaran porque bien pueden un girasol y dos cirios impedirlo, y no tu obstinada manía de estar siempre a mi lado como si no estuvieras.
Recorrimos toda la tarde cada esquina de los Claustros; salimos de nuevo a los Jardines y volvimos en el metro, en una de cuyas estaciones escuchamos de lejos la flauta japonesa; y nos bajamos al anochecer, lo más cerca posible de Times Square, sin decirnos nada.
Ya me había acostumbrado a la idea de que eras una especie de David, como el de Lisa, que jamás expone su piel al contacto con otra; pero que no nos habláramos en todo el viaje me resultaba excesivamente incómodo, así que esperé a estar frente a las noticias, que parecen aladas, para pedirte que me acompañaras al East Side por última vez y me dejaras allí.
Lo dices porque he estado callado, dijiste sonriendo, como siempre encantador. Estaba pensando adónde llevarte después de los Claustros, y creo que ha llegado el momento de darte una sorpresa. No me preguntes nada y sígueme, y cuando lleguemos a donde vamos y veas lo que vas a ver, tampoco me preguntes.
Yo pensé en Manuel y en cómo explicarle, pero me dejé guiar; y fue así que atravesamos varias calles del enrevesado Times Square hasta que entramos en un edificio de la calle 43. Del ascensor nos bajamos en el piso 19; y yo, comenzando a temer que tal vez me esperaban atrocidades que nada tenían que ver con los pensamientos adúlteros y eróticos de dos días atrás, te seguí hasta un cuartico que tú llamaste, académicamente, El Estudio. Me senté en una cama, que era el único sitio disponible, mientras cerrabas la diminuta puerta y atravesabas los centímetros que faltaban para llegar a lo que supuse era la ducha, parcialmente oculta tras un pedazo de pared cubierta de fotos enmarcadas.
Rogué para que no se te ocurriera desnudarte delante de mí y para que lo hicieras de una vez. Seguía sin comprender qué había sucedido durante las cuarenta y ocho horas que llevaba conociéndote, o mejor, sin comprender por qué no había sucedido nada; y deseé que acabara la pesadilla de estar pidiéndole perdón a Manuel por tu lengua en mi boca y entre mis piernas, por tu mano en mi mano y mi lengua en tu boca y por ti dentro de mí, cuando en realidad lo único que conocía era tu perfume demasiado suave, la esquiva claridad de tus ojos y la divina imperfección de tu boca. Pero entraste vestido a la ducha, y en cuanto sentí el sonido del agua cayendo, me detuve a contemplar las fotos enmarcadas.
No tenía idea de cómo llegar hasta el lugar de los estudiosos caribeños del otro lado de la ciudad; así que no se me ocurrió huir de la extraña cueva a donde me habías llevado, y por decirlo de alguna manera, me abandoné en aquella cama a la suerte loca que mi loca cabeza había escogido desde que te sentaste a mi lado en Central Park mientras yo lloraba extrañando a Manuel, que ahora definitivamente no iba a poder perdonarme.
De nuevo recorrimos los Claustros, salimos a la entrada de los Jardines; otra vez me imaginé delante de ti con una flor amarilla en la mano y, antes de que nos cayera una lenta lluvia, montamos en el metro. Le regalamos dinero al japonés de la flauta y fuimos a cenar al café español de Carmine Street, porque tu querías que yo comiera la súper Mexican cuisine, y no hay mejor lugar para la comida mexicana que el Café Español.
En el momento de partir, me señalaste dónde recoger mi abrigo para no tener que ponérmelo tú mismo, y así evitaste una vez más que se estrechara el espacio que habías establecido entre nuestros cuerpos; y fue cuando me pediste que estuviera lista bien temprano, a la mañana siguiente, porque me tenías preparada una gran sorpresa para el cuarto día.
El viaje a Rochester me resultó maravilloso a pesar de que fuimos en asientos separados, porque te volteabas a cada rato desde tu sitio en el avión para sonreírme; y desde el fondo de tus ojos claros yo volví a pedirle perdón a Manuel por ya no sabía qué.
Alquilaste aquel carro fenomenal apenas llegamos; y yo, que obedientemente no había preguntado nada, me abandoné, por decirlo de alguna manera, a la suerte loca que mi loca cabeza había escogido; y me dormí en el asiento de atrás mientras tú manejabas por largas y largas carreteras.
Me desperté cuando parqueabas, y fuimos caminando juntos hasta que el sonido del agua cayendo, llegó a nosotros y nos detuvimos.
Más que contemplar, lo que hicimos fue sentir la caída de las aguas. Sentir la voluptuosidad increíble de los remolinos que ellas mismas forman antes de suicidarse todas juntas. Al mismo tiempo, sentí que estabas a mi lado, a la distancia que estaba del final de las cataratas, y que ibas a ser siempre tan intangible como el frío infinito de la muerte que espera a las aguas desde las alturas donde tú y yo estábamos parados; pero ni eso ni el hecho de no ver a las palmas de las que habló Heredia en su Oda hicieron que yo renunciara a ti. Ni el recuerdo de Manuel iba a lograr que yo renunciara a ti; y a pesar de la lluvia me imaginé con una flor amarilla en la mano, mientras el tiempo soplaba contra nuestras caras, cuando solo faltaban tres días para mi regreso.
Como estábamos en la periferia de la gran ciudad, me llevaste a visitar los pueblos que rodean las cataratas, y te reías (ya sabemos cómo) cada vez que yo insistía en buscar restoranes chinos para no traicionar a mis iniciales cenas de chicken with broccoli; y en el carro alquilado pasamos dos noches junto al Eastman Museum, lugar que escogimos como una suerte de hogar en Rochester.
Fueron noches que nos sorprendieron de pronto, después de dar vueltas y vueltas buscando los lagos, que se supone dibujen los dedos de Dios, aunque sólo encontramos al Ontario, según el mapa que obtuviste junto con el carro.
Nos sorprendía la noche cuando apenas te quedaban fuerzas para manejar hasta el Museum; y nos dormíamos en el parqueo, que era nuestra casa rochesteriana. En realidad, tú te quedabas dormido antes que yo; y por eso nunca supiste que yo te espiaba desde el asiento trasero, y te veía dormir durante un rato, preguntándome cuál era el secreto de las distancias que nos separaban, las poderosas razones que existían para que un hombre que inicialmente me había recordado a Manuel, se negara al único regocijo que no podría darle toda su amada agua del mar ni la de los ríos ni jamás la de los lagos de Dios.
En el avión de regreso hacia la ciudad que yo había escogido para futuras añoranzas, volviste a estar separado de mí, como era previsible, y fue cuando me anunciaste la verdadera gran sorpresa que habías guardado para mi día final.
Me acompañaste desde el aeropuerto hasta el East Side y me dejaste en los bajos del edificio de los caribeños estudiosos; dándome unas horas para arreglar el equipaje que yo debía llevarme en la próxima madrugada para mi definitivo encuentro con Manuel.
Pregunta por Christopher Street y en la noche nos vemos, fue lo último que me dijiste antes de que yo subiera recorriendo los apartamentos, pidiendo una flor que fuera amarilla y dos velas que fueran verdes, dispuesta a sorprenderte con las primeras páginas de Rayuela.
Ni la música ni las luces de la calle donde íbamos a encontrarnos, me resultaron particularmente atractivas para que nos regaláramos el espectáculo que cada uno había preparado para la ceremonia final; pero empecé a recorrerla buscándote, segura de que tu sorpresa iba a ser tan inolvidable como la mía, y ya me conformaba con el simple recurso de que no pudieras olvidarme.
Para decirlo de alguna manera, el mundo de esa calle era un mundo raro para mí, y mujeres-hombres me pedían permiso para entrar en los bares enfrente de los cuales yo me había detenido a contemplar la rareza de hombres-mujeres con muchísimo mejor aspecto que yo, porque obstaculizaba la entrada con la idiotez de mi curiosidad; hasta que me convencí de que, en realidad, la rara allí era yo, con ese patético afán de asombrarme, y seguí buscándote por toda la calle.
Absolutamente ignorante de las señas que cruzaban de una acera a la otra, estuve recorriendo cada pedazo de la calle, resistiéndome a creer que íbamos a tener un final al estilo de O. Henry cuando yo había escogido a Cortázar; y esperando que aparecieras en cualquier momento para mostrarte la flor amarilla, fue que llegué a la exhibición de fotos de Christopher Street.
No tan bien enmarcadas como las que había visto frente a la ducha de tu cuarto en Times Square, pero estaban allí, igualmente impúdicas, las imágenes de tus labios abrillantados con el color mandarina de Helena Rubinstein, y del rizo perfecto de tus pestañas que lograbas con Lancôme. Fotos con miradas tuyas que de nuevo me resultaron tan insostenibles como cuando saliste del baño, envuelto en una bata de mariposas moradas, el día en que me miraste con una lujuria que en nada se parecía a la de Manuel; y como no pude decirte en qué me estaría convirtiendo si me mirabas de esa forma, ni de qué tendría yo que disfrazarme para que al fin me amaras, terminé pidiéndote volver a los Jardines de los Claustros.
Fotos tuyas, con la belleza inalcanzable que ya conocía; pero con la diferencia de que en plena calle se exhibían no solo los rostros, cuyas copias tenías en la pared del Estudio, sino también fotos de tu cuerpo y de los instantes en que tu cuerpo había recibido el placer que se reflejaba en tu cara.
Verte allí a través del cristal de la exposición, en papel y de cuerpo entero fue lo peor que me pudiste sugerir; y es por eso que empecé contándote lo que no sabías, porque no fue elegante que me dijeran las acrobacias de las fotos lo que tú no pudiste, justo la noche en que yo te esperaba, en medio de una lenta lluvia de renuncias y despedidas, sólo para decirte que fue la ambigüedad de algunos momentos a lo que quizás llamamos amarnos; estando yo delante de ti con una flor amarilla, mientras tú sostuvieras dos velas verdes.