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Cómic

Para Duchy Man y John Howe,
Para Neil Gaiman, por supuesto,
por pintar sueños,
Y para Juan Pablo que desde el principio, incluso
mejor que yo, supo de qué iba esto… gracias Juan Pa.

Dourth Nanko fue rodeado por los cuerpos de sus Iluminados. Hasya, el más fiel y antiguo, maestro de los otros cinco, se dirigió respetuoso a su señor.

––Estamos atrapados, nos alcanzarán, Milord. Podríamos buscar una ventana, pero solo puedes escapar tú.
No sería la primera vez. Ojos de Agua, Dina, Oryo y Makesta se habían sacrificado de la misma forma en otras ocasiones.
Algunos mundos no caían de rodillas así tan fácil y era una delicia aplastar toda resistencia, pero también un riesgo. Un riesgo que había que correr para seguir siendo el mejor, el más poderoso y temido, y para llevar a todos los universos la verdad.
––Me quedaré ––suspiró—. Esta vez no huiré, afrontaremos esto juntos, los siete.
––Pero mi señor…
––Calla, Hasya, nuestra Señora no nos abandonará, porque sabe que todo lo hacemos por su gloria, por llevar su nombre e Imagen a todos los universos.
Hasya apretó los dientes y sus dedos se engarfiaron en torno a su espada. Dourth abandonó la protección de sus Iluminados y se colocó junto a ellos, como un guerrero más.

––¡Mátalo! ––había ordenado Gabe, y Selene tembló como si aquella voz le hubiera ordenado cortarse las venas.

Había estado riendo un chiste (Gabe no hacía un solo chiste del que no te pudieras reír) y se atragantó la risa.

––¿Eh? —preguntó de una forma más bien estúpida, con lágrimas de risa aún corriéndole por una mejilla y dándole el aspecto vulnerable que no debería tener al recibir semejante orden.

Gabe se acomodó en su poderosa silla, tras el poderoso escritorio que le correspondía a su casta de poderoso editor. Su cuerpo enorme llenaba la poltrona y presidía la oficina intimidando a todos los que iban a verle. Las manos de gruesos dedos se enlazaron en un gesto que tal vez el Gran Caudillo de la agencia consideró tranquilizador, pero que a Selene le pareció una pantomima de ahorcamiento de sus sueños.

––Pues que lo mates, niña, es demasiado viejo y popular. La época de los héroes del cómic con más de diez años ya ha pasado, la información se mueve demasiado rápido y la competencia es atroz. Presiento que este tipo caerá pronto y es mejor que lo matemos ahora que todavía es oro, antes que se nos haga tierra en las manos.

Los presentimientos de Gabe hasta ahora habían resultado acertados. Pero podía estar equivocado, aunque fuera esa única vez.

La criatura arquetípicamente masculina, impredecible y poderosa, líder de multitudes, guerrero habilísimo, prototipo de un género de belleza a la vez maligno y angelical, era para Selene su hijo, su amante, su esclavo y amo, y su amigo más fiel.

La gente había caído rendida a sus tiranos pies en el momento mismo que abrió las páginas del primer tebeo. En esa aventura Selene pensó colocar en el papel principal a otro, pero el novicio guerrero Dourth Nanko lo mató y se hizo con el protagonismo. La dibujante pensó que no era lo que había pensado al principio, pero el carisma del nuevo personaje bien valía desechar la idea original.

Aquella impresión debutante era en papel barato, los colores económicos resultaban demasiado ordinarios para la profundidad y belleza de la historia. Dourth Nanko se hubiera visto apagado y común si no estuviera investido con el encanto que ahora, años después y en mejor impresión, se había consolidado ganando multitudes de fanáticos a favor y en contra.

Batallones de padres, clérigos, senadores, críticos y maestros le habían jurado la censura, a causa del exceso de violencia que derramaba desde las páginas, hilvanada con una coherencia casi poética y algebraica.

Los chicos, luciendo cortes de pelo iguales al de Dourth Nanko y vestidos con camisetas donde campeaba su imagen, acechaban cada estreno; y las tiendas especializadas debían llamar a la policía cuando la caterva adolescente (no tan adolescente a veces) se solazaba en contiendas tumultuarias.

Los cuadernos escolares mostraban dibujos copiados de la saga por manos infantiles y adolescentes, y líneas completas de mercadería, productos de escritorio, camisetas, portavasos y todo género de cosas inútiles, explotaban la imagen del guerrero sacerdote para alimentar el insensato consumismo de un público enamorado de Dourth.

Los expertos coleccionaban cada número y los pagaban con largueza, incluso aquellos feos primeros folletos de dudosa calidad. Y el mejor regalo que podía hacer un amigo era el último número de las aventuras guerreras, asesinas, diplomáticas o amorosas de Dourth Nanko.

Varios estudios de animación se disputaban los derechos a llevarlo al cine y los salones de arte gráfico eran considerados un fiasco si Dourth Nanko no estaba presente como tela de conferencia para detractores y apasionados.

Incluso habían olvidado que era obra de ella. La creación había opacado definitivamente a su creadora y Selene, antaño gris dibujante de portadas para ediciones baratas, sentía ese olvido como la confirmación de cuán genial era la saga de El Tirano de los Universos.

Él seguía siendo el mismo del principio, más rudo, más triste. La dibujante lo había marcado un poco, solo un poco, acariciándole los párpados con arrugas tan leves como pelillos, afilando los pómulos y la barbilla, apretando la boca y agriándole una pizca la expresión. Nadie lo había notado, pero ella sí.

Y así debía ser. Al principio solo era un niño, un pichón de guerra, frágil semilla de secuoya que amenazaba con romper el terreno y amoldarlo al gusto de sus raíces para presidir sobre la tierra como un árbol poderoso y enorme. Pero ahora era un hombre, un hombre hecho que se había tintado el alma con sangre ajena, que había perdido o matado amantes, amigos, hermanos, y tenía toda una hecatombe de pueblos ardiendo en la conciencia. Había pasado de ser una amenaza planetaria a una plaga del multiverso, como una suerte de Atila ultradimensional incitado por su particular interpretación religiosa, de la que no se daban detalles en ninguna aventura, solo vagos indicios.

Era un hijo de puta con mayúsculas. Todo diabólico hasta la náusea y el pavor. Y de cuando en cuando la coraza del monstruo dejaba escapar unos filones súbitos de ternura y justicia que subrayaban la ambigüedad de su espíritu.

Esas cualidades y el tipo de vida que llevaba debían cambiar su cuerpo, envejecer su alma, marcar su rostro, y hacerlo de forma que nadie lo viera como alguien distinto, sin que perdiera su magia ni dejara de ser él. Tenía que crecer y Selene lo había hecho crecer con toda deliberación.

Había sufrido con él, matado con él. Cada momento de su vida en el papel ella lo había vivido intensamente, acompañando al no-héroe en sus avatares por una multitud de mundos. Había sido sus amantes, sus amigos y hasta sus enemigos, despojándose entera de sí misma para entregársele. Él la acompañaba en su vida solitaria, iba a su lado cuando caminaba por calles oscuras, protegida con su presencia. Selene era Dourth Nanko.

Y ahora Gabe, Bola de Hierro, le pedía que lo matara.

Hasya cayó el último.
Algo en la forma de luchar de los atacantes le reveló a Dourth que trataban de capturarlo vivo.
––Me venderé muy caro ––gruñó y tiró el arma inútil, recalentada por la actividad excesiva y casi a punto de explotar en sus manos.
Aún tenía su espada y pensaba empaparla de sangre enemiga, llevándose por delante a todos los adversarios que pudiera. Desactivó el escudo y se lanzó sobre uno de ellos, la espada encontró carne.

Era un sacrificio impensable: Él era su máxima creación.

Todos los personajes de la saga estaban bien hechos, tanto que matar a Ojos de Agua casi desencadenó un linchamiento cuando centenares de chicas furiosas la acorralaron en una convención de artes gráficas. Y Ojos de Agua era solo un personaje secundario, una criatura que, bien analizada por entendidos, era una parodia contraria de Bola de Hierro: ligera y pequeña como él era enorme y pesado, rápida como él era lento, morena ella y él rubicundo; torpe e insociable Ojos de Agua, a diferencia de Gabe Bola de Hierro, que flotaba con éxito como una ballena ingeniosa por las aguas revueltas de cualquier evento. Y como colofón: la pequeña mercenaria hacía los peores chistes de la historia, remedados de las estupendas bromas de antología que el editor atesoraba y compartía con todo el mundo.

Bola de Hierro la adoraba, entonces Selene la mató con todo refinamiento y crueldad.

Valió la pena luego que las fanáticas, mentalmente retratadas en aquella belleza torpe, tan adolescente, la pusieran en un tris de morir. Esa noche, doliéndole aún los moretones, la dibujante encargó una cena principesca, se bañó en toda su provisión de almendra amarga y se puso el vestido más caro de su ropero, para salir en la parranda más costosa y loca de toda su vida.

Si matara a Dourth Nanko no quería ni pensar en lo que le harían los fanáticos, además de que… matarlo a él… a él… Eso superaba todas sus barreras.

Lo amaba, no podía matarlo.

––Es que yo…

––¡Tú nada, hijita! Mátalo que es lo mejor. Mira, te lo estoy diciendo yo, el que llena tus cheques.

Selene se estremeció y se tragó el final de la frase, aquella insólita declaración donde hubiera expresado cuánto amaba a Dourth Nanko, el dolor que le causaría destruirlo después de hacerlo tan amorosamente, puliendo y engarzando pieza a pieza como lo haría con una joya invaluable.

Se levantó de la cómoda butaca que ahora le parecía una trampa para fieras rebeldes y retrocedió hasta la puerta, apretando la carpeta con sus esbozos, amparándola de Bola de Hierro.

––Hazlo ––insistió Gabe––. Puedes irte ahora sin contestarme, pero quiero que cuando vuelvas me traigas los esbozos con la muerte de Dourth Nanko. Puedes hacerla como quieras, pero que se muera de una vez, es hora.

Shinji Nagashima, Neil Gaiman, Hugo Pratt o Enric Sió la entenderían, o a lo mejor no: ninguno parecía haber desarrollado con uno de sus personajes el tipo de obsesión que ella tenía con su héroe.

El camino a casa fue de pesadilla, apretando la carpeta contra el pecho y temiendo, como en los viejos tiempos de las baratas carpetas rotas, que se le cayeran los esbozos y se desparramaran por el piso lodoso estropeándose sin remedio.

Se acercó aprensiva al kiosco de la esquina de su casa para conversar un poco con el vendedor. No sabía ni cuál era su nombre, solo era el viejo de la esquina, pero sí sabía sin lugar a dudas que el hombre adoraba sus historietas y a Dourth Nanko, mientras que odiaba a los demás héroes de papel.

––¿Qué hay, princesa? ––le preguntó al viejo––. ¿Cuándo me traerán a Nanko? Este mes hay algún retraso y los chicos se han dejado caer por acá a preguntarme, me están volviendo loco. ¿A quién destripará ahora el maldito? ¿Qué mundo piensa arrasar?

––No sé, no sé. Eso se va resolviendo por el camino, mientras estoy trabajando en una aventura no tengo ni idea de qué hará en el próximo número.

Hablaban de él como de una persona real y tangible y a Selene le gustaba que fuera así. Y en realidad la historia se resolvía por el camino, en la ficción de que Dourth Nanko tomaba cada sorpresiva decisión independientemente de ella.

––Me pregunto qué pasará el día que tenga que acabar con él.

El viejo vendedor inclinó la cabeza para verla por encima de las gafas. Su mirada fue súbitamente seria y preocupada.

––Eso no pasará ––señaló con gravedad––, Dourth Nanko no muere, es inmortal. Primero moriremos nosotros que él. Siempre estará ahí porque no existe nadie capaz de matarlo. Está hecho para sobrevivir, desde el primer número en que parecía que el dueño del cuento sería otro hasta que Nanko se lo cargó.

Selene sintió un escalofrío ante la idea de que Dourth pudiera por sí mismo «cargarse» a alguien y de que otra persona fuera de ella hubiera notado cómo él se hacía con el protagonismo pasando incluso por encima de las intenciones primarias de su creadora. Notó la carne de gallina en el brazo. «Un cuervo pasó sobre mi tumba», rió para sí, tratando de quitarle importancia al asunto, y enseguida se dedicó a comentar otras menudencias y chismes de barrio.

A la postre se despidió y escapó hacia su departamento, echando miradas al viejo para ver si no la seguía con la vista.

Subió las escaleras sin mirar ninguna puerta y llegó a su ático desfallecida por el esfuerzo de correr. Las llaves se le cayeron varias veces antes de poder acertar en las cerraduras.

Pronto estuvo en su estudio y solo allí, segura en la matriz donde nacían Dourth Nanko y todos sus compañeros de aventuras, pudo relajarse y respirar con más libertad.

Colocó la carpeta sobre su mesilla anexa, debajo de un retrato de su héroe que muchos fanáticos habían tratado de comprarle a precios absurdamente espléndidos. Caminó hacia la banqueta de la mesa de trabajo y a medio camino desistió, así que se sentó en el suelo, junto al estante donde tenía bien ordenados los tubos de colores, las plumas y pinceles, las espátulas, el papel y los rollos de lienzo.

¿Por qué no había luchado? Dourth Nanko merecía que gritara, que tirara los papeles de Gabe, que pegara un puñetazo en su mesa ofensiva, ignorante seguro desde hacía siglos del rasgueo de las plumas, desde que Gabe era Bola de Hierro y dibujaba como poseso sobre ese mismo buró la saga de la Hermandad del Fuego.

El héroe merecía que ella lo protegiera con uñas y dientes y le restregara en la gorda cara al jefe que ya no era el dibujante musculoso de cara de halcón que manejaba el imperio de la Hermandad con talento y humor, sino un gordo chistoso e hijo de puta que destruía o encumbraba carreras como si fueran cosméticos destinados al público medio.

Apoyó la cabeza en una de las esquinas del estante. Olía a etanol, a aguarrás y a madera, un olor seco y penetrante que ella adoraba. Era un mueble caro, mandarlo a hacer le había costado no menos de mil doscientos dólares y todo lo que llevaba dentro se elevaba a la espectacular cifra de cinco mil. Quizás para otra gente no era demasiado, pero para Selene sí, tomando en cuenta que su cómic, no obstante la fama, no la hacía muy solvente.

Quizás si hubiera vendido los derechos a alguno de los estudios de animados ahora podría… un momento. Había gente que sí deseaba que Dourth Nanko viviera eternamente, gente con poder no fanáticos adictos a la sangre. Gente que pagaría porque Selene continuara la saga hasta el infinito, y así ella podría seguir teniendo a Dourth Nanko con ella, haciéndolo y amándolo por más tiempo, cuánto tiempo quisiera.

Pero tenía que ser inteligente y jugar sus cartas con cuidado.

Los atacantes rodearon a Nanko y cayeron sobre él impidiendo sus movimientos. Durante los últimos segundos de batalla fueron llegando más y más, entrando por las puertas en oleadas, impidiéndole al guerrero llegar a un lugar donde pudiera abrirse alguna ventana por donde se pudiera escapar.
«¿De dónde salen todos?»
Caían por montones bajo la espada, y al fin fueron tantos los cadáveres que Nanko resbaló y cayeron sobre él.
Le arrancaron la espada, lo envolvieron en su capa y lo arrastraron por los pasillos como un enorme paquete. Al pasar cerca de una habitación que tenía las puertas abiertas, Dourth Nanko vio en el centro de la estancia, recortada contra la oscuridad, la semilla de una ventana, tan perfecta en su inaccesibilidad como una estrella. Sintió sus ojos arder.

Lo primero era garantizar sus otros trabajos, manejar finanzas y contratos libres para no quedar indefensa cuando hiciera su movida.

Esa tarde se dio una larga ducha, se lavó el cabello y cocinó macarrones con queso. Tomó asiento ante su mesa de trabajo, fresca y alimentada, colocó sus instrumentos en el orden escrupuloso que le había enseñado la práctica de diez años y se enfrentó al papel.

Trazó esbozos de las dos ilustraciones que debía a una editorial infantil, cuando los terminó llamó a los editores y concertó varias entrevistas para los siguientes tres días.

Dibujó el resto de la tarde, toda la noche, parte de la madrugada.

Cuando se acostó al fin pensó que tenía cuatro días para arreglar sus asuntos antes de ponerse a trabajar en la «muerte» de Dourth Nanko y en otro folleto, secreto y esperanzador.

El sábado, al fin se sentó junto a la mesa. La luz del día bañaba el papel, y más allá de los cristales de su claraboya la ciudad se extendía bajo el sol, movida y luminosa, esa ciudad que asistiría consternada a la muerte del antihéroe de papel más seguido de la historia.

Trabajó todo el día, mezcló colores, trazó líneas, dibujó globos de diálogo y esbozó aquella muerte que le parecía la propia. Más de una vez tuvo que detenerse a secar lágrimas de agotamiento o de rabia. El teléfono sonó en varias ocasiones pero ella no contestó. Alguien tocó su puerta y Selene no salió a abrir.

Solo el lunes se levantó de una interminable jornada de dos días en los que solo se detuvo para echar una cabezada en la estera de junco que tenía en el estudio, para comer macarrones fríos o para ir al baño cuando no podía más.

Las planas estaban terminadas.

Brillaban los colores, definidos en cada escena. La crueldad gritaba y la urgencia era casi palpable, así como una anticipación latente del atroz final. La muerte de Dourth Nanko había sido pintada con toda intención solo en tonalidades de rojo y negro. La sesión de tortura, el dolor orgulloso en el rostro del tirano, la muerte de uno de los torturadores, martirizado por la mente poderosa del monstruo atormentado. Al fin llegó la muerte, y la frase final, y un silencio de color púrpura… la frase final estaba algo extraña.

Selene miró con detenimiento el mensaje, movió la cabeza, confundida. Debía ser una burla del subconsciente, tan dolorosa y contradictoria le resultaba la idea de matar a Dourth Nanko.

Volvió a la mesa y arregló la frase. Ahora estaba mejor, unas palabras solemnes y a la vez desesperadas, como debían ser las últimas de alguien como él.

La dibujante se vistió, metió el folleto con la muerte de su héroe en un gran sobre y el otro folleto lo dejó sobre la mesa, calzado con un globo de cristal. Solo entonces se permitió respirar y reír, reír a carcajadas.

Ese Gabe no sabría qué lo golpeó, tendría en sus manos la muerte del amado de Selene, creyendo que era el final, y mientras tanto ella y Dourth Nanko estarían riéndose de él, preparando un brillante regreso, esa vez patrocinados por alguien más.

Recorrió la ciudad y llegó a la agencia con una sonrisa de triunfo bailándole en el rostro.

––¡Oh, has sido rápida! ––se admiró Bola de Hierro cuando tuvo los papeles en su mesa.

Los miró con cuidado, calibrando la calidad con que Selene había trazado y coloreado los cuadros. No le agradó mucho que ya hubiera llenado los globos de diálogo, pero viéndolo mejor los parlamentos estaban bien.

La dibujante vio con satisfacción cómo los ojos hundidos de Gabe se llenaron de lágrimas con las escenas finales.

El hombre terminó al fin su lectura y lanzó un suspiro.

––Te has superado, hija, te felicito. Si no fuera porque te mandé a matarlo, ahora mismo te pedía que… en fin.

Extendió un cheque y se lo alcanzó por encima de la mesa.

Selene vio la cifra y se estremeció.

––¿Tanto? ––tartamudeó––. ¡Tanto por matarlo!

––¿Es suficiente?

¡Suficiente! Era la cifra perfecta para tener el trasero cubierto antes de efectuar su movida.

––Está bien ––la voz fue un susurro balante––. Ahora, si no tienes inconveniente, me voy a casa, estoy hecha polvo.

––Sí, sí ––asintió Gabe y a Selene le pareció que le alegraba librarse de ella cuanto antes.

Le dio la espalda al jefe y escapó hacia la gran puerta de la oficina.

––Me gustaría que consideraras resucitar a otros tipos interesantes ––sugirió Gabe antes de que ella saliera––. Como a Ojos de Agua, por ejemplo.

Selene esperó un ascensor vacío, y ya en él se dejó caer en el suelo, riendo sin parar.

––Sí señor, gordo asqueroso, ya te daré Ojos de Agua a ti ––chillaba sin poderse contener.

Cuando la puerta se abrió salió corriendo del elevador con una expresión en la cara que espantó a algunas personas.

Corrió por la ciudad como loca, riendo.

Ya en la esquina de su casa, junto al kiosco del viejo vendedor chocó con una muchacha morena, bella y musculosa, que la miró con ojos desorbitados y balbuceó torpemente una disculpa.

––Mira, princesa, esta es… ––comenzó a decir entusiasmadísimo el viejo de las gafas.

––Después, después ––interrumpió Selene y siguió la carrera hacia su casa.

Se acostó vestida en su cama, dispuesta a dormir al menos dieciséis horas de un tirón.

Los siguientes quince días los vivió como con una resaca de vino malo; casi sonámbula, solo salió de casa a hacer unas pocas compras y se mantuvo en contacto con sus editores por correo, mientras perfeccionaba su cuadernillo secreto.

El último número de la saga de El Tirano de los Universos salió el doce de febrero, justo antes de una conocida convención del cómic.

El viejo vendedor leyó el cómic antes de sacarlo a la venta y murió de un infarto, el día de la venta era otro viejo vendedor el que atendía el kiosco. Los chicos se pelearon con saña, la policía tuvo que intervenir en varias riñas demasiado sangrientas. La gente abrió las páginas con un cosquilleo de ansiedad y leyó, y leyó…

Muchos gritaron, otros lagrimearon en secreto, algunos hicieron pactos colectivos para suicidarse o se suicidaron a solas, y todo el mundo apretó los puños deseando echar mano a la escurridiza dibujante para darle su merecido.

Selene se había mudado de casa y estaba instalando su estudio en otro ático. Sobre su mesa aún estaba el otro folleto, ya terminado y lleno de esperanzados azules y verdes que remataban los expresivos blanquinegros, metido en un recoleto sobre manufacturado, un objeto enorme y elegante de colección, algo que ella atesoraba desde que lo encargó a un papelero deseando colocar dentro de las valvas de aquella costosa concha la perla única de su mejor obra aún no materializada.

Pues bien, ahora la concha estaba llena con una perla que iría, por obra y gracia de entregas especiales, directa al escritorio de alguien interesado en invertir.

Tocaron la puerta y Selene corrió a abrir, segura de que era el mensajero.

Pero la figura que esperaba en el umbral no era la de un mensajero.

Para empezar estaba vestido con un traje negro y polvoriento y sobre él una capa oscura y raída. Esa persona olía a sangre y muerte.

Medía sus buenos dos metros y su pecho parecía anormalmente ancho, sobrehumano. El rostro pálido y taciturno parecía tallado en mármol, un mármol sucio de sangre y cabello húmedo, y las manos que flotaban en la oscuridad del traje blandían la espada formidable que Selene había diseñado guiándose por estudios sobre armas medievales asiáticas.

La dibujante retrocedió al ver los ojos, reconociendo la locura que brillaba en ellos, y recordando de pronto a la chica que el viejo vendedor quería presentarle, tan familiar. No puede ser.

––¡Zorra! ––roncó la aparición. ¡Te advertí que no me mataras! ¿Creíste que no podía hacértelo pagar?

Selene pensó que era realmente hermoso, que tenía la voz más bella y varonil, tal como la había imaginado, y que su olor a sangre, madera y fuego era justamente el olor con que lo soñaba ¡No, es imposible!

––¡Creíste que podías destruirme! ¡Perra! ¡Nadie puede hacerlo, ni tú!

La muchacha siguió retrocediendo hasta su estudio, seguida por los pasos enérgicos de la criatura. Cayó al tropezar con una caja, una mano hacia atrás intentando amortiguar la caída. Él se detuvo, miró despreciativo alrededor, sin prestar atención a la mujer que escapaba arrastrándose entre los objetos desparramados por el piso.

––Un nuevo universo… —roncó el hombre, como si recién lo notara.

La dibujante reptó por el suelo sin perder de vista al engendro. Él era tan bello, y tan horrible a la vez… Su carcajada súbita la atemorizó más aún, y luego sus palabras:

––¡Un nuevo lugar!

La chica se detuvo en su huida al comprender lo que significaban esas palabras. La sombra alzó la espada sobre ella y sintió el metal atravesarla.

––No… ––susurró.

––Sí ––rió Nanko––. Me has dado un nuevo lugar: me aseguraré de que mis nuevos súbditos te honren como a mi diosa creadora. Te daré el lugar que mereces en mi vida y en el futuro de este mundo ––rió torvamente—, no me des las gracias.

El mensajero de la agencia de entregas especiales se había tardado por el tráfico, y llegó casi dos horas después, listo para recibir una refriega y hasta una despedida a cajas destempladas sin poder cumplir ningún encargo ni recibir propina, a cambio encontró desangrada en medio del pasillo a la ilustradora, el piso marcado por una larga huella de sangre como si ella hubiera sufrido su agonía reptando, huyendo de algo o alguien.

Durante mucho tiempo se pensó que algún fanático desquiciado la había matado en castigo por darle fin a la saga pero no encontraron ningún indicio: el asesino sencillamente se había esfumado en el aire.

La saga se entronizó en colecciones y muchos atesoraron los números. Una agencia trató de revivir al monstruo pero el resultado fue un tipo ordinario, sin el encanto único de Dourth Nanko, que no logró atrapar al público. La crítica lamentó la desaparición de la talentosa creadora, elogiando su estilo en largas y lacrimosas declaraciones en que la llamaban «Madre del Engendro», salpicando los escritos de referencias a la «chica minúscula de espejuelos», una frase que la hubiera hecho odiar los reportajes porque en solo cuatro palabras evidenciaba cuán pequeña, insignificante y fea era.

La leyenda perduró, y se enriqueció con la memoria de un tipo enorme, bello y oscuro, que se apareció en una feria del cómic con una plana inédita donde Dourth Nanko revivía en un espectacular rito en parte mágico en parte médico, ejecutado por una pequeña bruja de espejuelos sospechosamente parecida a la dibujante. Pocos vieron el ejemplar y nadie pudo contactar con el afortunado propietario, así que el resto del gran público pensó que era solo un mito de esperanza, el último mito sobre El Tirano de los Universos derramando marejadas de sangre, poesía y violencia desde el papel, y la esperanza de que Dourth Nanko volviera alguna vez.

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