I CLEPTÓMANA
Me duele morir cien días tarde, noventa y nueve años después, noventa y ocho veces sin encontrar caminos, noventa y siete noches con el cuerpo seco por las lluvias.
En derredor los pájaros caen en la soledad del odio que atraviesa los inciensos. No juzgo la suerte que los lanza al asfalto ni el destierro de su horca. Me saludan y no hay locos. Una maquinaria sin brazos a mi acecho.
Desde mi ventana veo la calle y los ruidos que ausentan los pasos. Una prostituta en la ventana sonríe y la envidio. La cleptómana de ayer picotea el hambre. El manicomio de hoy tiene prisa.
Que me olviden los dioses sólo quiero. En mi estado de sitio las arañas muerden el cristal. Me arrastro. Cuelgo sobre la piedra que escupe noventa y seis hijos, estos ojos que entierran una parte de mí.
Que me olviden; a nadie extiendo el vientre para salvar el hombro y la decadencia que impone el silencio. Descubro que tengo madre. No me esperan.
II CUERVOS
Adivino la pereza del reptil cuando fornica ante las babas de los dioses. Burlo la ingenuidad de mi camisa con la tenacidad de un espantado.
Vine desnuda y no difiere el cadalso de mi hambre. Hay un hombre que mira y lo sorprendo jorobado. Lo tiento con el alfiler de mi caricia. No espero enamorarle. La casa huirá junto a los músicos del viento y las noventa y cinco palomas del orgasmo.
Prisionera es la sangre que suplico. Hay una fuerza concentrada, colérica, expectante en el fondo sereno de la puerta. Me abandono. Traicionan los espacios. Una mujer ha visto la mitad. En la otra los cuervos escuchan el mensaje. Tengo frío. No creo. La alfombra me espía. El loco de enfrente yace muerto.
III LUNETARIO
La calle es un animal proscripto; un cadáver a mitad del horizonte. Los caballos buscan ciudades impenetradas por el odio y se asfixian. Ni la Mosca Negra es tan cegante como las balas y los carros que demuelen noventa y cuatro casas en un golpe de sadismo.
Mi padre se cansó de morir en el último escuadrón de retaguardia.
No me escucharon. En el cine veíamos las historias. Mi padre se aburrió del frío lunetario, de las sirenas a destiempo y del soldado que se nutre de mi alma.
Estoy cercado de piedras, colgado de un árbol oyendo a David y él no es más que un imaginario danzante del que huyo. Pensaba que llorar era más fácil que la virginidad y el equívoco me aplasta.
Mi padre reza noventa y tres jeroglíficos. Desde el portal el soldado se persigna.
IV ESPERA
Nadie compadece la libertad que simula un parto; mi longeva predicción, noventa y dos segundos, allí donde las mariposas retuercen los gritos. En el abismo la figura de gnomo invade la pared y salta con el adiós en el quizás del amante.
Nadie conoce la libertad del hueco y las horas en búsqueda de alguien ajeno a las pirámides devastadas. Somos libres cuando el pez camina y pueden tocar mi puerta los viejos y el cadáver que fecunda.
Soy viento vaciado por la neblina y los cometas. Noventa y un leones lamen mi sangre y aplauden la benevolencia de su parto. Mis dedos burlan las señales de humo. Caravanas parten sin historia, sin que nadie las mime o las hagan llorar por el suicidio de la fe.
A quien nada conceden los dioses ese es libre. En mi viaje de noventa siglos los locos no se cuelgan al mundo. Nadie conoce la libertad del riesgo; el caos entre dos cuerpos que se miran ochenta y nueve kilómetros de espera.
V CRUCIGRAMA
Tus medias cuelgan como lenguas de ahorcados. Un día la nube volará en círculos hasta la noche del borracho y lo desnudará con su delgada línea. Cuando hayan transcurrido ochenta y ocho frases en el crucigrama del espejo, le sacarán los dientes las momias del absurdo.
Mis pies no caben en el río que ha de conducirme a la nada. Estoy sola buscando el acertijo. Cuánto demora partir hacia el mundo. Es fácil encontrar la ausencia en la ausencia. No hay patria ni tierra ni azules.
Quiero asaltar una ciudad enardecida y verme prisionera de algo más sucio que una calle; pero estoy vieja. El miedo a las despedidas ahorca como el amante de una mujer extraña.
Ochenta y siete búhos vierten culpas en la bahía; los desconocidos cavan grietas sin entender a Dios.; cansados tiran mis muertos por el hueco de la choza. Los pescadores fuman con sus caballos ochenta y seis millas adelante.
Estoy vieja; los buitres despojan el cuello del ángel. De alguna manera, el silencio es una palabra de muerte. Ochenta y cinco pueblos paren el país donde no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados. El perro sube a la pared, lo niegan ochenta y cuatro gotas de hambre.
He pedido auxilio cuando el agua me ciega y el pequeño mar dormido entre cristales desvanece el insomnio. Cuánto demora partir. Un soldado, una madrugada, mi vientre alargándose ochenta y tres toneladas de amianto. Estoy vieja ochenta y dos soles antes de oscurecer el viento.
VI PRECIPICIO
Pide la lluvia saltar… Temo a la caída y a sus ojos.
Rodeada de mar por todas partes soy isla asida al tallo de los vientos. Me cuesta la nube y el principio de toda indagación es cortarse. Ochenta y una ventanas sacuden la risa de la muerte.
Cuánto demora el pordiosero en quemar la luz del circo si el león sostiene el castillo ensangrentado.
A veces me arriesgo a sentir; la ciudad tiembla y un niño espanta mi boca del holocausto. A veces ruge el mar y revienta la ola en la noche negra contra la roca y me ofrezco en sacrificio al vagabundo solapado en su angustia. Los altares recorren ochenta cielos sin respuestas.
Cuánto demora parir el mundo. No alcanzan los vientres en la espera y el olor a sangre recién cortada no son más que un presagio de setenta y nueve horcas en el camino de la luz.
Estoy vieja el castillo inexorablemente se derrumbará setenta y ocho viernes sin que mi madre escuche el grito y las ganas de salvarme.
VII ESTILETE
Recorro el barrio; pido una lanza y un colmillo de acero para sacudir la angustia.
Los cuerpos dominados por la luz se repliegan ante el asesinato de la piel. En la época anterior a Cristo era fácil la historia. Setenta y siete heraldos salían a las calles a reclamar las piedras del olivo bendito o las semillas de arroz sustraídas por los esclavos.
Todo cambió; setenta y seis caminantes fueron momificados por los narcisos y una inclinación les obliga a la blasfemia. Si alguien intenta escapar le clavo el estilete más agudo en la nuca y lo dejo balancearse en la pegajosa sangría, después limpio mis orejas en la sal del infinito y me creo purificada.
Dios lamenta haberme conocido, setenta y cinco sanciones ha dictado. Podré resucitar en la confusión, en el terror, en la abundancia, en la virginidad. El odio es el único animal que cruza la montaña.
VIII HOMILÍA
Nunca he sabido para qué sirve la escritura y soy un inocente que dormita en los vitrales. No me importan las canciones ni los muertos que flotan en mi pecera.
Compro el periódico, almuerzo en una esquina, chiflo… Me masturbo con la misma soga del demente.
A mi madre no le gusta el silencio de la palabra, prefiere el gélido sonido del ángel que levita.
No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que estar viva y le es suficiente. A los juglares se les quema el contrato de la buenaventura y en los desiertos se juzgan niños infestados, prostitutas que se lanzan a desnudar mundos, drogadictos que cantan la homilía del hambre; se alquilan Mercedes último modelo, noches y puñaladas que ponen fin a la Historia.
Veo debajo del cabello a una mujer y debajo de la mujer una rosa y debajo de la rosa a un insecto que no vuelve a la ciudad ni siente las setenta y cuatro rimas que salvan del abismo a una ciega. Veo la camisa del soldado y no descubro el mensaje que dejó la nave de Odiseo.
El precipicio está a setenta y tres lunas. No sé escribir y soy un inocente como mi madre, que ha muerto a la espera de setenta y dos billetes de lotería en una cárcel donde Flora tiene grandes pies y un tacón jorobado.
IX FLORA.COM
Llueve, en las persianas un olor a cuerpos. Los transeúntes se despiden de mi sombra. Quiero subir a lo profundo del instinto. Los ilotas se vuelven al pantano; no hay prisa por desnudar la sangre.
Las gotas de sal llevan nombres de mujer. La mujer de azules piernas y camisa de brazos transparentes. Su cuello atisba los andamios, las cárceles; las setenta y una fuentes de exorcismo.
Mujer, volcán de cuerdas en los cristos del psicópata. Setenta ídolos acarician en la danza de su nuca. Aunque la muerte es algo que diariamente pasa, en los ojos de su boca hay una fuerza, un cabildeo de primaveras sin destino. Me acostumbro a sus piernas de sesenta y nueve litros de hielo. Piedad no pide a las uñas de cristal. Ni siquiera los orgasmos escupen su demencia.
Flora tiene los pies jorobados; es de losa su frente y jamás de los anuncios. Llegó tarde como todas las vísceras; se acomodó en los tapices del portarretrato. Flora es inocente a la altura de los pequeños transeúntes. Tiene los zapatos que nadie se puso en los túneles de la autopista.
Tal vez una beata neblinosa de sueño le aconsejó amar distinto al pensamiento y a la sobredosis. Flora me amaba. Yo era una mujer tan parecida a su costado. Al flagelarme veía sus gotas, el sudor de los pies al reclinarlos en la habitación contigua.
Su mirada aún me espera. A nadie se entregó; sólo a las luces perpendiculares del rectángulo.
Me atraviesa el infinito. La amo alrededor de mi sangre. Estoy en el sitio donde éramos una misma distancia. Flora tiene los pies jorobados y espero su lengua en el pedestal de las sombras. El pavimento le llegó tarde. Flora ya no guarda los ojos, se colgaron en el último estante de la cocina.
X RULETA
Se acuestan los sonámbulos entre una gota de silencio y los gendarmes. El patíbulo ondea en la conquista. Tarde anochece. A través de la pantalla del espacio se disuelve la piedra de sesenta y ocho náuseas.
Por detrás de mi camisa la felicidad escapa. El iniciado huye del anzuelo. Los prisioneros son pisadas de ajedrez, un pantano sin estrellas: un dibujo en la capilla del estiércol. Los rivales se acomodan en las tuberías del ozono.
Termina el caminante y sorprendo su estatura en el desván. Retrocedo a los altares, como si fuera el horizonte más añejo de los párpados. Es difícil no ascender al precipicio. Las montañas me descubren sin ojos. Los días paren un animal semejante a las patrias.
La ciudad, esta ciudad, aún inconsciente de sus ruinas emprenderá tu acecho siguiéndote los pasos. Al final mis voces juzgarán tu aliento y sesenta y siete sombras la estrategia de nacer decapitada por los ríos del oeste. El viento aguanta mis deseos de violar el circo que invierte el espectáculo. Lloro, el callejón no aplaude ni blasfema ni se ahorca por el vientre.
Si decidieras irte de la ciudad, de tu ciudad, los centauros volverían a la modorra. Soy libre de las curvas. El equinoccio se nutre del badajo. En la ruleta veo a mi padre sin uñas, escondido tras el candelabro; su oscura llamarada alucina los líquidos del estruendo.
Aquiles advirtió la música del asfalto. Es visible su cabeza en los pómulos del ciempiés. Los ángeles van de regreso. En la fiebre escriben los pedazos del hijo que marchó, de los presos que no van a la ciudad ni ven la sangre, la maquinaria: el éxodo sin piernas del crepúsculo.