A José Félix León, por su
poema “de la rose”, Afasia.
A la memoria de Gertrude Stein,
por la rotunda anáfora inicial.
¿Y qué?
Nada, pasaba por aquí.
Abre la puerta un poco más, espera porque entre y luego de cerrarla, avanza al centro de la sala.
Así que más o menos pasabas por aquí, pero te molestaste en detenerte y en contar escalones hasta este quinto piso.
No los conté.
Son ciento cinco, exactamente ciento cinco: un número de buena suerte.
Se sonríe, me mira o, mejor, me dedica una de esas ojeadas de arriba abajo que uno reserva para los extraños: como si no nos conociéramos de toda la vida, como si no nos viésemos tan a menudo. Al cabo, con un gesto autoritario de la mano, me conmina a seguirla.
El pasillo es estrecho, largo, oscuro, y ella espaldas anchotas, short raído de mezclilla y unos muslos flaquísimos. Arribamos al cuarto, hay una gran maleta abierta.
¿Dónde me siento?
Dondequiera. Hace espacio en la cama, apartando revistas, ropas, libros, todo de un tirón. Tomo un libro de esos de los que se han caído al suelo y lo hojeo: poemas.
Oí decir que te ibas pronto
¿Sí? ¿Y quién te lo dijo?
Aileen, pero lo sabe toda la farándula.
¿La de G o la del Bom?, pone la grabadora.
Me imagino que ambas.
Vuelve, sin duda, a su labor; continúa sacando cosas del escaparate y amontonándolas sobre la cama. Le queda bien el pelo corto, le da un aspecto de varón.
Paso unas páginas del libro ¿Los vecinos de abajo siguen vendiendo su brebaje?
Mira allí una botella.
Eres un ángel lleno de sorpresas.
Como todo buen ángel.
Bebo directo desde el borde y continúo con los poemas. ¿Has leído este libro?
Mira y dice que no.
Probemos suerte como los viajeros. Algo al azar, como en La Biblia. A ver, a ver, escucha:
Queríamos saber qué es una rose.
Así: una rose.
No podía soportarlo.
Para empezar decía:
una rose es una rose es una rose
¿Es una rosa?
¿Sigo?
Échame un poco en este vaso.
Alzo la vista hasta su voz, le escancio la bebida. Después de darse un grueso trago, se sienta al borde de la cama, no al lado mío sino contra la luz que entra por la ventana. Quedamos rostros frente a frente.
Dime qué es una rose.
No me lo dice, se desata la blusa.
Sus tetas son tan diminutas, casi es un pecho masculino: chúpamelas.
Bebo un trago angustioso.
Me voy y no regreso, afirma. No nos veremos más, afirma, otro trago angustioso.
Tomo el pezón entre mis labios: una tetilla de varón. Luego me besa, nos besamos: suaves.
Se deja ir hacia atrás, contra el bazar mahometano que es el caos de su cama. Una onda Yanni, Tomita o Vangelis en la grabadora, pero cierro los ojos, cierro los ojos, displicente, para poderme concentrar.
En medio de la oscuridad siento que me despojan del pulóver, me acarician la nuca, el nacimiento de las nalgas. Tienes la piel de una muchacha, opina.
Abro los ojos otra vez, ahora estamos desnudos. Ella expectante, boca arriba y las piernas dobladas. Con el dedo registra el interior de su vagina. Lentos los movimientos, rítmicos, acariciadores, pero después vertiginosos, enfáticos y virulentos, rostro de estatua ojos en blanco.
Vuelvo a ampararme en mis tinieblas y adquiero un universo de respiraciones, jadeos, resuellos, gimoteos: me especifican que se va.
Isabel, Isabel, clama despavorida.
Con una fuerza inesperada me precipita sobre sí. La siento rígida y vibrátil, olor a enjuagues de marismas. Como no he conseguido despertar la erección, mi sexo blando, acojinado, resulta almeja contra almeja; pero eso incluso, me figuro, puede que la complazca más.
Alcanzo a tientas la botella y bebo como si fuera a morirme. Ella ya debe estar cruzando por frente a su segundo orgasmo. Pensarlo me hace un infeliz. Al tacto voy considerando sus flacos muslos, sus espaldas y de un envión la hago voltear, la estratifico bocabajo y restriego mi fleje contra su grupa poco generosa, su magro culo de muchacho.
Por ahí no, se horroriza en cuanto se da cuenta de lo que me propongo: su magro culo de muchacho. Me imagino el de Alexis: piel de pollo, lampiño, sin una pluma y erizado.
No, no, exclama, suplica mientras le espanto un dedo por el ano, pero la tengo bien atrabancada, lo tengo bien atrabancado, poco puedes hacer.
Desdibujo su clítoris y lo convierto en otra cosa. En cuanto lo hago sí la tranca se me pone durísima. De tungsteno, de cuarzo, se me quiere partir.
Cojones, chilla cuando se la encentro y con las uñas enristradas trata de acuchillarme los riñones.
Cojones, pinga, escandaliza y se la clavo todavía más.
Soy el gran bugarrón, el lujurioso bugarrón de los efebos culitiernos: te estoy echando un palo, Alexis, te estoy partiendo el culo estrecho, tu culo de pollo erizado.
Siento una mano que se zafa, que consigue meterme un par de dedos dentro del inán y la estimulo: bugarrona, mete todos los dedos; todos los dedos juntos, coño; méteme el puño, bugarrona, mete el puño completo.
Me vengo estrepitosamente porque una rose es una rose.
Cuando emergemos a la luz, un turbio riff de heavy metal resuena en el cansancio de la habitación. Queda un poquito del brebaje y nos lo repartimos.
Ella rompe el silencio: ¿Qué, cómo te sentiste?
Como si la película estuviera al revés ¿Y tú?
Distinto de antes, muy distinto. Entonces éramos dos niños y no sabíamos de nada, siquiera de nosotros mismos. Pero qué clase de locura, qué clase de locura coño, ni me acordé de los condones.
¿Tú no estarás ponchado, pájaro, porque eso de irse con el sida?
Mira, mejor dejamos eso y regálame el libro.
Antes de retirarme le pregunto quién era la tal Isabel.
La estomatóloga del policlínico ¿No te templaste tú a algún tipo?
Por supuesto que sí.
¿Quién?
¿Quién va a ser, tuerca, quién va a ser? A mi amor imposible.
Comienza a recoger las cosas de su cama y a colocarlas en desorden en el escaparate. Ordena en cambio las que pone dentro de la maleta
Au revoir, bon voyage y desde luego escribe. Me marcho entonces sin mirarla o esperar su mirada porque una rose es una rose, el ciento cinco un número de suerte y ésta una historia con final de música de discoteca.