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Cibersex

Andrexa camina con su vestido de novia por el pasillo del Cibersex. Hace dos minutos que entró y todavía se pregunta por qué los sensores de deseo no han captado su voluntad real.

Varias chicas desfilan cerca de ella entornando miradas y luces de reconocimiento. Andrexa, sin embargo, sigue recto, sin observarlas, y atraviesa con los dedos los hologramas y dígitos que caen como anuncios de sexo transgresivo.

Bien pudiera abrir otro espacio; entrar en un sitio hard; que todo se ofrezca de un modo más específico, donde los anuncios caigan en forma de fibrilaciones y gemidos, y la búsqueda se transfigure en una experiencia obscena. Pudiera buscar en los códigos de género, pero no, prefiere deam­bular calmada con su vestido de novia y enviarles señales a los sensores de espacio, ágiles captando situaciones a velocidad supersónica, pero endebles al interpretar intenciones en tiempo real.

Afuera ya habrá empezado a caer la noche, habrán transcurrido quizás otros dos minutos. Andrexa lo sabe, por eso deja de caminar y comienza a teletransportarse hacia un ángulo abierto. Los sensores, en una especie de duda, lanzan giros azules contra el vestido de novia, proponen alternativas de voz.

Ella de todas formas permanece callada, reprime una sonrisa de burla para los sensores locos, que finalmente le recomiendan otro sitio y desmontan el entorno de chicas depiladas. Luego el espacio se va llenando de símbolos, de vibraciones gruesas; los dígitos se dislocan hacia los costados en exhor­taciones de bienvenida; las superficies adquieren un énfasis de liberalidad, de sonrisa; la música progresiva es de aceptación, y frente a Andrexa co­mienza a perfilarse la figura tranquila de un hombre desnudo.

—¿Cómo te llamas? —pregunta ella mientras suspira con las manos en el pecho.

Él explica que su nombre es secreto, pero que puede llamarle como quiera.

—Te diré Manson —responde Andrexa y le muerde una oreja.

El hombre se repliega con los ojos cerrados y emite un sonido de dolor.

—¿Por qué haces eso? —le pregunta limpiándose la sangre con los dedos.

—Quería saber si eras real, muchas veces nos engañan usando androides o robots, quería estar segura.

—En este sitio no hay engaño, todo es legal —responde él y Andrexa se inclina para lamer la sangre–. Eres extraña —añade al tiempo que siente como una boca se desliza por sus músculos, como Andrexa lo besa, le roza las mejillas, las orejas, el pelo, y musita:

—Manson, Manson.

El hombre desespera, pues la joven es bella y a los lados divagan imáge­nes subliminales de caricias, eyaculaciones; siluetean mensajes morbosos; se mezclan diversas variantes de jadeos en la música. Dice “ven, ven”, pero Andrexa se resiste al desnudo, a dejarse explorar por el hombre que la sacude, le rompe el vestido.

—¡Déjame! —gime ella totalmente excitada y él la voltea, le aprieta la cintura, en lo que Manson aparece y empiezan a desvanecerse los mensajes, las imágenes, el vestido de novia.

—¡Déjame! —vuelve a gemir ella y Manson la empuja contra una pared y desconecta de un puñetazo la máquina de Cibersex, que abre por varios segundos su gran hoyo blanco de entrada y se apaga despidiéndose en varios idiomas.

—¡Déjenme! —grita con más fuerza. Los robots comienzan a arrastrarla hacia la calle cuando se eleva la música y en la pista de baile las personas siguen saltando inmersas en el humo alucinógeno que escapa de los incien­sos flotantes.

Manson camina delante con las manos en la espalda, luego se para en la puerta de salida, espera que la acerquen y le dice:

—Lo siento, Andrexa, aquí está prohibido el cibersex. Entonces los robots de vigilancia lo lanzan a la calle, al tiempo que Manson rompe con lentitud la pequeña máquina y la arroja al suelo. Andrex zarandea los brazos, se ajusta los pantalones de vaquero, camina hacia la puerta.

Los robots lo golpean, lo lanzan de nuevo a la calle. Andrex se levanta dos o tres veces más, intenta prolongar la pelea hasta que Manson, hastiado del innecesario altercado y de los observadores curiosos, le dispara con su descontinuador de robots. Andrex resiste otro poco, suelta un chillido de mujer y cae finalmente al suelo mientras sus círculos de energía comienzan a agotarse y en la pantalla de sus ojos se reflejan, a intervalos cada vez más lentos, las luces de entrada del Manson Disco Club.

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