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Chesterton, Crusoe y los inventarios de Eliseo Diego

Robinson Crusoe tuvo la insólita fortuna de poder rescatar de la voracidad de las aguas el arca del carpintero, sacos de arroz, quesos de Holanda, botellas de licor, cuchillos de mesa, pólvora, fusiles de caza… Cuando Gilbert K. Chesterton lee en el clásico dieciochesco el pasaje en que el desgraciado marinero repasa la lista de los pertrechos salvados del naufragio exclama emocionado: “el poema más hermoso es un inventario”1.

La afirmación del gran escritor inglés provoca, de entrada, desconcierto, porque asociamos la enumeración de objetos con un acto corriente y vulgar. Pero en la novela de Daniel Defoe, cada artefacto cobra su valor ideal por el hecho de que pudo perderse irremediablemente en el mar. Crusoe reconoce en sus hallazgos más valor que un galeón cargado de oro. Para el náufrago esos bienes son auténticos tesoros que le asegurarán su supervivencia física; y la salvaguarda del cuerpo será la garantía para mantener intactos su razón y sentimientos humanos. Más aún, la utilización de esos objetos, creados por manos humanas, será desde ese momento el único vínculo entre su vida solitaria y el resto de sus congéneres.

Llegados a este nivel de comprensión, es muy probable que recordemos entonces los versos de un imprescindible poeta cubano, los cuales tienen toda la apariencia de un simple inventario:

Un laúd, un bastón,
unas monedas,
un ánfora, un abrigo,
una espada, un baúl,
unas hebillas,
un caracol, un lienzo,
una pelota.

Es el breve poema “Tesoros” de Eliseo Diego2.

¿Aquí el poeta menciona cosas pertenecientes a su entorno real o son objetos alucinados desde la imaginación o el deseo? ¿Esa necesidad de nombrar las cosas que compulsa a la enumeración sucesiva es parte de su esfuerzo por reconocer la materialidad del mundo? ¿Acaso lo estimula la creencia en una realidad amenazada de perecer en naufragios subjetivos, hundida en el cieno de la huidiza memoria o sepultada bajo la pátina insidiosa del transcurrir?

Tal vez valga todo eso pero quizás también, como para el hombre confinado en la desierta isla, hacer lista sea un modo de anclar el yo al continente de la totalidad del mundo, de ignorar las distancias de la soledad y el desamparo surcando mares desde adentro o dejándose inundar por el afuera. Alcanzar al mundo; servirse de él. En la alquimia justa de proyección e introyección —usando términos de los freudianos— puede estar la fórmula de la existencia humana.

Todo lo que hay en el mundo es algo como el despojo romántico del barco de Crusoe —dice Chesterton. Y precisa por otra parte: “todo se ha salvado de un naufragio. Todos los hombres han corrido una terrible aventura, puesto que no han sido seres abortados”. Arrojados a la vida, tenemos que aferrar lo existente. Y hacer inventario de aquello que hay o ponemos en el mundo porque el tiempo que nos pertenece es, a la vez, limitado e inabarcable. “La vida es una experiencia fugitiva”, concluye el genio inglés.

El hombre que fue Jueves3, inusitadamente, ayuda a revelar las esencias elusivas del poeta que nos convenció de que la eternidad por fin comienza un lunes. Si toda su creación es, al decir de Enrique Saínz, una “escritura de la convivencia del hombre con las enormes minucias de la cotidianidad”4, y ha sido un lugar común en la literatura el desdén por el registro de lo cotidiano, acusado de intrascendente mientras se privilegia la anomia y se funda una épica de lo excepcional, ¿por qué la fascinación casi unánime que ejerce Eliseo Diego en los lectores de todas las latitudes?

En 1982, hace ya más de veinte años, sale a la luz Inventario de asombros, su octavo cuaderno de poesía. Antes había usado ya el título Muestrario del mundo o Libro de las Maravillas de Boloña (1968), donde hasta se puede encontrar un poema que podría describir el contenido de la caja de herramientas de Robinson Crusoe5. Pero más allá de la utilización explícita de la palabra, la poesía completa de Eliseo es un inventario descomunal donde imágenes y metáforas nos remiten a sitios recorridos —como en su primer cuaderno En la Calzada de Jesús del Monte (1948)—, objetos, costumbres, rostros y cuerpos inmunes en el recuerdo a la corrosión del tiempo.

Claramente obsesionado por rescatar de la fugacidad los seres y las cosas mismas —oscuras a veces y a veces leves, como él mismo dijera—, el recuento exhaustivo, concluido solo cuando la muerte le negó seguir haciendo más versos, se extendió hasta sucesos personales, libros leídos, figuras históricas o sus estados internos: vivencias y actitudes, sentimientos luminosos o sombríos, sueños y terrores.

Aún perteneciendo al linaje de aquellos que Octavio Paz llamó “sedientos de absoluto”, no buscó, sin embargo, la trascendencia en la persecución del éxtasis místico o el ideal ilusorio, ni en el desenfreno personal o lírico, sino en la sujeción honesta, y hasta desgarrada, de su experiencia cotidiana, a través de un diálogo hondo y perpetuo con la realidad y consigo mismo.

Ese registro que hace Eliseo del paso por la tierra “en una sucesión de movimientos y búsquedas que quieren interpretar la realidad, darle un sentido, hacerla habitable”6, es lo que nos hace buscarle a ciegas hoy y en el mañana de los otros como si, junto con la certidumbre de haber vivido, fuera de veras a traernos la eternidad.

Eliseo Diego es también Robinson Crusoe, y en la misma medida que lo somos todos. Enfrentados a la aventura de vivir, cercados por los límites de la isla interior, separados de los otros por mares infranqueables. En busca de la salvación —¿definitiva?—, enviamos al mundo botellas con mensajes a la vez que recibimos de este los preciosos bienes que arriban a nuestras costas. De ellos hacemos inventario, los consumimos y usamos, como a la propia vida.

NOTAS Y REFERENCIAS:

1. Los comentarios de Gilbert K. Chesterton sobre la novela de Defoe aparecen en La ética en tierra de duendes, capítulo IV del ensayo Ortodoxia (Edit. Espasa-Calpe, Argentina, 1948, segunda edición).

2. Tanto el poema Tesoros, como los versos y frases de Eliseo Diego insertados en el texto y señalados con cursivas, fueron hallados en la edición completa de su Obra Poética (Edit. Letras Cubanas, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2001).

3. Aquí la alusión a Chesterton utiliza el título de una de sus más famosas novelas, publicada en Cuba por Ediciones Huracán, Instituto Cubano del Libro, 2001.

4. En el prólogo a: Eliseo Diego, Op. Cit.

5. Referencia a Las herramientas todas del hombre, en: Eliseo Diego, Op. Cit., pág. 238

6. Enrique Saínz en el prólogo a: Eliseo Diego, Op. Cit.

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