Por fin estás aquí, arrodillada en la arena rugosa, sintiendo el agua fresca que a veces llega desde atrás y acaricia tus pies; él, frente a ti, de pie, con el sol moribundo alumbrándole el rostro y el bosquecito de casuarinas a sus espaldas; es el sitio ideal, según te lo indicó la cartomántica —que tú gustas nombrar pitonisa— para poner en marcha el sortilegio.
Su miembro cuelga fuera del calzoncillo y tú adivinas la inquietud que hace oscilar su vista de una extensión de orilla a otra, es pudoroso como un niño, mira que te ha costado convencerlo. Entonces te bajas el sostén de la trusa y tus pechos emergen a la brisa colmada de salitre, quisieras fueran descomunales, con pezones como puntas de misiles, pero sabes que no es así, nada en tu cuerpo es tan exuberante como para apaciguar su inquietud y tu única posibilidad está en tus manos, en la pericia de tu lengua y tus labios. Tienes que interesarlo, ponerlo enhiesto antes de que cambie de parecer, lo cual hará en cualquier momento, y entonces arremetes con entusiasmo de zozobra contra esos atributos insignificantes, lames un glande que te sabe salado y amasas sus testículos encogidos. Sobre tu cráneo pesa la panza fláccida y peluda, y en tu nariz penetra el olorcillo rancio de su ingle: sientes náuseas.
Succionas con fervor y lames a pesar de tu asco, de la repulsión que te inspira ese corpachón de juventud arruinada por la gula, porque sabes que la ocasión es única, que si se arrepiente ya no habrá para ti otro momento, ni siquiera en alguna inútil habitación cerrada porque él, con su solvencia, no va a volverse a fijar en tu mezquina anatomía ni en esa prominencia nasal que es lo único que en ti recuerda algún arma punzante.
Lo logras, percibes el gradual endurecimiento entre tus mandíbulas hasta que pequeños y acompasados espasmos te indican lo que las dimensiones callan, que la erección se manifiesta plena.
Ahora sólo tienes que mantener el ritmo para completar tu propósito antes que la repugnancia te venza y sueltes aquello, escupas y te enjuagues con el agua desinfectante del mar a tus espaldas, como te sientes tentada a hacer.
Tal vez te sirva rememorar algo agradable; la comida en la paladar había sido agradable: bisté uruguayo: dos inmensos filetes de cerdo envolviendo un cojín de queso-jamón-queso, y todo empanizado, abundante arroz frito, mariquitas de plátano y cerveza enlatada para rociarse la garganta (él y tú hubieran preferido algún vino bien rojo, pero eso no ofertaban).
El relente de la grasa de puerco se alebresta en tu estómago con la imagen de la surtida mesa y ves venir la náusea. Tienes que acabar esto pronto, no puedes correr riesgos, una serie de lienzos insulsos y una carrera que quieres obtener te impelen a llegar al final. Hay que completar el hechizo.
—¡ASÍ, COJONES! —exclama él.
Aquel día la pitonisa te recibió por fin, después de dos semanas de posponerte la consulta. Te han dicho que es muy buena. Al primo de tu amiga Andra le vaticinó que una vecina iba a denunciar lo de la antena para coger los canales de afuera, y por no hacerle caso se la decomisaron; y a un conocido de ella le dijo lo que tenía que hacer para que le acabaran de mandar la tarjeta blanca y en diez días le llegó.
Entraste al cuarto de consulta y te sobrecogiste por el misterio que desprendía aquella acumulación de dioses multicredo y objetos de disímiles funciones: cazuelitas de barro, cabezas de gallina sangrando sobre copas, cuernos de donde humeaba incienso, velas, platos con dulces finos…; todo sobre tarimas contiguas a las blancas paredes, ostentando estas últimas, aquí y allá, unos rojizos y raros arabescos.
Y en el centro, erguida entre aquel pandemonium, la espigada figura de la pitonisa vistiendo algún tejido a tornasol, guarnecida por una capa roja y un turbante adornado con el símbolo del Ying y el Yang. Era trigueña, de mentón afilado y oscuros ojos penetrantes.
Te indicó con amable ademán el asiento frente a una mesita redonda de cristal, donde reposaba un juego de naipes franceses. Se sentó y acogió tu mano derecha entre las suyas:
—Dame tu nombre, hija.
—Chanel Rivalta Ordóñez, señora.
—Ahora, Chanel, piensa intensamente en la preocupación que aquí te trae —y cerró los ojos musitando un conjuro quién sabe a qué deidad para luego tomar el paquete de cartas, barajarlo y plantártelo alante.
—Córtalo en tres con tu mano derecha.
Así lo hiciste, con la mano palpitante de expectación. Ella fue tomando los montones desde la izquierda a la derecha, eligió cinco cartas de cada uno y las fue virando boca arriba.
—Aquí veo una mujer muy espiritual —lo decía deslizando sus largos dedos por los naipes—, puede ser tu mamá, creo; ella te inculcó esa pasión por las cosas etéreas, cosas del pensamiento. Veo como intentos de hacer algo muy lindo con las manos, pudieran ser costuras, artesanía con telas… ¡no, no me digas! —ha frenado tu intento de aclarar—, es algo más sublime, más astral, ¡es pintura!, ¿tu madre hace pinturas?
—Anjá, así mismo es —respondes admirada.
—¡Ay mi niña!, esa señora te ha inculcado la vocación hasta convertirla en tu karma, se ve bien en el último naipe, pero sucede que no tienes verdadero talento… ¿no es eso lo que te trae aquí?
—¡Sí, señora, creo que así mismo es!
—Bien, veamos qué nos revela este segundo corte, me indica tu presente, ¿sabes? —habla mientras se ensimisma en la siguiente quinteta de naipes, al fin dice:
—-Haz intentado trascender tus límites, pero siempre fracasas. Veo una muchacha con una angustia insoportable que no logra sus sueños. ¡Pero mi niña, si recién acabas de desplegar tus pétalos! A ver, ¿qué edad tienes?
—Dieciocho, señora… —se te corta la voz; la atmósfera de enigma, el repentino tono compasivo de la pitonisa y su perspicacia te ponen en situación tan patética que no te puedes aguantar, sale el primer sollozo y ya no hay marcha atrás, ocultas la cara entre las palmas.
—¡Lachy, trae agua para ella! —vocea la pitonisa y el grácil muchacho que la asiste, el mismo a quien pagaste la tarifa, aparece casi enseguida con un vaso lleno en un platillo.
—Aquí está doña Onelia. ¿Necesita algo más…?
—Gracias, Lachy, ponlo sobre la mesa —dice y lo despide con el índice.
—Bebe tres sorbos, niña, para que te despejen el alma —te alcanza el recipiente del que tragas los buches —y ahora ábrete ante mí, que yo tengo la solución a tu problema.
La suficiencia con que ha pronunciado la última frase despierta en tu espíritu una seguridad robusta respecto al porvenir y te dispones a vaciar el corazón ante esta mujer que ha de ser una santa.
—Quiero entrar a la ESA, señora, la Escuela Superior de Arte; pero a los graduados de preuniversitario le exigen presentar una obra realizada, una colección de cuadros en mi caso. Por los valores de esa obra decidirán si entras o no, y mis pinturas son tan pobres… —todavía la voz se te esparce en temblores. Te recuperas.
—Tengo varios amigos, plásticos ellos, usted sabe, pintores, escultores… — la pitonisa asiente con plácida expresión de “sé lo que es”—. Algunos hasta son profesionales. Ellos me han ayudado mucho, pero siempre me dicen que todavía me falta, que mis lienzos son inertes y planos, que… ¡que lo que pinto es una mierda, para resumir yo lo que ellos no se atreven a decir! —otra vez la garganta se te cierra. Callas y aspiras fuerte.
—No te preocupes niña, si ahora viene lo bueno, verás como el tercer montón de cartas nos da la solución. ¿Dijiste que tenías amistad con pintores profesionales?
—Sí, más bien son conocidos del grupo; nos reunimos para hacer tertulias en casa de mi amiga.
—¿Hombres ellos?
—Sí, los hay hombres, ¿por qué…?
—Hummm. Vamos a ver, vamos a ver… —la pitonisa destapa los naipes y se vuelve a abstraer en su visión.
—Aquí está el remedio al problema, niña —dice, al fin—, atiende acá: se te va a presentar un hombre joven, ducho en la actividad de la pintura, con ese hombre debes lograr un romance fugaz, y por ese romance escaparás del purgatorio que es tu carencia de talento, y lograrás triunfar. Ahora escúchame bien —su mano se abre rozándote la frente y sus ojos permanecen extraviados no se sabe por qué planicie astral—, voy a explicarte lo que debes hacer:
“Tendrás que luchar por ese romance, él es un hombre de dinero, pero tienes que hacértele notar. Explota al máximo tu juventud y tu espíritu, que eso a él le gustará. Debes llevarlo hasta un sitio marino y allí, en la orilla, habiendo todavía sol sobre el horizonte, ¡fíjate en eso!: puede ser tarde, pero tiene que verse el sol, que simboliza el triunfo. Allí debes extraerle su simiente y tragarla. Así lograrás que toda la suerte de ese hombre, su pericia e ingenio entren en ti; entonces verás cómo se despierta tu gracia y podrás pintar esos cuadros que necesitas para tus estudios. Pero, por favor, no olvides mi advertencia, todo ha de terminar antes que el sol lance su último rayo, sino sólo ganarás la esperanza”.
—¡¡GÓZAME, PUTA, GÓZAME!! —él está ya fuera de sí.
Lo demás fue tener ojo abierto durante las veladas en la casa de Andra, entre el té cargado con ron, o el ron cargado con algo más arrebatador y levitante, entre elevados diálogos saturados de óleo: ¡sentirse como moscas en un charco viscoso!; de mármol: ¡el sueño recurrente de los marmóreos claustros!; de acuarelas: ¡hay que trascender el reborde de aguas!; de pasteles: ¡qué riesgoso resulta cualquier nimio dulzor!
Él siempre se destaca, no hace mucho egresó de la ESA, pero es todo un talento apuntalado por no recuerdas cuántos premios y una vida al pastel que es envidiable; no es ninguna lindura, pero eso debe facilitar las cosas, es el hombre.
Te le pegas como una capa de barniz, lo lisonjeas un poco y le refieres luego tus anhelos y cuánto hermoso llevas dentro; él te escucha, cortés primero, interesándose después. La noche es avanzada cuando termina la tertulia, el hambre roe un poco y él te invita a algún sitio para comer algo ligero; ya casi tienes todo, pero recuerdas la advertencia de la pitonisa: el sol, que simboliza el triunfo, ha de estar a la vista. Entonces dices que es muy tarde, “debo ir para la casa, es que mamá me espera y se preocupa, pero podemos vernos mañana más temprano; cerca del mar quisiera… hay más sosiego allí”.
Y en el último sorbo allá en el paladar, después de un beso rápido, le vuelves a pedir “cerca del mar lo quiero, me apasiona en el mar”.
Repitiéndolo lo logras arrastrar hasta la orilla solitaria. Ahora te sientes Diana cazadora encimada en tu víctima, porque ese jadeo rítmico en aumento y ese bocado que se ha puesto de mármol anuncian la inminencia de tu triunfo, así lames y chupas con más ímpetu, contagiada por el frenesí de él, que al fin exhala un “¡AAAAAAAAHJJ!” y un borbotón cálido y pegajoso te llega a la garganta, entonces es cuando se te vira el estómago y la náusea trepa victoriosa emergiendo hecha carne, arroz, mariquitas, cerveza y semen, mucho semen que va a regarse sobre la arena húmeda, donde rápido se tamiza quedando sólo un espumero amarillento. Y ahí estás tú viendo como tu única oportunidad se filtra entre los granos dejándote vacía, nuevamente vacía; es cuando te decides y soltando aquel falo que aún aferrabas, te lanzas sobre el espumero y lo lames llenándote de arena, y tragas todo aquello con una convicción vencedora de náuseas mientras él te contempla aterrado, con la repugnancia moldeando sus facciones, pero tú te levantas y le espetas:
—¡¡Tengo que llegar, coño!! ¡¡¡Tengo que llegar!!!
Y dándole la espalda corres al bosquecillo componiendo el sostén; la ropas, que has recogido de un tirón, son banderas que flotan tras de ti.
Allá en el horizonte el último fragmento de sol se hunde en el agua, cubriendo el panorama con un fugaz destello verde, que ni él ni tú alcanzan a ver.