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Casta sin nombre

Le tocaba hoy hasta el mediodía. Rogelio la recibió con impaciencia, vestido para la calle.

—Menos mal —rezongó—. Ya deben de estar esperándome.

—No te demores. A las dos tengo un ensayo —Fernanda pareció recordar algo y miró en redondo. Se hizo luego de un tono confidencial, conspiratorio—. ¿Dónde está?

—Lo dejé mirando los retratos. Ahora le ha dado por hacer el inventario de las cosas.

—No lo pierdas de vista. Se me han desaparecido algunas prendas.

—¿Y la llave de tu cuarto?

—No sé. Tampoco la encuentro.

Celestino se mueve por la casa. No estás solo, no estoy solo. La mujer lo ha dejado allí. Me recuerda, le recuerda a alguien. Buen tipo que se gasta la muy. Si no fuera tan joven. Dice que se llama Fernanda. No está mal, aunque también dice que es tu hija. Sobre todo dice que es mi hija, lo repite, como si fuera muy importante. Lo ha dejado allí con el otro. Le permiten que deambule por la casa y ellos, en la cocina. Mientras hablan de algo que les preocupa o les molesta, o las dos cosas. Lo ven aproximarse con su andar soñoliento y no se cohíben. El viejo, de todos modos, no entiende estas palabras, no le dice nada el nombre. Ni siquiera sabe quién es Alzheimer.

—Vas a estar bien con ellos —dijo Celestino y le acomodó el uniforme con sus manos ásperas de albañil—. Dale un beso a tu hermano.

La misma camisa de ayer, manchada de un polvo gris. No había tiempo ni deseos de lavar. No era bueno tampoco haciendo las labores de la casa, hombre y mujer, todo junto.

—Dale un beso a Rogelito.

Fernanda negó con la cabeza.

—¿Y Mami dónde está?

Él respondió que de viaje, mirando a lo lejos para tragarse la amargura; tuvo que irse de pronto, ya le había dicho.

—Pero, ¿cuándo viene?

—No sé. Acaba de entrar, que todavía tengo que dejar a este en casa de Doris.

Fernanda se preguntó si no se iría de viaje él también, si no tendría que quedarse para siempre con estos extraños que saltaban y corrían, que se daban golpes y aullaban como perros.

Hay días que recuerda algunos nombres y conceptos, parecen encajar la gente y las acciones. Esta es la cuchara, sirve para comer. Este soy, eres tú, y María del Carmen, cuando los Lagos de Mayajigua; me dieron un viaje por el trabajo.

También hay días que tiene que andar por ahí redescubriendo. Tantea las paredes con las manos que una vez. Yo hacía casas con paredes. Da media vuelta y una silla. Más allá el aparador, y encima.

—Oye, tú, ¿qué es esto?

Le llama la atención; cuando lo muevo, lo mueve entre los dedos, emite unas luces, pequeñas estrellitas. Rogelio, que ha estado observándolo, se pone de pie.

—Deja eso ahí, que es de Fernanda.

Le arrebata el anillo y lo coloca de nuevo sobre el aparador.

—Ah, de Fernanda.

Se deja conducir del brazo hasta la sala, caminado sin voluntad, a fuerza de ligeros tirones.

—Qué manera de joder, compadre —se queja Rogelio mientras lo sienta en un sillón—. Quédate aquí a ver si caliento el almuerzo.

Cuando el otro se mete en la cocina, Celestino registra un bolsillo del pantalón en busca de la llave que tomó hace minutos de la mesa de centro. La balancea en su cordón, fascinado de que haya en el mundo tantos objetos curiosos. Trata de recordar cómo se llama.

En el comedor, el anillo de Fernanda ya no está, se ha esfumado de encima del aparador, ha dejado de existir.

La recibió una rubia con modales de enfermera, quién sabe si lo es, aunque sin uniforme. Decolorada, clasificó en el acto, ya debería cortarse las puntas. Dijo llamarse Malena, buenas tardes.

—¿Trajo todas sus cositas?

—Creo que sí —titubeó Fernanda—. Lo que nos dijeron.

—Aquí se lo ponen todo. Menos el cepillo de dientes.

El chiste, más bien dirigido al viejo, buscando algún motivo de celebración, no surtió efecto. Celestino miraba a los otros ancianos a través de la arcada, tomando el sol en el patio sin apenas moverse, como leones achacosos y ahítos. Conque era todo, uno iba a parar a esto. Ni siquiera podía vivir lo que le quedaba en su propia casa.

—¿Y Rogelito?

—No sé. Andará por ahí, en sus negocios —contestó Fernanda sin levantar los ojos de la planilla que la rubia le había dado para llenar.

—Dile que venga a verme.

—Claro que se lo voy a decir —suspiró—. El problema es que venga.

Luego, quizás por la presencia de Malena, casi se disculpó asegurando que lo convencería para que dejara un momento sus ocupaciones y viniera mañana. Celestino pensó que las cosas rara vez salen como uno quiere. No se puede hacer muchos planes en la vida, las cosas ya tienen su dirección y no hay forma de hacerlas doblar por aquí si estaban para seguir recto. Se preguntó si había hecho todo bien con sus hijos, qué tal fue como padre, como madre, si la historia pudo haber sido distinta.

Fernanda terminó con la planilla y regresó al buró de la recepción para entregarla. Pensó que ahora tendría más tiempo para arreglar la casa y traer hoy a William. Su idea de la división no es mala, aunque sigo prefiriendo una permuta por dos. Que Rogelio no se ponga impertinente.

—Vas a estar bien con ellos —dijo y le dio un beso apresurado.

—Si tú lo dices…

Le pidió que se cuidara, viejo, adiós. Nunca decía hasta luego.

Da un puñetazo sobre la mesa. Se caga en la hora en que nació, qué aburrido está.

—Fuiste tú, cojones. Procura que aparezca.

Lo sacude por los hombros, lo insulta, le desea lo peor, y el viejo responde mentándole la madre, trata de empujarlo, de quitárselo de encima.

—Dale suave —interviene Fernanda—, le vas a dar un mal golpe.

Rogelio vuelve su furia contra ella.

—Buena eres tú para defenderlo.

—Por lo menos nunca le he levantado la mano.

—Todavía no se la he levantado de verdad. Él va a saber lo que es bueno si no aparece.

Abre la vitrina y saca los platos y las tazas, revuelve las gavetas del aparador, hurga en la arena que contiene el búcaro de la mesa.

—Yo lo vi ahí mismo, al lado del búcaro —dice Fernanda con timidez.

—Lo cogió para empezar con lo mismo de siempre: “¿Qué es esto?” “¿Para qué sirve?”

Celestino aprovecha la conversación para continuar su recorrido. Se detiene junto a una de las sillas que rodean la mesa. La quita de su lugar y se queda mirándola asombrado.

—¿Seguro que tú no lo cogiste? —pregunta Fernanda—. No pudo haber sido él. No tuvo tiempo, fracciones de segundo.

Rogelio se sienta, cediendo poco a poco a la resignación.

—¿Quién más iba a ser? ¿Para qué quiero yo tus aretes, tu anillo, la llave de tu cuarto?

—Y una hebilla, y el cenicero… pero ¿delante de nosotros? Ni que fuera mago.

Rogelio confiesa que no sabe ya qué pensar. De nuevo maldice y se lamenta, un reloj tan caro, con lo mala que se ha puesto la calle, por qué no dejarían a este en el asilo. De pronto se fija en algo.

—Oye, ¿dónde está la silla de ahí?

Fernanda se encoge de hombros.

Filete de res, con mucha cebolla, como le gustaba al viejo. Rogelio no esperó a que Fernanda viniera; comenzó a tragar con apetito lobuno. Fernanda trajo una fuente de habichuelas.

—¿No tienes hambre?

Celestino permanecía en su lugar mirando a Rogelio fijamente con los codos apoyados en la mesa y las manos entrelazadas.

—No quiero de esa carne. Fríeme un huevo.

Rogelio enderezó un tanto la cabeza y preguntó si ya iba a empezar con sus boberías, que ya quisieran muchos estar comiendo filete con el hambre que había por ahí. Celestino chasqueó la lengua y murmuró algo ininteligible.

—Me voy a meter a bailarina —comentó Fernanda buscando la distensión.

—Estás un poco vieja para empezar en ballet.

—No es en ballet. Si me pongo a estudiar ahora, cuando termine sí voy a estar hecha un vejestorio. Dicen que pagan bien en los cabarés, y además me gusta.

Celestino pinchó unas cuantas habichuelas y se las llevó a la boca.

—Las bailarinas de cabaret son todas unas bandoleras, unas putas.

Fernanda dejó caer el tenedor sobre el plato.

—Pues entonces me voy a meter a puta.

La mano de Celestino, rapidísima, le cruzó el pómulo de revés.

—A mí me respetas, coño.

Era la primera vez que le pegaba en sus casi veinte años. Ninguno de los dos quiso comer ese día.

La calle transpira un calor infernal. En este país todo es invernal o infernal, hasta la gente va de un extremo a otro, sin nada por el medio. Cierra la puerta de la calle y devuelve el llavero al bolsillo del pantalón. Celestino está sentado en su butaca favorita, mirándolo con expresión reconcentrada.

—Rogelio… Rogelio —dice mecánicamente, como repitiendo las tablas de multiplicar.

—Bueno, por lo menos te acuerdas todavía —comenta al pasar por su lado. Fernanda descorre la cortina que da al pasillo asomando la cabeza.

—Qué bueno. Yo pensé que ibas a llegar tarde.

Rogelio responde que en Cuba nadie llega temprano ni a su velorio, mientras se quita la camisa y va hasta su cuarto, ansioso por quedarse en short y en chancletas. Hoy Fernanda tiene que bailar por la noche, y de ahí va para casa del William ese. La escucha decir algo del pollo para la comida y la cuenta de la luz. Termina de desvestirse y comienza a pensar en un buen baño, aunque la idea del viejo solo por la casa mientras él esté en la ducha lo intranquiliza. Si Fernanda esperara un minuto…

—¿Fernanda? —no está en el cuarto, ni en el patio, ni en la cocina-comedor.

—¿Fernanda?

Su cartera está sobre un sillón en la sala. Su perfume se mantiene en el aire estancado. Se asoma afuera. No ve a nadie en los portales vecinos, ni una puerta abierta. Vaya, en qué momento se le antoja.

—Viejo, ¿Fernanda no dijo a dónde iba?

Celestino levanta un poco las cejas como si no hubiera escuchado bien. Se aclara la voz antes de hablar.

—¿Quién es Fernanda, hijo?

—Nadie. No sé pa qué te pregunto.

Se sienta en otro de los sillones y comienza su espera con un resoplido de mal genio.

La dulce Malena —esta vez con el pelo castaño oscuro y casi diez libras más, luego de dos años— fue quien les dio la despedida. Fernanda llevaba un pequeño maletín con las cosas del viejo.

—¿Qué le dijeron? —preguntó Malena a Fernanda.

—Parece que es serio. Dicen que puede ser el mal de Alzheimer, que no es recomendable dejarlo aquí.

—Avemaría, chica.

—Que se le irá borrando toda la memoria, que se volverá casi un vegetal, que eso lleva un tratamiento especializado, aunque de todos modos, al final…

—Ay, hija, por tu vida.

Malena lo besó, le dijo que se cuidara, viejo, hasta luego, y Fernanda se lo llevó directamente a casa de Pedroso. El padrino de Fernanda coló un café bueno, preguntó qué estrella se iba a caer, dichosos los ojos que te ven, niña. Se interesó mucho por el asunto de Celestino. Lo despojó, le hizo un resguardo, le tiró los caracoles.

—¿Qué? —preguntó Fernanda cuando acabaron los ensalmos. Pedroso apagó el cabo de tabaco en un pebetero y bebió un trago de su botella de aguardiente.

—El hombre tiene su aché. No lo veo claro todavía, pero tiene un poder, y es algo grande.

—¿Y eso qué significa? —Fernanda, que nunca había creído demasiado en estas cosas, comenzó a arrepentirse de haber venido. No esperaba que le hicieran advertencia alguna.

—Yo ustedes lo vigilaba muy de cerca, y a la primera cosa rara volvía por aquí. Tienen que cuidarlo mucho, pero sobre todo tienen que cuidarse mucho de él.

Tres días y nada. Se ahoga, se consume. A las veinticuatro horas sin saber de Fernanda comenzó a llamar, primero al cabaret, luego a casa de William, al hospital, y finalmente a la policía. Le da rabia la incertidumbre, la inesperada condición que no puede eludir. Como se haya alzado con un tipo, como sea otro de sus inventos y uno preocupado. Y estar aquí todo el día con este viejo de porra; si llego a esa edad para verme así, me ahorco.

Lo mira con desprecio, tal vez algo de lástima, su balanceo inalterable en el sillón que recuerda alguna maquinaria, esas torres de petróleo de Texas. Rogelio no conoce el futuro, el más cercano, el único que en verdad le importaría. Su padre interrumpe el movimiento y devuelve la mirada. Los ojos a medio cerrar y el ceño fruncido revelan una gran concentración, la fatigosa búsqueda de su cerebro. Sin segundas intenciones, totalmente pueril, va formándose allá adentro una nueva pregunta.

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