Narrativa

Carro fúnebre

Carro fúnebre - Joel Sequeda Pérez
Carro fúnebre - Joel Sequeda Pérez

CAPÍTULO I

Fue Reutilia Meneses quien me aconsejó no comprar la casa. Pasaba por la calle y al verme hablando con quien trataba de vendérmela —un tal Carlos Montes de Oca— vislumbró con certeza el asunto en que andábamos. Esperó de pie, enfrente, a que ambos termináramos de hablar, y cuando con un apretón de manos Carlos y yo sellamos trato me llamó, justo al marcharme. 

—¿Vas a comprar la casa? —preguntó así, importándole nada tutearme sin apenas conocerme. 

 Respondí afirmativamente y el rostro de Reutilia sufrió una suerte de conmoción.

—No la compres—aconsejó— en esa casa tendrás que convivir, además, con una vieja.

—¿Una vieja?

—Una vieja invisible…

—Explíquese mejor.

—Más claro ni el agua —dijo—, se trata de un espíritu.

Respecto a estos particulares, si bien no figuraba como el más crédulo, tampoco me comportaba como el más escéptico, así que aquello me inquietó y acabé por reparar en que, para el precio fijado por el vendedor, la casa estaba demasiado buena, algo verdaderamente sospechoso, si se tomaban en cuenta los altos precios imperantes por entonces: casa de tipo colonial, de madera, sí, pero conservada en muy buen estado, con techos altos y habitaciones amplias, aderezadas con vitrales y mamparas, barbacoa que daba en conformar algo así como un desván en los altos y patio kilométrico, con glorieta al centro y un traspatio con frutales de casi todo tipo.

Algunas circunstancias de entonces obligaron a que no dejara pasar la oportunidad de una compra tan ventajosa y acabé por obviar las advertencias de Reutilia. Una semana después me instalaba en la casa, aunque a decir verdad, para un hombre solo como yo, su amplitud me parecía exagerada. Confieso que tal circunstancia en el fondo me provocaba miedo y por las noches, sin poderlo evitar, dormía entre sobresaltos, esperando siempre despertar con la susodicha vieja parada frente a mi cama. 

Nada anormal sucedió, empero, respecto a viejas y a fantasmas y comencé a indagar sobre Reutilia. Sospechaba que a lo mejor guardaba un esmero personal para con la vivienda. Aunque vivía sola tenía hijos y nietos ya adultos y su interés por que alguno de ellos adoptara el inmueble a precio tan bajo —calculaba yo—podía haberla impulsado a inventar lo de la vieja. Poco tiempo después, al enterarme de que Reutilia asistía a las sesiones de un centro espiritual aledaño a la barriada, me pareció más lógico pensar que su creencia incondicional en el más allá, la aparición de muertos y casas habitadas por espíritus, podía haberla impulsado a hablarme de la forma en que lo hizo el día en que la conocí. 

Mil veces me la tropecé después en la calle, siempre con su aspecto de vieja de barrio. Nuestras miradas se cruzaban, y aunque nunca me dijo nada, me pareció hallar en sus ojos algo de reproche por haber comprado la vivienda sin hacer caso a sus advertencias. No sé por qué razón en esos momentos sentía un poco de vergüenza; de todos modos la desmentía el hecho de que, a casi un año de vivir allí, nada hubiese sucedido respecto a muertos ni a apariciones de tipo alguno. Solo dos pequeños incidentes en el transcurso de ese año me hicieron conservar la duda. Uno de ellos aconteció con cierta mujer contratada por mí para la limpieza semanal del inmueble. Esta mujer se quejaba de sentir opresión en la cabeza y el pecho desde el momento en punto que entraba a limpiar hasta el instante mismo en que salía. Cuando cobró sus últimos honorarios se me paró delante.

—No vengo más —dijo.

—¿No está de acuerdo con el pago?

—No es eso —atajó ella—, paga usted lo correcto.

—¿Entonces?

La mujer dudó antes de contestar y paseó la vista por toda la casa, como temerosa de que, desde algún punto, alguien la estuviese espiando. 

—En esta casa hay algo —dijo y se marchó dejándome con la siguiente pregunta en la boca.

Esto me preocupó sobremanera, pero pasados unos días vine a conocimiento de que la mujer asistía a las sesiones del mismo centro espiritual que Reutilia. Desestimé todo cuanto me dijo y hasta llegué a preguntarme si todo aquello no sería parte de un plan urdido por ella y por la vieja para hacerse con la casa, pero no. El segundo incidente acontecido en mi vivienda frenó de golpe mis sospechas contra ella y me hizo debatirme otra vez en la incertidumbre sobre si era o no real la posibilidad de que conmigo cohabitara una vieja muerta. 

Resulta que Rolando, mi mejor amigo, dio en visitarme acompañado por su perro, y al invitarlo a pasar, precisamente con intenciones de mostrarle la casa, el animal, rabo entre piernas, prorrumpió en aullidos lastimeros y se resistió a entrar con fuertes tirones a la cadena con que mi amigo lo sujetaba. Él se mostró confundido, pero a mí, que ya estaba predispuesto, me vino a la mente esa creencia que habla sobre la capacidad de ciertos animales —perros incluidos— de prevenir eventos infortunados antes de ocurrir o de notar, más que los hombres, la presencia de seres etéreos: espíritus vagabundos, almas en pena y cosas por el estilo. Este pensamiento perseveró en mí un buen par de semanas; solo el paso del tiempo, sin que ninguna otra eventualidad de índole semejante volviera a producirse, logró que por fin me relajara, pero entonces pasó lo de la pesadilla. Fue la noche menos esperada; la noche en que mejor me sentía y más alejados andaban de mi imaginación pensamientos referentes a muertos. Una vieja, en efecto, apareció en mis sueños y con ella, en adelante, el temor persistente a quedarme dormido, porque si por lo pronto no volvió a comparecer en el universo de mis imágenes oníricas, solo esa vez bastó para entrar en pánico al solo pensar que podía volver a encontrármela en una nueva pesadilla. 

No hablaba de esto a nadie; empeñado en aparentar que mi vida transcurría en estricta normalidad, amigos, vecinos y compañeros de trabajo eran mantenidos al margen del asunto, cuando en realidad me ocupaba algo tan peculiar. Solo una persona daba muestras de adivinar mis desvaríos: Reutilia Meneses. Sus ojos me hablaban en cada tropiezo por el barrio; su mirada era una revelación, pero como nunca se dirigió a mí para hablarme del tema, jamás osé decirle algo al respecto. Tocante a esto solo ambigüedades habían sucedido y ningún crédito oficial podía otorgarle al planteamiento de que por los interiores de mi casa vagara el espíritu de una vieja. 

Ni siquiera después, cuando por problemas de plantilla quedé excedente en el trabajo y pude dedicar más tiempo a la permanencia en casa, se me presentó la vieja en forma alguna. Una y otra vez entraba y salía a la sospecha de que todo aquello posiblemente fuese un engaño, una mentira encaminada a la obtención de algo. Eso sí; solo entonces —cuando ya sin empleo me sobró el tiempo— pude caer en la cuenta de que, a pesar de sus vitrales y sus espacios bastante abiertos, los interiores de mi casa eran de todas maneras sombríos y luctuosos. A veces pensaba que tal parecer era fruto de la sugestión insuflada en mi psiquis por la vieja Reutilia, pero en otras ocasiones me decía a mí mismo que no tenía por qué dudar de mi propia opinión. Era alarmante ver que, a pesar de ser mi casa una construcción colonial, no hiciera buen aprovechamiento de la luz, como tradicionalmente hacen todas las de su tipo, sino todo lo contrario. Sus interiores lucían opacos como las imágenes de una película en blanco y negro, como la imagen de la vieja durante mi pesadilla. A veces salía en busca de empleo y al regresar a casa, sin mayores éxitos, me invadía una sensación de desagrado, semejante al pesado sentimiento de soledad que me asaltaba en la calle de solo pensar en la vivienda. Esta situación me obligaba a veces a tomar la bicicleta y salir a pedalear por ahí sin otro motivo que el de respirar un poco de aire fresco, abandonar por un rato el ambiente cargado de la casona. Una de estas veces no pude evitar vérmelas de frente con un camión y acabar entre sus ruedas, saliendo vivo por puro milagro y llevando a casa un disloque de rodilla con poder y fuerza para lanzarme a la cama por casi tres meses. 

En otras circunstancias el hecho de no tener familia y ser soltero no hubiese tenido tanta importancia, pero con una pierna rota y una bota de yeso calzada hasta el mismísimo muslo, estas particularidades de mi vida se hicieron sentir en modo inclemente. Mi economía colindó con la miseria y mi estado físico, mal alimentado y aseado con dificultad cayó durante ese tiempo en la depauperación y me otorgó el color cetrino y el aspecto famélico, característico del canceroso y del pordiosero. 

Luego de mil súplicas logré que, tras bambalinas, la cocinera de un comedor de ancianos amparados por la asistencia social, me vendiera a sobreprecio el almuerzo, pues conseguirme también la comida implicaba un riesgo demasiado alto ante la vigilancia de sus jefes. 

—Escoja —dijo de mal talante la mujer— almuerzo o comida, porque ambos no puedo.

Elegí el almuerzo. Me lo traía del comedor un muchacho enviado por la propia cocinera. De por sí escaso y poco consistente, el contenido de la cantina era dividido por mí, a fin de dejar un poco para la comida de la tarde. A veces, sin poderme contener, comía todo el condumio en el almuerzo y pasaba luego las de Caín hasta el mediodía siguiente. Para colmo de mortificaciones precisamente ahora, justo cuando me veía obligado a guardar cama, fructificó una de las gestiones laborales que hiciera meses atrás, cuando iba de un sitio a otro en busca de trabajo. Recibí un telegrama donde se me citaba al Ministerio de Turismo, aceptado como trabajador en uno de sus hoteles con excelente sueldo y mejores condiciones de trabajo. Convaleciente como estaba no pude aceptar la oferta; otro debió ocupar mi plaza y noté con este acontecimiento que, si bien hasta la fecha no había tenido ningún encuentro oficial con el espíritu de la vieja, mi vida desde que habitaba en aquella casa era una auténtica desgracia. Lloré como un muchacho.

 Como pasaba casi todo el tiempo sentado en el portal no pude impedir que algunos transeúntes al pasar me viesen en semejante estado ni que uno de tales transeúntes fuese la propia Reutilia Meneses. 

—Te va a matar —dijo sin más—. Esa vieja te va a matar.

No sé por qué llegó a mí, más acentuada que en veces anteriores, la antigua convicción de que en el fondo Reutilia tenía la culpa de lo que me pasaba, que en todo este embrollo no había tal vieja fantasma, que la única vieja en esta historia no era otra que ella misma. La miré en silencio, afanado en reprimir una ofensa.

No me digné responder y ella salió del portal, pero en la acera se detuvo como para acentuar con una frase los vaticinios de mi muerte.

—Al comprar la casa fue como si montaras en el carro fúnebre y comenzara lento el recorrido de tu propio sepelio.

La frase, aunque dicha en sentido figurado, no dejó de estremecerme y algo de profético tendría eso de llevarme lentamente al cementerio, porque no mucho después el muchacho que me traía el almuerzo apareció con la cantina vacía; habían sancionado a la cocinera luego de que fuera sorprendida por el administrador mientras sustraía mi almuerzo.

—Pobre mujer —musité. 

—Pobre de usted —corrigió el adolescente—. No se preocupe por ella; ganaba como para ahorrar; tenía otros cincuenta clientes parecidos.  

Quedé boquiabierto, más de hambre que de asombro, pero a pesar de todo tuve suerte. Mientras hablaba con el niño llegó en su bicicleta Rolando, el amigo que infructuosamente tratara de entrar a la casa con su perro y observó toda la escena.

—No tendrás problemas —me dijo—. Yo me encargaré de tu alimentación mientras dure tu convalecencia.

Me vino el alma al cuerpo. Con vergüenza, pero con alivio acepté su ofrecimiento. No solo el almuerzo sino también la comida y el desayuno fueron aportados por mi amigo y admito que desde entonces me fue un poco mejor, aunque el último encuentro con Reutilia continuaba machacando mis pensamientos.

En una de esas ocasiones en que Rolando me trajo la comida le comuniqué cuanto me sucedía y se sumó al parecer de la vieja.

—Jamás debiste comprar la casa —dijo.

 No olvidaba el incidente del perro y confesó que aún estaba impresionado.

—Permuta —me dijo—, vende o de lo contrario visita un espiritista.  

Estas palabras y las de Reutilia transitaron mañana, tarde y noche por mi mente hasta que, ya sano, llegó el momento de quitarme la bota de yeso. Germinó por entonces otra de las gestiones de trabajo que de antes tuviera pendiente; solo que de todas esta era la peor: Contador principal en la Empresa Municipal de Transporte, con cargas de trabajo, peligrosas responsabilidades y sueldo miserable. Tuve que aceptar. 

Intenté continuar mi vida del modo más natural. En el fondo nada convincente había pasado para tomar medida tan drástica como permutar, vender o deshacerme en alguna forma de la casa. Al respecto —pensaba— solo algunos acontecimientos vagos se habían dado y ello era lo que, en cierta manera, podía alimentar sospechas y estimular conjeturas. Entonces, como para restregarme en el rostro lo equivocado que estaba, sobrevino la segunda pesadilla. Hubo que violentar la puerta de la calle. Al son de mis gritos despertó la barriada, se alarmaron los vecinos y acudieron a mi portal, ya que los alaridos tradicionalmente emitidos durante una pesadilla se reducían a nada, comparados con las voces lanzadas por mí, no tan semejantes, según me dijeron, a las de una persona aquejada por malos sueños, sino más bien a los de un cerdo apuñaleado. 

Este incidente tuvo el poder de traumatizarme. Sin que nadie lo supiera comencé a hacer solo un uso diurno de la vivienda, mientras que la noche la pasaba en el hotel del pueblo. Era consciente, sin embargo, de que esta situación no debía pasar de lo momentáneo, aunque de veras no sabía de donde sacar valor para regresar de noche a la casa, tal como no sabía de donde sacar dinero para pagar indefinidamente el hotel. Asistí por último a la consulta de un psicólogo. Esencias florales y terapias de grupo fueron recomendadas para mitigar un supuesto trastorno de adaptación. 

No experimenté mejoría con las esencias. En cuanto a las sesiones de terapia grupal asistí a la primera, pero al verme mayormente rodeado de ancianas y viejos afeminados, me sentí tan ridículo que no regresé en busca de la segunda. Por descuido un día olvidé pagar la habitación del hotel y al llegar por la noche encontré la situación de que mi cuarto había sido alquilado a otro inquilino, mientras que todas las demás habitaciones se hallaban ocupadas. Pero más que esta contrariedad, sucedía que aquella era la última noche en que el establecimiento funcionaba antes de cerrar indefinidamente para ser remozado. No había más hoteles en todo el pueblo. Tuve que regresar a la casa. 

Me acosté con miedo, pero no sucedió nada. Resistí el sueño mientras pude, pero al final, de todas formas me dormí hasta el amanecer, momento en que hallé prendidas las primeras luces del día y el canto de los pajaritos en un despertar casi hermoso. La casa, fuera de lo habitual, presentaba un aspecto menos tétrico, pero aun así me asaltaba la convicción de que, al punto que habían llegado los acontecimientos, algo había que hacer. 

A partir de la noche en que sufrí la segunda pesadilla, sentí que los vecinos que habían acudido en mi socorro, me miraban de una manera distinta; como a un loco, quizá. Comencé a valorar la posibilidad de asistir a un espiritista, tal y como aconsejara mi amigo. Fui a visitarlo para decirle que seguiría su consejo y él, desde luego, se alegró. Había oído hablar de algunos; me proporcionó sus nombres, pero el que más me convino fue uno que vivía en un pueblo nombrado Quemado de Güines, una suerte de místico, mezcla de curandero, espiritista, médium y adivino. El hecho de que viviese en otro pueblo suponía que las cosas fuesen un poco más engorrosas, pero me alegré en el fondo; viviendo en otro lugar habría menos posibilidades de que Reutilia se enterara de lo que me disponía a hacer. Como ante ella siempre había aparentado escepticismo y una actitud altiva, visitar ahora un médium equivalía a claudicar y otorgarle la razón. 

Así lo hice sin más. Averigüé el nombre del místico, viajé a Quemado de Güines y me personé en su casa. Fue fácil llegar a él. Todos en el pueblo le conocían. De solo mirarme adivinó que mi caso era complicado, no tanto por la magnitud de las cosas que hasta entonces me sucedían sino por mi estado de inseguridad entre creer o no creer.

—Crea ante todo —me dijo—. De lo contrario ni se consulte; la gente indecisa y escéptica no tiene cura.

Prometí —como si ello fuese asunto de mi voluntad— creer en todo lo que me dijese. 

Contrario a otros que suelen adivinar por sus propios medios lo que en esencia a uno le aqueja, este pidió que le contara qué me había movido a buscarlo. Hablé de la casa, de Reutilia Meneses y de las cosas que esta me había dicho acerca de la vieja muerta. Hablé sinceramente, dije que desde mi mudanza a aquella vivienda mi vida había dejado de ser vida.

El hombre se armó de una tira de tela muy larga; indicó que pusiera un extremo de esta tira sobre mi ombligo; él se colocó al otro extremo y obrando como quienes remedian el empacho, comenzó su ritual.

—Hay, en efecto, una vieja —dijo al rato y continuó con bufidos y una murmuración ininteligible con la cual parecía comunicarse con unos seres del más allá.

—Ciertamente una muerta habita su casa —continuó—. Es su antigua propietaria y puede hacerle mucho daño. 

—Entonces… —dije con voz temblorosa— ¿Permuto? ¿Vendo la vivienda?

—Es inútil que haga lo uno o lo otro —respondió—. Esa muerta lo perseguirá en adelante, lo rastreará en donde quiera que se meta. 

—¿Cómo es posible, entonces, que la vieja no persiga a Carlos Montes de Oca?

—¿Quién es Carlos Montes de Oca?—indagó el místico.

—El que me vendió la casa.

—¿Y quién dijo que la muerta no persigue a ese tal Carlos Montes de Oca? —preguntó con propiedad mi interlocutor— Esa persona, aunque intentó librarse de la vieja huyendo de ella y vendiendo la casa, está tan perdida como usted.

—¿Entonces no tengo salvación?

—Usted lo ha dicho. 

Me fue imposible disimular el abatimiento que esto me produjo.

—Solo existe para usted una forma no muy clara de salir de esta situación —aseveró el hombre apuntándome con el dedo índice.

—Dígamela, por favor —supliqué.

Él, comprendiendo mi desespero, no demoró en responder: 

—Mate a Reutilia Meneses.

Joel Sequeda Pérez. Camajuaní, 1967. Psicólogo, instructor de arte y escritor.

Ha publicado el volumen de cuentos Tiras de pellejo (Letras Cubanas, 2001) Historias de nunca acabar (cuento, en coautoría con Ernesto Miguel Fleites y Jesús Carreras, Ed. Capiro, 2008), Un intruso en el tejado (novela juvenil, Capiro, 2011) y Carro Fúnebre (Capiro, 2018) Textos suyos aparecen en diversas publicaciones cubanas como Umbral, Cartacuba, Guamo, Huella, Periódico Vanguardia, La Jiribilla, Cubaliteraria, La isla en peso y Tiempo libre, de Islas Canarias. Obtuvo el Premio Pinos Nuevos (2000) y Dinosaurio 2001. Estudió en el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.