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Canto a Manzano. El sueño de Proteo (I)

Proteo escenifica en su propia carne un drama. A un lado de su corazón está su infinita posibilidad como clarividente, y del otro lado, un destino de criatura hecha a imagen de todo lo que se corrompe y traba en redes del tiempo. Quienes necesitan sus visiones deben asirlo primero, detenerlo, fijar la esencia unívoca que desborda veloces y completas transformaciones, o sea, tienen —tenemos— más de dos dramas. La poesía de Roberto Manzano (Ciego de Ávila, 1949) sobresale, en el panorama de finales del siglo XX y principios del XXI, por darle volumen formal y conceptualmente al conflicto entre identidad y cambio. Dilema poético con la anchura del mar regurgitado incesantemente por Caribdis, donde se ha visto naufragar a poetas de finas dotes, tanto como perder sus valijas a críticos y jueces avaros. ¿En qué punto entre un adentro y un afuera se concentra la efectividad de la trascendencia, el poder de representación cabal del poeta a despecho de alternancias y compensaciones de la naturaleza? ¿Su éxito depende acaso de la fijeza, la delimitación de un absoluto como forma o manera última y representativa del Ser? ¿O acaso en un continuo de fatigada dinastía, resistencia infinita de la sustancia que permuta mientras se adapta, se estructura mientras se abre?

Lezama, aquel obeso “dorado por el Nilo”, moroso y numeroso como león del Prado de La Habana —insumisa carne de cañones de avancarga refundidos para darle sitio a los residuos del coloniaje en el ornamento de la República—, hizo visible este miedo: “El cambio —dijo— es la muerte”. Borges lo etiquetaba entre antropología y malformación congénita del lenguaje cuando seguía el rastro de aquella imagen de la circunferencia con centro en todas partes, retrocediendo desde Pascal hasta Campanella, en pos de los orígenes, para concluir por hacernos sentir indefensos ante una metáfora posiblemente alienígena que durante siglos estuviese intentando hospedarse en humano mundo. Pero donde Borges mejor patentizaría este ascetismo sería en su propia obra en verso, al prescindir de otros fervores y concentrarse en el eficiente malabar con algunos pocos símbolos: biblioteca, espejo, laberinto. Asimismo, la postmodernidad, sitio de encuentros y desencuentros para el culto a la marca, al estilo, en detrimento del valor de la producción de objetos originales, nos ha puesto a veces en trincheras que hubiéramos querido conocer mejor antes de despertar con la obligación de defenderlas. ¿Nuestras técnicas y experimentaciones pueden ser tan grandes y objetivas que prescindan de la duda y la experiencia personal? ¿La noción de la experiencia es un punto de contacto tan privilegiado que nos exime de responsabilidad ante las traiciones o desviaciones del mundo, nos aparta del renuente azar o las secretas leyes?

Resistir en nuestro propio ser, como el papel del perseguido y el rey de burlas en antiguas culturas, nunca ha sido comercio rentable. Vivir para crear o recrear vida, para ver el futuro, tocarlo en sueños, adelantarlo en la carne maldita de las invenciones artísticas, parece doblemente frustrante.

Proteo, asido, tiene que comunicar la profecía. ¿Maldición del poeta que pierde horizonte, siente que le arrancan sus alas, la potencia del acto, una vez que su palabra ha sido pulida, cosificada y clavada como máscara en el muro del templo? Pudiéramos invertir nuestro punto de vista a favor de la felicidad que augura ansia en el ciclo de las cosechas: Proteo, al compartir su verdad, queda libre de las ficciones y tentaciones que lo subyugan con un falso ideal de indemnidad y coherencia traspasable a su cuerpo, entonces puede volver al fluir invisible en que se resuelve su tosco destino como celador de la focas, mayordomo pagado por Poseidón, en la quietud fingida del que gusta dormir a orillas del océano. Y aparentemente duerme, descansa, cuando en la opacidad del sueño empieza a ser movido por corrientes marinas más profundas.

¿Bendición del poeta que acepta su derrota en el curso de las ganancias externas como un modo de elegir y triunfar, por atajos de lo desconocido, incluso contra sí mismo? ¿Suerte mayor del poeta que olvida su voluntad —el pecado atávico, cicatriz ilustrativa de la expulsión del útero o paraíso donde él, único, aún podía ser todas y cada una de las cosas—, desiste de oponer cambios y posturas clasificables a la necesidad de la tradición, y se deja alfilerar bajo el relámpago de las realidades, entiesa sus alas, se ahonda como cauce de arroyo en la roca para que por él se expresen, por él batallen inconscientemente las oscuras presencias del sueño?

Roberto Manzano, con ser un gran poeta nacido y formado en uno de esos polvorientos “pueblos del interior”, hace feliz. De su libro inaugural, Canto a la sabana, el poema emblemático y de igual nombre fue escrito allá por 1973 en su pueblo natal, aunque el cuaderno no se editaría hasta más de veinte años después1. Cuando aún el libro no estaba publicado, sin embargo, ya influenciaba a muchos de sus contemporáneos, algunos lo citaban por no pecar de ignorantes sobre ciertas botijas enterradas en época oscura de la cultura cubana, esquilmada por dogmatismos, mientras otros se atareaban en ignorarlo o superarlo, a pesar de que, murmullos aparte, para los lectores esta obra ni existía. Y en el catálogo de mascotas, istmos y periodos literarios, Manzano llegaba a fijar de esa manera discreta una avecilla tan amable como la tojosa.

Por “tojosismo” muchos conocen algo que casi nadie sabe exactamente qué es. Dizque poetas como él hablaban del sentimiento echado al suelo, imitaban otra vez el soplo divino para hacer una “poesía de la tierra”, revoloteando en torno a surcos y siestas del campesino, en los años 70 del siglo XX, cuando mismo la mayoría de los poetas erraba heroicamente por pueblos y ciudades tratando de vivir con los pies bien puestos “sobre la tierra”, haciendo multitudinario “papel de hombre”2 en trincheras del proletariado abiertas con la revolución. Se han visto afectos contradictorios arremolinarse sobre el ave enmarcada así en la heráldica de la poesía y la franja de asociaciones típicas que la envuelve: quienes aúpan expresión de autoctonía, quienes desprecian entorno rural cual lastre de involución.

No es con la gratitud pedestre del coterráneo, que creo dignos de hurto y comercio el ascetismo, la odisea y la orfebrería de este poeta. Es su calidad literaria planteada en una búsqueda agónica con las proporciones del hombre universal. Es porque la aventura de su palabra entraña precisamente la necesidad de superación de esos sucesivos encierros a que se arriesga el poeta que profetisa, el profeta que canta. Sin renunciar a la configuración de una intimidad autosuficiente, su voz propone un hilo a través del laberinto, asume entrañablemente la causalidad de sus múltiples contextos.

En el prólogo a una antología de poesía cubana contemporánea que preparé alrededor del 2003, y que nunca llegó a publicarse, acotaba, en el momento en que hacía referencia a la antología Poesía joven:

“Roberto Manzano se destaca en esta antología que publicó la Editorial Letras Cubanas en 1978. El ‘tojosismo’ —gente que optó por volver la mirada al campo para extraer de allí un lirismo que era escaso entre quienes se esforzaban en ‘construir una sociedad nueva’ testimoniando la cotidianidad heroica del proletariado— es otra de esas pequeñas sediciones apagadas por escritores y editores que administraron el ‘periodo gris’, quedó sumergido como una rareza en nuestra historia. Manzano, poeta que no ha dejado de mudar y crecer de un libro a otro, en sus inicios encabezó este movimiento, pero su cuaderno emblemático, Canto a la sabana —poema homónimo había ganado Encuentro Nacional de Talleres Literarios de 1975— sólo llegó a publicarse en 1996. Que tal tendencia hubiera surgido en provincias del interior, y que a nivel semántico proyectase también una toma de la capital por el campo, sin duda predeterminaría su frustración. Además, la libertad de la poesía cubana estaba comprometida con el cosmopolitismo y con una mayor complejidad ética. Aunque poca o ninguna presencia tuvo el ‘tojosismo’ en la emancipación de los discursos literarios que se hizo evidente más tarde, significa otro oasis atendible en medio de un desierto dejado atrás”.

Véase que hablaba de un tipo de mérito inicial, superado, y, al mismo tiempo, de una muda y un desarrollo constante en su obra poética. Lo que no digo en esa acotación es que la manera en que él destacaba entre los jóvenes debutantes entonces en Poesía joven, quizás dista mucho de lo que pensaban los mismos antologadores que vieron una luz elegible a la salida de la década de los 70. Para aquellos también jóvenes autores de la antología —Norberto Codina, Waldo González y Nelson Herrera Ysla— quizás él poeta de tierra adentro, por representar el oscuro origen del interior del país, estaba llamado a demostrar como buen espejo los nuevos tonos de la naturaleza y de la vida rural, sin dejar a un lado glorias y memorias de la clase campesina a la que seguiría unido por fatalismo geográfico e histórico. Como se recoge en la nota “Al lector” de Poesía joven, en el reparto de promesas y aportes de la nueva promoción de poetas, parece tocar sólo esto a los residentes tierra adentro:

“Ahondando en el marco de acción y en la realidad que refleja la joven poesía cubana, vemos cómo nuestra naturaleza, con lo mejor de su flora y fauna campea, sobre todo, en aquellos autores cuya vida transcurre alejada —por regla general— del núcleo urbano mayor de la Isla: la ciudad de La Habana, fundiéndose en ellos, orgánicamente, el ritmo, el metro y un universo poético en el que participan no sólo nuestras flores y frutos, no sólo nuestros animales, sino esencialmente el hombre de la tierra que hoy germina para siempre. Aquí, nuestra naturaleza es abordada con la felicidad de quien vive un período de hermosas y radicales transformaciones en el campo cubano”.

Claro, si el poeta tuvo tiempo de cambiar vereda por atajo y cumplir su destino, ni es importante lo que hayan pensado quienes lo vieron partir un día, ni mucho menos lo que piense algún crítico que lo vea pasar y continuar en una distancia parecida a las postrimerías. Nada tan definitivo como el tránsito y la obra. Apenas Manzano escribió el canto que mejor resume y defiende momento o tendencia conocida como “poesía de la tierra” —por cierto, esfuerzo quizás inscrito en un mecanismo de defensa interna de la sensibilidad cubana, pues intereses bajo denominaciones similares no habían faltado antes, ahí tenemos el caso de los “escritores de tierra adentro” nucleados desde el Central Merceditas en Matanzas allá por 1940, sin soslayar el syboneísmo, el ciclo de los romances cubanos, etc.—, apenas su nombre empezó a sonar en el tramado literario con la distinción de supuesto defensor de la identidad nacional, cosechero de las bondades del nuevo mundo —nunca se quita nuestro paisaje los vivos colores del primer uniforme de combate opuesto a un proceso de invasión y conquista, como “creador de cultura”—,3 se propuso abandonar tópicos de esa poesía espacial y enrumbó su exploración hacia su mundo íntimo y las estructuras clásicas del género aporcadas por los conquistadores. ¿Fue una traición? ¿Escamoteo de su “identidad”?

No es —no lo fue nunca— Manzano un cantor de la naturaleza, al menos no a la manera en que se han acostumbrado los críticos en Cuba a repartir nichos y, además, gran número de poetas a luchar por esas estrechas herencias de camposanto. Discrepo en este punto con quienes como tal lo han llevado en andas. Manzano es un poeta lírico al modo tradicional y rotundo, de una fuerza interior que no más necesita un vaso, cualquier motivo o recipiente, para volcarse y estructurar su discurso en torno a sí mismo, lo que más le importa, el misterioso origen cósmico de ese caudal y la energía de que se sostiene como un paso en el abismo. Fue la sabana en un momento determinado su motivo, el cauce, donde encontró hechizos y cantidades del autorreconocimiento necesario, y sobre todo variedad y riqueza imprescindible para explorar un sentido personal del caos y la armonía que está en el centro de su corpus poético. Tal manifiesto como una bandera flamea repetitiva, enfáticamente a la entrada y la salida del poema “Canto a la sabana”, tres versos que figuran la pirámide desde el vértice, de menor a mayor, con una intuición precisa de que la calidad del ojo y las ebulliciones del mundo interior se adelantan y sobreviven a la base del orden externo:

Mi ojo
es un vidrio
negro de presencias.4

En estos versos el objeto lírico, la sabana, punto complementario como en la interdependencia del ying y el yang, ¿sería entonces un vidrio otro, pasivo círculo de la blancura diluyente, el espejo? Un poeta de estirpe neorigenista como Heriberto Hernández, de los que estuvieron en primera fila contra la norma coloquialista y exteriorista, batallar que se intensificó hacia mitad de los años 80, es autor de un libro que tituló La patria del espejo, en franca alusión a la necesidad generacional de devolver la mirada poética al individuo. La raíz de ese gesto autosuficiente en una promoción como la de los 80 en Cuba, que sí disfrutó el cambio de las reglas del juego, se entronca por debajo tímidamente con versos del Manzano que en la década anterior cantaba a los elementos naturales con esa misma intuición de ganar una patria refractada en la convulsión de sus entrañas:

Sabana,
patria de mis ojos,
desembarazado fulgor…5

NOTAS

1. Este texto fue escrito a propósito de la aparición del poemario con que Roberto Manzano ganara el principal premio poético de Cuba, el Nicolás Guillén, en el 2004: Synergos (Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2005). Se completaba quizás un gran ciclo para el poeta, pues quien hasta entonces había cumplido una vida y un oficio signados por la humildad, casi el anonimato, empezaba a disfrutar la atención de gran parte de la crítica. Poemarios que pertenecen a este “ciclo”: Puerta al camino (Ed. Ácana, Camagüey, 1992); tablillas de barro I (Col. Pinos Nuevos, 1996), El hombre cotidiano (Ed. Memoria y Ed. Ácana, Camagüey, 1996); Canto a la sabana (Ed. UNIÓN, La Habana, 1996); Transfiguraciones (Ed. Vigía, Matanzas, 1999); Pasando por un trillo (Ed. Memoria, Camagüey, 1997); tablillas de barro II (Ed. Holguín, 2000); El racimo y la estrella (Ed. Unión, 2002); Encaminismo (antología poética), (Ed. Ácana, Camagüey, 2005).

2. Raúl Rivero, oriundo de la misma zona que Manzano (los límites occidentales de la provincia Camagüey que en 1976 se desgajarían en la nueva provincia de Ciego de Ávila), es uno de los poetas más notorios de la reacción prosaísta o antipoética que promovió la que se conoce como Segunda Generación de la Revolución o Generación de El Caimán Barbudo (fundado en 1966), suyos son los libros aludidos: Papel de hombre (Premio David, Ed. Unión, La Habana, 1970) y Poesía sobre la tierra (Premio Julián del Casal, Ed. UNIÓN, La Habana, 1973).

3. José Lezama Lima: “En América dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura. El más frenético poseso de la mímesis de lo europeo, se licua si el paisaje que lo acompaña tiene su espíritu y lo ofrece, y conversamos con él siquiera sea en el sueño.” (La expresión americana, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1993, p. 116.)

4. Roberto Manzano: “Canto a la sabana”, en Canto a la sabana, Ed. UNIÓN, La Habana, 1996, p. 63.

5. Ob. cit., p. 68.

Segunda parte

Libros

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