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Canta hasta que mueras

Canta hasta que mueras - Jorge G. Silverio Tejera

Canta hasta que mueras - Jorge G. Silverio Tejera

—La donna è mobile qual piuma al vento muta d’accento e di pensiero.

Alexander despertó sobresaltado. La maldita vieja cantaba de nuevo, espantando su sueño. Respiró hondo y se cubrió la cabeza con la almohada. Era inútil. La voz chillona, algo rajada, se colaba por cada rendija de la ventana y cada hueco de la pared hasta clavarse en sus oídos indefensos. Ni las pastillas ni los cocimientos de tilo lo ayudaban a dormir cuando la puñetera mujer comenzaba a ensayar sus dotes musicales.

No entendía cómo alguien podía cantar hoy en día cosas de esas de sopranos y tenores. Mucho menos hacerlo a cualquier hora del día y de la noche molestando a los vecinos sin sentir el menor remordimiento.

Había intentado dialogar con ella. Fue inútil. La vieja defendió su derecho a hacer dentro de su casa lo que entendiera y hasta se burló de su ignorancia por no apreciar una música tan bella.

—Eres un burro si no te gusta esa canción y con los burros no discuto.

Fue a la policía. Se rieron de él.

—No podemos meter presa a una mujer de casi ochenta años por cantar dentro de su casa.

—Pueden prohibirle molestar.

—La ley no prevé nada al respecto. Si ella usara algún equipo podríamos multarla, pero por cantar no. No hay nada escrito sobre eso.

Trató de convencer a los vecinos. No dio resultado. Nadie quería buscarse problemas, mucho menos conociendo la lengua de la vieja y su costumbre de estar sentada frente a la ventana observándolo todo.

—Sempre un amabile leggiadro viso, in pianto o in riso è menzognero.

La maldita música seguía fastidiándolo, rompiendo su tranquilidad, convirtiendo su vida en un tormento.

Se sentó en la cama con la mano en la cabeza. Lanzó una mirada al lado vacío de la cama. Desde que su mujer lo dejó todo le molestaba. Había discutido con otros vecinos, con compañeros de trabajo, sin tener muchas veces la razón. Visitó a una psicóloga: le aconsejó realizar ejercicios físicos, contar hasta diez frente a cada situación estresante. No le había dado resultado alguno. Reconocía su tendencia a apelar a la violencia en los últimos tiempos a pesar de sus intentos por evitarlo. Este caso era diferente, no era culpable. La vieja no podía cantar a estas horas sin preocuparse por el sueño de los demás. Miró la pantalla de su celular. Las cinco y media. A través de la ventana se veían las estrellas.

Fue hasta la cocina y conectó la cafetera. Necesitaba tomar algo para calmarse porque la cabeza parecía a punto de estallarle. Se quitó los tapones de algodón de las orejas y los lanzó al cesto de la basura. Eso tampoco había dado frutos.

Sentado en la cocina, pensó en la necesidad de resolver la situación. Lo más sencillo sería mudarse, irse a otro vecindario. Pero ¿por qué? Su casa era cómoda, le quedaba cerca del trabajo. Vivía ahí desde que comenzó a gatear. No, no podía huir. 

Fue hasta el librero de la sala. Leer lo calmaba y su casa podía competir con cualquier biblioteca mediana por la cantidad de libros acumulados. Rebuscó entre los libros de autoayuda, los desechó: no creía en consejos de personas que muchas veces eran charlatanes. Mejor leía un policiaco. Tomó un tomo de Poe. Regresó a la cocina, se sentó junto a la mesa y con una taza de café en la mano abrió las páginas al azar.

“…Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable…”

Claro, esa era la solución, mataría a la vieja.

Espantado de su pensamiento lanzó el libro al suelo. ¿Cómo podía haber considerado tal cosa? Solo a un loco se le ocurriría y él no lo era. No creía en señales divinas ni nada parecido, pero ¿era una casualidad?

Movió la cabeza a ambos lados. En realidad no estaba tan mal. No resistía la situación y no encontraba salidas. Nadie quería ayudarlo. ¿Qué podía hacer? Llevaba muchas noches sin dormir, pero…

—La donna è mobile qual piuma al vento muta d’accento e di pensier e di pensier e di pensier …

La maldita voz de nuevo. Si la tuviera a su alcance la habría encerrado tras una pared de ladrillo o lanzado a un pozo lleno de escombros. Esa vieja era un parásito social, un bicho inmundo. Se desahogó en improperios contra la vecina. Personas así necesitaban ser castigadas, y si quienes tenían el deber de hacerlo no lo hacían, otros debían asumir el rol.

Regresó el libro a su puesto pero una idea comenzó a halarle los cabellos. ¿Tenía derecho a defender su privacidad? ¿Era lícito matar a quién desconsideradamente lo molestaba?

Ese día en el trabajo estuvo distraído. Dudaba en si estaba loco al pensar en matar a la mujer pero al final concluía que o lo hacía o se tiraría frente a un carro. No podía seguir así, sin dormir. La vida humana era sagrada, eso lo sabía, pero el derecho a no ser molestado también. ¿Hasta qué punto debía él soportar las vejaciones, la molestia?

Por la noche preparó una tisana muy fuerte con hojas de valeriana, tilo y pasiflora. Le añadió dos pastillas. A las diez de la noche los ojos se le cerraban y fue directo a la cama, convencido de poder lograr un sueño reparador.

—È sempre misero chi a lei s’affida chi le confida mal cauto il core!

Se levantó de un salto. La desgraciada cantaba de nuevo y de nada había valido sus precauciones. Se golpeó las sienes con la palma de la mano en un arranque de furia. Era irresistible. Debió levantarse e ir hasta la cocina para paliar el dolor de cabeza con un poco de café.

En la oficina pensó seriamente en el asunto y llegó a la conclusión de que existen ocasiones en que suprimir la vida a un ser humano estaba justificado cuando este perturbaba la del resto. En este caso lo era.

Cuando llegó del trabajo sacó del estante varios libros policiacos, de esos tenía un montón, y comenzó a leerlos en busca de una idea. La duda sobre acabar o no con la vecina dejaba paso a la búsqueda de una forma segura. Necesitaba alguna forma de hacer callar la vieja sin correr peligro de ser detenido. Por fin encontró una que le pareció conveniente.

Era cerca de las doce cuando, con una capucha negra cubriéndole la cabeza, se acercó a la casa de la vecina. La idea era sencilla, manipularía los cables de la electricidad de manera que la vieja, cuando encendiera la luz en la madrugada, sufriera un corrientazo. Con su edad no lo resistiría.

Concluyó su tarea en pocos minutos y se acostó a dormir satisfecho. Nadie lo despertaría de nuevo.

Fue un chipotazo enorme, seguido de un ruido muy grande. El ventilador de su cuarto dejó de funcionar. Despertó atontado. Se escuchaban voces.

—Traigan agua, llamen a los bomberos.

—La casa de la vieja cogió candela.

Requirió de algunos minutos para reponerse y comprender. Su idea había fructificado. Nadie lo despertaría de nuevo. Necesitaba disimular. Se vistió a la carrera y salió a la calle. Un grupo de personas se agitaba delante de la morada en llamas.

—¿Qué pasó? —preguntó con la mayor inocencia posible.

—Hubo un corto circuito y la casa se incendió —le respondió un gordo bajito.

El corazón le latía apresurado con el júbilo de un musulmán al tocar la piedra sagrada en la Meca o un católico al escuchar al Papa en la plaza de San Pedro. Al fin era libre.

—Pur mai non sentesi felice appieno chi su quel seno non liba amore!

Dio un respingo al escuchar la voz cascada entonando la canción. No, no era posible. Sentada sobre una silla, justo en la entrada, la vieja tatareaba su música favorita mientras los vecinos trajinaban tratando de apagar el fuego.

—Pero…—la señaló asombrado.

—No le pasó nada —explicó el gordo—, se despertó a tiempo y parece que la electricidad no la tocó.

Apesadumbrado, sin disimular su contrariedad, regresó a la casa. No era posible, la vieja debía tener un pacto con el diablo, solo eso explicaría su salvación. Aquello habría matado a un toro y ella estaba tan tranquila, como si nada, cantando.

Buscaría otra manera, pero no podía seguir resistiendo su voz en las madrugadas. Era una cuestión de honor para él acabar con la vieja y su maldita canción.

Se pasó el día más tranquilo, convencido de estar en el camino correcto cuando buscaba la manera de liquidar a su vecina. Los esquimales dejan a los viejos solos en la nieve para que murieran. ¿Por qué no podrían hacer aquí algo semejante?

Esa madrugada, cuando la mujer comenzó a cantar no se molestó; por el contrario, fue hasta la cocina, se preparó un café e imaginó formas de acabar con ella. Precisaba de un método limpio, algo que no lo uniera con ella y sobre todo seguro. No resistiría la cárcel. Allí dormir sería un tormento, pensó.

Mientras degustaba el café, leía páginas tras página en busca de la inspiración necesaria. 

“Odio a Nannie…La odio…Dice que soy solo una niña pequeña. Dice que ando presumiendo…Voy a matarla también. Creo que la medicina de tía Edith podrá matarla.”

Eso era, Agatha le había dado la pista. El envenenamiento era la forma más segura de lograr su objetivo. Solo necesitaba un veneno bien fuerte y la posibilidad de dárselo a la vieja sin ser visto. Con su edad nadie sospecharía. La policía ni siquiera se molestaría en investigar, achacando la muerte a los años.

Esa mañana fue a la farmacia, consiguió un poco de estricnina y la guardó para esperar el momento más propicio.

Regresaba del trabajo cuando la vio. Estaba parada frente a su casa. Barría algunos escombros.

—¿Cómo está? —la saludó en busca de alguna forma de acercamiento.

Ella lo miró un poco extrañada. Contrajo los labios.

—Aquí. Los vecinos me arreglaron la electricidad. Al final el daño no fue tanto. Pero se me quemó la hornilla y tengo muchas ganas de tomar café.

Alexander comprendió la indirecta y sonrió. Parecía que el diablo quería emparejar el juego dándole una nueva oportunidad.

—No se preocupe, voy a hacer un poco y le traeré.

Las manos le temblaban mientras preparaba la cafetera y, sobre todo, cuando mezclada con el azúcar le añadió cerca de treinta gramos de estricnina. Ni un toro resistiría aquello.

La vieja lo esperaba sentada frente a su puerta. Ni siquiera le dio las gracias. Tomo la taza de café y la puso sobre sus piernas. Deseaba esperar, asegurarse de su éxito, pero no podía. Ser visto allí podría ser peligroso. Contra su voluntad se marchó.

Esperó ansiosamente escuchar ruidos, señales de que la vieja había sido encontrada pero todo se mantenía en silencio. Aunque la impaciencia lo consumiera no podía adelantarse e ir a verificar. Sería demasiado imprudente.

Se acostó convencido de tener por fin un sueño reparador.

— La donna è mobile; qual piùma al vento muta d’accento e di pensier e di pensier e di pensier!

¡Era imposible! ¡La maldita estaba viva. No se había envenenado. 

Se asomó a la ventana. La luz de la vieja estaba encendida. Se le veía trajinar en la cocina mientras cantaba. ¿Cómo había escapado?

Temprano fue a la casa de la vecina y tocó.

Ella abrió despeinada, con un cigarro a medio fumar en la comisura de los labios. El vestido, roto, dejaba ver pedazos de carne flácida.

—Vine a buscar la taza que le dejé ayer con el café. ¿Le gustó?

Ella movió la cabeza a ambos lados.

—Me da pena decirlo pero ni lo probé.

—¿Cómo? Usted me dijo que estaba desesperada por tomarlo.

—Sí, pero cuando iba a hacerlo vino un gato negro, saltó sobre mí y lo derramó. El puñetero animal, si lo cojo lo mato. Era un gato muy feo, para colmo tuerto.

Alexander tomó la taza y regresó a casa convencido de la inutilidad de luchar contra el destino. Tendría que adaptarse a la canción de la vieja. No había solución.

Por la tarde, después del trabajo decidió ir a pasear a las afueras. Necesitaba distraerse un poco, cansarse algo, quizás con la esperanza de que el agotamiento le ayudara a dormir mejor, a no escuchar la canción de la vecina en las madrugadas.

Fue en ómnibus hasta el Bosque de la Carabela, un viejo jardín botánico, con grandes macizos de árboles exóticos, riachuelos profundos con puentes de baranda baja, lagunas llenas de plantas acuáticas y patos emigrantes.

Había pocas personas a esa hora cuando ya el sol declinaba. Escogió uno de los caminos menos transitados, acorde con su deseo de meditar a solas.

Tras una curva la vio. No podía creerlo. Su vecina estaba allí, doblada sobre el muro de un puentecito, tratando de sacar algo del agua con un palo. Pensó dar la vuelta y marcharse pero una inspiración repentina le hizo acercarse sin hacer ruido. Una idea comenzó a germinar en su cabeza. Una idea nada agradable para su vecina.

La vieja trataba de sacar un pez con una red. Era ilegal hacerlo en aquel lugar pero, evidentemente, a ella no le importaba. Inclinada, luchaba con el animal, que se debatía con grandes coletazos.

Alexander se colocó a su espalda. Ella no dio señales de haberlo sentido. Sentía un cosquilleo en sus manos, como si alguien lo empujara a actuar, a aprovechar esta oportunidad. Parado tras la vieja, sin ser visto por esta, pensó en retirarse, en hacer caso a la psicóloga, en contar hasta diez. No pudo. Las noches sin sueño enturbiaban su razonamiento, le impedían ser objetivo. Respiró hondo y tomó una decisión. Con un movimiento rápido, se agachó y agarrándola por debajo de las piernas, la lanzó a la corriente. Sintió el sonido de la cabeza golpeando contra una piedra. Temeroso se acercó a la baranda. No se veía el cuerpo. Solo la red rota en la orilla y una mancha de sangre sobre una roca.

Salió del bosque esperando en cualquier momento sentir la voz de la vieja acusándolo. Pero no pasó nada. La parada del ómnibus estaba ocupada por un grupo de escolares. Nadie se fijó en él cuando se sentó en uno de los últimos puestos del vehículo.

Se tomó dos pastillas y se acostó seguro de que en la madrugada escucharía a la vieja cantar una vez más.

Se despertó sobresaltado con la luz del sol clavada sobre sus ojos. ¡La vecina no había cantado! Apresurado hizo un poco se café y se afeitó.

Sus compañeros de trabajo se asombraron al escucharlo cantar mientras preparaba un expediente extremadamente engorroso.

Cuando llegó a la casa el barrio era un hormiguero alborotado. Habían encontrado a la vieja muerta en una de las lagunas. La policía suponía que, tratando de pescar, se había caído y golpeado con el lecho del río. Varios testigos afirmaban que se dedicaba normalmente a la pesca furtiva y ya había tenido tres accidentes anteriores, a los cuales sobrevivió por fortuna.

Alexander fue hasta el bar de la esquina, compró una botella de ron y se la bebió en la tranquilidad de su cocina dando gracias a Dios por haberlo ayudado.

Tuvo una semana de gloria, sin ser molestado durante el sueño.

A los ochos días la casa fue ocupada de nuevo. Una muchacha de ojos azules y larga cabellera rubia era la nueva inquilina. Alexander sonrió complacido ante el cambio. Pensó que debía iniciar la amistad con ella, en definitiva él necesitaba una compañera.

Despertó sobresaltado, una voz juvenil, de timbre cálido cantaba:

—La donna è mobile qual piuma al vento muta d’accento e di pensiero…

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