Policial

Cambio de temperatura

El bar estaba prácticamente desierto. Al centro de la pista bailaba una puta, simulaba hacer malabares donde antes debió estar enclavado un tubo de aluminio, luego miraba a un lado y al otro. Nadie le prestaba atención.

El barman encendía su licuadora, desde el estéreo llegaba la voz de Dona Summer y un tipo borracho dormitaba sobre una de las mesas redondas, mientras sostenía, con insistencia, el vaso de ron entre las manos.

Pedí una cerveza y toqué con mi frente el cristal. La frialdad siempre me alivia los dolores y me ayuda a disolver la angustia. El barman limpió una copa, con un gesto de la mano le di a entender que no hacía falta y de un trago me tomé la mitad de la botella. Luego acaricié el metal por encima de mi chaleco, creí que no existía mayor cruz que la de llevar un revólver en la cintura.

—El negocio no anda bien —dijo el barman.

—Tienes competencia —le respondí—, en la plaza hay todo un espectáculo de luces.

—En esta época del año es mejor cerrar temprano.

La puta perdió el entusiasmo, se acodó en la barra y le dijo al barman que estaba a punto de irse.

—¿Por qué no vas a la plaza? —preguntó el barman.

—Siempre me descubren. Me echan. La plaza es un sitio serio, para personas de clase, personas que nacen con letras doradas. Esto no se puede ocultar —y mostró el código de barras en el antebrazo y la palabra PUTA en letras rojas.

—Conozco a un hombre que por mil quinientos te lo cambia.

—Si tuviera mil quinientos no fuera puta.

—Lo serías igual, te podrían meter presa si no ejerces tu profesión. El Sistema de Control Social es implacable.

—Me haría pasar por puta sin serlo en realidad.

—Siempre se van a dar cuenta, los policías están en todas partes —dijo el barman con tono categórico.

Bajé la vista, clavé la mirada en las gotas de sudor frío que se desprendían del cristal en la botella y le cerré el paso a la vergüenza; acto de defensa en el que de modo involuntario, ya estaba entrenado.

—Si tuviera mil quinientos —dijo la mujer— me cambiaría a cantante o modelo, sería como Dona Summer, Madonna o Megan Fox.

—Creo que sale más caro —dijo el barman—, como dos mil o tres mil. Es más peligroso, a los cantantes y las modelos se les controla con precisión. Están censados en los archivos y esas máquinas nunca se equivocan. Por mil quinientos puedes ser enfermera, taquígrafa o dependiente de un supermercado. Nadie se daría cuenta. El Sistema de Control Social no te prestaría atención ni te harían los chequeos regulares.

—Eso empleos son una basura. Prefiero seguir siendo puta.

Le dije al barman que pusiera otra cerveza y me reacomodé sobre el banquillo. La angustia persistía. El calor metálico del revólver bajo mi chaqueta me quemaba la cintura.

El tipo retiró la botella vacía. Abrió el refrigerador y colocó sobre la barra una servilleta y un portavasos.

—¿Puedes presentarme al hombre? —le pregunté—. Necesito un cambio.

Ambos esperaron a que yo mostrara el antebrazo, pero no lo hice. Mantuve abotonadas las mangas de mi camisa.

—¿Quieres divertirte un poco? —me preguntó la puta—. A dos cuadras hay un motel, la habitación sale barata.

Le dije que no estaba interesado y regresé a mi pregunta, a la cerveza, la frialdad del cristal, el calor del revólver y la batalla contra la angustia.

El barman abrió la botella y dijo que hay quienes se arrepienten después de cambiarse.

—Una vez que se es puta, por ejemplo, no se puede ser otra cosa.

La mujer no pareció ofendida. Al contrario, le dedicó una sonrisa, o algo parecido a una sonrisa.

—Yo no me voy a arrepentir —le dije—, hace meses que no soporto hacer lo que hago. Necesito, de modo urgente, un cambio de código.

Pensé en los dolores de cabeza, el cansancio, en las noches sin dormir apostado desde una patrulla, o escondido en un callejón con el revólver ardiendo entre las manos y el dedo en el gatillo.

—El hombre vive lejos, en la zona sur, junto a los puentes. Cuando cierre te puedo llevar, pero debes hacer algo a cambio.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

-Quédate un rato de este lado de la barra.

Di la vuelta.

—Vamos —le dijo a la puta y abrió la puerta del baño.

Al rato salieron.

—¿Entró algún cliente? —preguntó el barman.

—Nadie.

—El negocio va mal —repitió y fue hasta la mesa para despertar al borracho.

La puta se despidió desde la puerta, dijo que iba por algo de comer y que volvería más tarde, cuando el show de luces en la plaza haya terminado.

El barman manejaba un Impala del 59. A esa hora de la noche las calles estaban desiertas y la luna arrojaba su vaho caliente sobre el asfalto. Prendió la radio, sintonizó una emisora donde trasmitían un concierto de Tracy Chapman y me dijo que el viaje duraría aproximadamente treinta minutos.

Miré el antebrazo del tipo, bajo su código de barras decía BARMAN en letras azules.

—¿En qué año te marcaron? —le pregunté.

—En el 93 —dijo—. Fue el año en que la ciudad se comenzó a poblar de establecimientos comerciales, hacían falta dependientes, meseras, almaceneros, contadores y putas. Me hubiera gustado terminar los estudios básicos en el 94, ese año marcaron a los chicos como competidores en carreras de autos y a las chicas como atletas de nado sincronizado. Siempre he querido competir en una carrera de autos y que mi novia fuera atleta de nado sincronizado.

—¿Por qué no te cambias?

—Sale muy caro, nueve mil o diez mil. No ganaría tanto ni ahorrando durante cincuenta años. Además, a los deportistas los tienen bien controlados, viajan mucho, compiten en varios países, se pasan la vida de un lado al otro.

Miré hacia afuera, el Impala atravesaba el puente interestatal. Dejamos atrás la zona norte y entramos en los barrios bajos. El barman apagó los focos del auto.

—Es mejor entrar en silencio —dijo mientras reducía la velocidad.

Tomamos el centro de una calle de tierra donde se escalonaban pequeñas casas idénticas. Me cambié al asiento trasero. A ratos alguien se asomaba a una ventana para ocultarse otra vez. El barman dijo que me mantuviera acostado, me cubrió con una sábana y detuvo el auto frente a una verja de hierro que atravesaba el callejón de un extremo al otro. Acaricié el revólver y puse con cuidado el dedo en el gatillo.

Del otro lado y al amparo de las sombras un tipo hizo varias preguntas. El barman dijo su nombre, mostró el código de barras y lo dejaron pasar. Avanzó algunos metros y parqueó el auto frente a una casa de madera, de la puerta colgaba un triángulo rojo.

—Esa es la señal —dijo mientras abría las puertas del auto.

—¿Crees que me puedan hacer el cambio esta noche? —le pregunté.

—¿Traes el dinero encima?

Asentí con un gesto de la cabeza.

—Es probable. Aunque esta gente es muy desconfiada. Hay que tener cuidado.

El barman tocó a la puerta.

Del otro lado nos pidieron señas y señales. El tipo volvió a decir su nombre y a través del orificio en la puerta mostró su código de barras, o al menos la porción de un código de barras que se podría ver a través de un orificio en la puerta.

Abrió una mujer y nos dijo que esperáramos en la sala. Examiné durante unos segundos los muebles, en busca del lugar exacto donde deberíamos sentarnos. El barman se acomodó en una esquina del sofá y me hizo una seña para que me sentara a su lado.

De frente al sofá habían dos butacones.

La mujer ocupó uno. Al rato entró el hombre y ocupó el otro. Ambos me miraron con un poco de recelo, o al menos lo que yo entiendo por un poco de recelo.

—Mi amigo quiere cambiarse —dijo el barman.

—Como todos —afirmó el hombre—. Esta semana he atendido a siete personas. Nadie está contento con lo que le ha tocado hacer.

—Es que no se trata de una elección —le dije.

—Ya lo sé —dijo el hombre—, pero marcarse por segunda vez tiene sus riesgos. No sé si mi amigo le ha explicado.

Negué con la cabeza.

—Supuestamente el código de barras oficial es irremplazable. Solo se acepta un nuevo marcaje si pierde el brazo. Incluso en esas circunstancias te marcan con la misma ocupación que tenías antes. Yo he logrado superponer las marcas, es una operación dolorosa y solo se puede hacer una vez. Lo que decidas a partir de hoy será lo que hagas de por vida. Eso sí, mis marcas tienen una calidad extraordinaria, mira la de ella —y me señaló el antebrazo de la mujer.

El código de barras era impecable, debajo decía en letras verdes: ASISTENTE DE MARCAJE.

—Ella antes era una simple secretaria en un buró de abogados de tercera categoría —dijo el hombre—, le hice el cambio y ahora trabaja conmigo.

—Pero esto es ilegal —le dije.

—Solo durante la noche, cuando lo hago por mi cuenta. De día trabajo en la oficina. De lunes a viernes, durante ocho horas diarias, lo único que hago es hacer marcas.

—Parece aburrido —le dije.

—Y lo es, en las noches me saco un dinero extra. ¿Qué te gustaría hacer?

—Algo sencillo que no exija muchas habilidades: dependiente, mesero, ascensorista, redactor de un periódico o poeta.

—Acompáñame a la oficina —dijo el hombre.

Abrió una puerta, encendió la luz. Entramos los cuatro a una habitación pequeña que estaba compuesta por un archivo adosado a la pared y una camilla metálica.

—Acuéstate. Veamos, ser escritor sale bien barato, unos trescientos, si solo te interesa la poesía pues con un billete de veinte cerramos el trato y sales con tu código de barras nuevecito.

La idea me entusiasmó. Siempre me ha gustado contar historias. Podría usar un seudónimo, aunque si no lo usara daría igual, a fin de cuentas nadie se fija en el nombre del autor de un libro, mucho menos si es un libro de poesía.

Saqué del bolsillo un billete de veinte.

El tipo comenzó a buscar en sus archivos. Abrió una gaveta, luego la otra.

—Lo siento —dijo al rato—, se me han agotado esos modelos y para colmo ya no me queda tinta amarilla. Solo tengo modelos para secretarios del Partido y profesores de escuelas primarias, sale barato, diez el paquete.

—¿Qué es eso del paquete? —le pregunté.

—Serás profesor de una escuela primaria y además secretario del Partido.

—¿De cuál Partido?

—No lo sé —dijo el hombre—, aquí solo dice eso: secretario del Partido. Es tu decisión, lo tomas o lo dejas.

—¿Existe otra vía? —le pregunté—. Trabajar con niños nunca ha sido mi fuerte.

—Hay una, pero resulta mucho más difícil. Debes buscar a alguien que desee hacer tu trabajo y tú el suyo. Sería como una permuta, un trasplante.

—Me temo que eso va a ser imposible —le dije, me desabotoné las mangas de la camisa y mostré mi antebrazo. Bajo el código de barras y en letras negras todos pudieron leer: POLICIA.

El tipo dejó caer los modelos al suelo, retrocedió unos pasos e increpó al barman:

—¿Cómo te atreves a traer aquí un policía? Siempre desconfié de ti, debí darme cuenta antes, eres un chivato.

Saqué el revólver de mi cintura y les apunté al hombre y a su mujer.

—Yo no estoy aquí para denunciar a nadie —dije—, ya estoy cansado de poner mi vida en peligro por un salario de mierda. Quiero que me cambies. Ahora —puse el dedo en el gatillo y acerqué el cañón del revólver a la cabeza del tipo.

—Tomemos las cosa con calma —dijo el hombre—, usted guarde la pistola y yo lo convierto en profesor de escuela en un segundo. Le prometo que será algo rápido.

—Ya le dije que no quiero ser profesor de escuela, y mucho menos secretario de un Partido.

—Pues entonces debe buscar a alguien, no tengo modelos para otra cosa, se lo juro.

Miré al barman, le pegué un tiro en la frente y le dije al hombre:

—Hazme ese trasplante. ¡Ahora!

Al rato me cambié de ropa y subí al Impala.

—Tómese un par de aspirinas —me dijo el hombre desde la puerta—, el dolor se le pasará dentro de poco.

Abrí el bar. Comprobé el buen funcionamiento de la licuadora y la cantidad de monedas de cambio que aún quedaban en la caja.

El espectáculo en la plaza había terminado. Después de un show de luces no hay nada más reconfortante que tomarse una cerveza bien fría, o tener sexo con una puta que sueñe ser como Donna Summer, Madonna o Megan Fox.

Yonnier Torres. Placetas, 1981. Sociólogo y narrador.

Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene en proceso de edición los libros de cuentos Delicados procesos (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, por Editorial Extramuros); Elementos comunes (Premio Félix Pita Rodríguez de Narrativa, por Editorial Unicornio); Esto funciona como una caja cerrada (Premio Calendario 2011, por Casa Editora Abril); y la novela Clavar los ojos al cielo (Premio de Novela Fernandina de Jagua 2011, por Editorial Mecenas).