Casi al terminar la carrera universitaria que había usurpado la calma de largos cinco años, una profesora nos adelantaba la maldición que arrastraríamos a lo largo de todo nuestro desempeño: jamás volveríamos a leer por el mero placer de unir historias; imposible despojarnos del impulso al criterio y el gusto daría paso al reconocimiento y el divertimento a la compulsión. Después de atreverme a escribir sobre lo que escriben otros y entregárselo a un editor para que lo publique, con la sana pero a veces ingenua pretensión de poder decir algo diferente o interesante, le sumaría a esa maldición otra no menos desconcertante y abrasiva: la sensación de quedar viviendo las páginas después de cerradas. El libro Cadena perfecta, del avileño Francis Sánchez me convenció aún más.
De la misma manera que algunos libros son expiaciones de conciencia para los escritores, algunos artículos resultan profundas escisiones en la circunstancia de los periodistas. Escribir —y leer— sobre el subconsciente, como algo determinante y nada desdeñable que más que ostentar se llega a padecer, es un reto de imprevisibles connotaciones. Cadena perfecta también es un reto. El autor deriva situaciones fantásticas, inconmensurablemente inverosímiles, de la más simple cotidianidad, dejándole a ésta, con sus leyes a veces también increíbles, la explicación y la convivencia con estos portentos. La narrativa de Francis es toda metáfora y no creo necesarias pupilas especiales. El trasfondo existencial de su propuesta, el cuestionamiento o, podríamos decir, el reordenamiento de un entorno con frecuencia inalterable se vuelve uno de sus aciertos.
El objetivo es la reflexión, la búsqueda en la turbulencia de la psiquis como calco del diario devenir. Entre muchas, se trasluce la necesidad de la liberación, de la ruptura con la rutina, con el orden de cosas establecido, aunque su tesis no gana cariz de disidencia, sino apenas la cordura del limpiador de ventanales ahumados y turbios. La confluencia de los sueños con la “realidad” se vuelve catártica, aunque el distanciamiento que emerge por momentos no funciona como una abstracción excluyente, sino como una consecuencia de los avatares a que obliga esa realidad siempre difusa, perfectible, cuestionable, descubrible.
Desde el punto de vista formal, si es que se puede hablar de formalismo en unos cuentos como éstos, por lo que sería mejor hablar de elementos composicionales, los enunciados largos remedan la aglomeración de las ideas en la mente y la trasladan a la dinámica de las circunstancias narradas, de las referencias sin pausas. Rapidez, confusión, caos vienen a fungir como la antiepopeya a enfrentar por el también antihéroe que trata de concientizar al lector sobre la ambivalencia de lo “real”, en tanto categoría vivencial y reflexiva que acompaña a cada uno de nuestros desempeños.
Por esa cuerda va el cuestionamiento y la exploración del subconsciente, como el escenario más álgido y aséptico en que se manifiestan los anhelos. A pesar de que la racionalidad no desaparece, la situación gana terreno por si misma, desarmando lo verosímil a merced del absurdo, por más que pretenda conjurarlo, otorgándole independencia e inherencia, como una consecuencia irónicamente lógica e ineludible de la misma cotidianidad. La indeterminación, porque no quisiera hablar de ambigüedad —pues poco en estas fábulas es casual, se regodea en el placer del distanciamiento, en el poder de adaptación del hombre como estandarte y axioma de la voluntad de cambio.
Francis Sánchez nos propone una salida a las “miserias” de la vida con un toque de ironía que, por momentos, como en Cadena perfecta, cotiza con la inmutabilidad de las cosas en la piel de una suerte de moraleja, difícil de destronar. Eso lo salva de la parcialidad que haría su mensaje menos creíble y deja un resquicio a lo inevitable, como sabia aceptación de la dimensión a la cual no derrota por completo. Esa dimensión previsible, aburrida, dialéctica es glosada sin teatralidades, sino elevándose sobre lo meramente palpable para superarla, aventajarla e incluso, por qué no, entenderla.
Sus personajes son movidos a la reflexión por existencias insípidas, carentes de todo sentido social, pero que defienden la otredad, la diversidad de las perspectivas, atenazadas por problemas familiares, incomprensiones, carencias económicas que, a la postre, resultan los verdaderos infiernos artificiales que alienan y anquilosan. A esto Francis opone el diálogo, la mudanza de óptica, el conocimiento de unas leyes que no implica cumplirlas. Uno de sus protagonistas aduce: “cada uno de nosotros tiene que labrarse su propio destino, buscando puntos de referencia muy personales”. ¿Acierta?
Algunos encontrarían pesimismo en ciertos finales o pensarían en la burla más que en la propuesta, pero los valores que defiende Francis Sánchez (Ciego de Ávila, 1970) van más allá de lo imprevisto, de la descarnalidad del espectáculo, de la vaga indefensión del hombre hacia su destino, de la reflexión, para entroncar en un punto también indefinido, pero digno: la Literatura.